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CASO WIKILEAKS

'Wikileros', gratiferos y la nueva guerra mundial

Estalló la guerra en el mundo virtual. Los partidarios de Julián Assange han bloqueado Visa, Master Card y otros gigantes norteamericanos. Ya hasta cuentan con denominación de origen: son los wikileros. Se vengan de la detención en Londres de su líder por un extraño delito sexual, que quedará probado, o no, cuando el jurado examine con mucho cuidado un condón inoportunamente roto en el momento exacto del suspiro.


	Estalló la guerra en el mundo virtual. Los partidarios de Julián Assange han bloqueado Visa, Master Card y otros gigantes norteamericanos. Ya hasta cuentan con denominación de origen: son los wikileros. Se vengan de la detención en Londres de su líder por un extraño delito sexual, que quedará probado, o no, cuando el jurado examine con mucho cuidado un condón inoportunamente roto en el momento exacto del suspiro.

Los wikileros mañana pueden paralizar el Banco de Londres, o la Volvo de los suecos. Como todas las operaciones financieras o industriales complejas pasan hoy por internet, el costo potencial de estos conflictos es asombrosamente alto. ¿Cuánto le costaría a Estados Unidos el cierre de Wall Street durante ocho horas laborables? ¿Cuánto, si la central eléctrica más importante de New York quedara fuera de combate por un tiempo? Los blancos potenciales y el daño que es posible infligirles son infinitos.

Estamos ante la primera guerra mundial cibernética, y vale la pena estudiar el fenómeno. El dato más urgente que surge de las trincheras tiene que ver con la naturaleza de los guerreros de internet. Físicamente, están más cerca de Woody Allen que de Rambo. Suelen ser tipos taciturnos, nerds, que no responden al patriotismo convencional. No están atados a banderas ni a naciones. Crecieron en el territorio salvaje de internet, donde todo es posible, donde (afortunadamente) no hay leyes ni controles.

Esa experiencia a lo Lejano Oeste les ha marcado. Les ha hecho rabiosamente individualistas. Pertenecen a la tribu de los cibernéticos, una especie totalmente nueva, postmoderna, que ha roto con los lazos gregarios convencionales. Sólo tienen lealtad a su propia fratría, a su etnia hecha de gigas y megabits. Sus héroes son los hackers famosos, los tipos que han logrado entrar en las computadoras del Pentágono o desvalijado los archivos de bancos poderosos. Adoran la transgresión y viven para ella. Por eso disfrutan de un placer tan raro como fabricar un virus para echarle a perder el disco duro a un señor que vive en Filipinas.

Hay algo curiosísimo en la psicología de muchos de estos jóvenes que les acerca a otra extraña tribu: los grafiteros. Los grafiteros salen por las noches armados de una lata de spray y una docena de crayones en bandolera. El objetivo aparente es embadurnar con letreros y dibujos la fachada de una casa inocente, pero el propósito real es disfrutar de la transgresión, ese momento delicioso en que rompen todas las normas y acaban con el orden aseado de la burguesía. A veces los detienen o las víctimas les descubren, se rebelan y les decoran con el mismo spray, pero ya han tenido su trallazo de adrenalina y están felices.

Los wikileros son contadores de secretos. Despiertan la curiosidad morbosa de los paparazzi, esos fotógrafos salvajes que suelen retratar a la gloriosa señora de Sarkozy sin sujetador o a Berlusconi mientras explora sus fosas nasales con el dedo índice. Fue muy feo que entraran en el correo privado de la señora Sarah Palin, como ocurrió hace unos meses, pero medio planeta quería saber qué cosas decía la dama en su correspondencia personal. Los wikileros tienen ese encanto: revelan secretos, y nada les interesa más a los seres humanos que la información prohibida, el chisme. Assange dispone de 250.000 documentos, y se los está regalando a la humanidad a cuentagotas, como Sherezade a su sultán implacable. De pronto su inquieta vida sexual se convirtió en otro chisme, pero esas revelaciones no estaban en sus planes. Fue un acto de justicia poética.

Es una ingenuidad del gobierno norteamericano el tratar de impedir la divulgación de estos documentos. No supieron custodiarlos, y ahora la cosa no tiene remedio. Si hay un delito claro es el del soldadito que los diseminó (otro miembro de la tribu de los cibernéticos), pero más culpables aún son los especialistas en informática que se ganan el pan poniendo candados en la guarida de la señora Clinton y no hicieron bien su trabajo. Eso se llama negligencia y es un delito tipificado en todos los códigos.

Cuanto más se esfuerce Washington en silenciar a Assange, más vida tendrán estas historias y más guerreros de internet saldrán a recoger la antorcha. Lo único sensato, a estas alturas, es aprender a pelear en el espacio cibernético. La guerra del futuro ya llegó.

 

© Firmas Press

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