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Diez horas de Estat Catalá

Contemplada la sublevación separatista de la Esquerra en 1934 con la perspectiva de casi un siglo, la pregunta que asalta al observador atento no es cómo pudo ocurrir, sino cuándo habrá de repetirse. Y es que, leyendo el extraordinario reportaje de Enrique de Angulo sobre aquella astracanada delirante, lo que más extraña al lector contemporáneo es precisamente no extrañarse frente al retrato psicológico de los actores de la farsa. Inevitable reconocer a Ventura Gassol, a Badia y a Dencàs en esa la legión de garibaldis de salón que fabrica cotidianamente la opinión pública en Cataluña. Imposible no identificar la alegre irresponsabilidad de Maragall en la pueril inanidad de Companys. Arduo ignorar el marchamo perenne de la burguesía en la creación del caldo de cultivo intelectual que entonces –al igual que ahora– desembocó necesariamente en el secesionismo. Ineludible, en fin, reparar en la ceguera de las elites políticas españolas de hoy, cuando se otea la miopía del Azaña que traspasa a la Generalitat el mando sobre los Cuerpos de Seguridad.

"La Patria catalana, grande o pequeña, es nuestra única Patria (…) España no es nuestra Patria, sino una agrupación de varias Patrias". Eso había escrito Prat de la Riba, el padre del catalanismo moderado, veinte años antes de aquel 6 de octubre. Y en esa fe serían adoctrinados machaconamente los futuros escamots de la Esquerra en las escuelas de la Mancomunitat que el mismo Prat fundara. "Quiero más este revivir de la conciencia catalana que cien leyes de autonomía; quiero más una Cataluña sin ninguna libertad, hablando en catalán y sintiendo en catalán, que eso le traerá la libertad, que una Cataluña con los mayores atributos de soberanía política, pero teniendo amortecida su conciencia nacional". Eso otro anotaba en su Dietario el muy respetable regionalista Francesc Cambó, media hora antes de salir corriendo de Barcelona, cuando a la rediviva conciencia nacional le dio por escupir balas dum-dum contra la fachada de su mansión de la Vía Layetana. Pues de aquellas simientes amorosamente plantadas por la Lliga nació el afán insurreccional que habría de materializarse el Seis de Octubre.

Entonces, llegado el momento de izarse el telón del drama catalán, como siempre ocurre, la grandeza y la miseria humanas comparecerían juntas y cogidas de la mano ante el patio de butacas de la Historia. En un lado del escenario, el eterno oportunismo impúdico de los arribistas, personificado esa vez en el jefe de los Mozos de Escuadra, el comandante Pérez Farrás. Primero, adulador del dictador Primo de Rivera, promotor entusiasta de una agrupación fascista, fanático patriotero hispano, perseguidor incansable de catalanes de cualquier pelaje, enemigo furibundo de las sardanas, fóbico hasta el espasmo nervioso y la convulsión epiléptica ante la mera presencia de una señera. Poco después, y sin solución de continuidad, mano derecha de Macià, revolucionario ejemplar, separatista de firme convicción y generalísimo laureado de la revuelta contra España. En el otro extremo de la tarima, Jaume Compte, el líder de un extraparlamentario Partit Català Proletari. Compte, el maridaje fatal entre la heroicidad y el absurdo, inevitable cuando se camina sobre esa delgada línea que separa lo trágico de lo grotesco. Con la batalla perdida y los cincuenta mil máuseres del Ejército catalán rendidos ya ante trescientos soldados de reemplazo, abochornado por la indignidad de sus escamots y enronquecido de gritarles "¡cobardes!", de pronto exclama: "¡Ahora veréis cómo muere un catalán!".

Luego, se dirige solo a un balcón situado justo enfrente a las baterías de artillería de Batet, y allí se inmola con el pecho horadado por una descarga.

En el centro de la escena e iluminado por todos los focos, Dencàs, consejero de Gobernación de la Generalitat. El independentista feroz que prometiera aplastar con la fuerza hercúlea de su puño al opresor castellano. El Atila que rasgara con una cuchilla de afeitar todos los escudos de la República grabados en los escaños del Congreso correspondientes a la Esquerra. El mismo hombrín que, tras sonar las primeras descargas en la Plaza de San Jaime, corre despavorido a Radio Barcelona para gritar un "¡Viva España!" que la cohorte de orates que lo escolta corea estruendosamente entre aplausos. La sombra grotesca que, más tarde, tras huir por las cloacas, "al salir de la alcantarilla cayó en el arroyo de aguas residuales y fue arrastrado entre los detritus e inmundicias de la ciudad, de donde fue sacado con la natural repugnancia por sus compañeros de fuga", según reporta Angulo. El estómago atiborrado que aún no había tenido tiempo de digerir los restos de la gran bacanal de la secesión concelebrada horas antes. Pues, según testimonia admirado el autor del libro que nos ocupa, "apenas oyeron por la radio el discurso subversivo de Companys lo festejaron con un suculento banquete (…) Hubo champaña, café, buenos cigarros, licores de todas clases (…) Las botellas de cognac, anís, Chartreuse, Pipermint, etc., no aparecían descorchadas, sino rotas por el cuello al estilo de lo que se hace en las películas de apaches, sin consideración del líquido que se desperdicia".

Al fondo, como espectadora muda, la enorme masa sindical encuadrada en la CNT, gran retablo coral de la impotencia crónica del catalanismo político para arraigar entre la clase obrera. Y entre la penumbra de las bambalinas, las muchas sombras que ni el reporterismo a pie de barricada de Angulo ni más tarde el escrutinio sosegado de los historiadores pudieron esclarecer: el móvil que empujaría a Companys a encabezar una aventura loca en la que nunca creyó; la causa de que el propio Companys llegase a confiar en la deslealtad del general Batet hacia el Gobierno de la República en aquel trance; el ignoto papel en la confección del libreto de Azaña, figurante de lujo durante la noche del estreno… Testimonio de lectura obligatoria e inexcusable, estas Diez horas de Estat Catalá de Enrique de Angulo, el que fuera corresponsal de El Debate en Barcelona. Imprescindible para conocer el primer acto de una obra inconclusa que tantos personajes en busca de autor pugnan por culminar hoy.


Enrique de Angulo, Diez horas de Estat Catalá, Madrid, Encuentro, 2005, 219 páginas.

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