Menú
LIBREPENSAMIENTOS

Vivir en un "no lugar"

Al contrario de lo que sostiene la interpretación retorcida y manipuladora del doctrinario nacionalista, lo cierto es que el posicionamiento no-nacionalista (y aun antinacionalista) de la mayoría de los españoles no constituye otra clase de nacionalismo (“nacionalismo español”), sino, por lo común, un vago sentimiento a-nacional. Dicha vivencia no establece tampoco una suerte de conciencia trans-nacional o cosmopolita, sino algo menos ambicioso: una sintomática indolencia ciudadana, así como una profunda crisis de ideas y principios.

Al contrario de lo que sostiene la interpretación retorcida y manipuladora del doctrinario nacionalista, lo cierto es que el posicionamiento no-nacionalista (y aun antinacionalista) de la mayoría de los españoles no constituye otra clase de nacionalismo (“nacionalismo español”), sino, por lo común, un vago sentimiento a-nacional. Dicha vivencia no establece tampoco una suerte de conciencia trans-nacional o cosmopolita, sino algo menos ambicioso: una sintomática indolencia ciudadana, así como una profunda crisis de ideas y principios.
La despreocupación de los ciudadanos por la cosa pública y la crisis de identidad no marchan independientemente. Ambos síntomas suelen ir acompañados de notorias desorientaciones geopolíticas, desconocimientos históricos y prejuicios ideológicos. El liberalismo acaso no se ha preocupado lo suficiente por la relevancia de este hecho, permitiendo de esta forma que toda una constelación de comunitarismos, nacionalismos y socialismos se hayan apropiado de estas categorías y áreas de acción humana, sin más contemplaciones.
 
Aclaremos, pues, conceptos y magnitudes teóricas. Aludir a la “cosa pública” significa remitirse a ese ámbito de la vida en el que nos encontramos con los otros humanos, un espacio abierto de concurrencia caracterizado orteguianamente como “vida en común” pero que el prontuario progresista gusta designar como “esfera pública”, o espacio de actuación ciudadana y cívica, y que de una forma más clásica se conoce como sociabilidad o praxis política. Con el término “identidad” significamos el sentimiento de pertenencia a un determinado lugar o espacio de acción en el que los hombres nos desenvolvemos; quiere decirse, no designa tanto un sitio en el que nos encerramos o aislamos, sino en el que nos situamos, conformando así la perspectiva particular de nuestro horizonte vital, a fin de poseerlo plenamente y de extenderlo. Identificarnos con un entorno vital permite, entonces, más que atarnos a un lugar, actuar libremente; vale decir, de manera lo más desenvuelta posible.
 
Las dudas y los desconciertos evidenciados respecto de estos asuntos tienen una precisa traducción en las querellas actuales sobre el ordenamiento constitucional y la dubitativa respuesta ciudadana de cara a la integración nacional. También revelan problemas de convivencia. En España –también en Europa– los ciudadanos despliegan los sentimientos de ciudadanía e identidad entre dos extremosidades: el fanatismo nacionalista, etnicista y excluyente, desintegrador y secesionista, y la apatía y el despiste acerca de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos.
 
Detalle de "Los amantes", de Magritte (1928).Para unos, para el integrismo localista, la nación –su nación– es lo primero y lo único que cuenta; no importa que para organizar la finca haya que desbaratar el entorno y alterar la convivencia. Para los otros, con el actual presidente del Gobierno español a la cabeza, es decir, para los descolocados y afectados por una especie de síndrome de deslocalización que sí constituye un problema nacional, no se sabe muy bien lo que es una nación ni para qué sirve, ni si vale la pena luchar por defenderla. Ciertamente, en este sentido, José Luis Rodríguez no es nacionalista, como tampoco lo son los españoles en su mayoría, incluidos aquellos a quienes sí les importa la nación.
 
En lo concerniente a la cuestión nacional, el “no sabe, no contesta” prima hoy en la sociedad española sobre otros estados de opinión y sentimiento. La propensión a la abstención general y la anestesia colectiva afectan no sólo a la gente corriente, también a quienes presumiblemente representan las esferas del saber y el conocimiento, aquella clase de individuos que antaño pasaba por constituir la elite intelectual de la sociedad y que hoy se ha visto reducida al desprestigiado estatuto de comité de “sabios o expertos” al servicio del Gobierno.
 
Diríase que el español de nuestro tiempo, siguiendo el patrón de conducta del hombre contemporáneo, prefiere, en vez de ubicarse, descolocarse o estar ilocalizado, más que nada para dimitir de sí mismo. Prefiere el anonimato a la identificación y llega a ser persuadido de que los nombres son tan inútiles como las fórmulas protocolarias. Actúa, en fin, como si nada alrededor pasara o le afectara, como si habitara en un “no lugar” (Marc Augé).
 
Maneras corrientes de sortear la propia circunstancia o destino son el evadirse y el abandonarse en grupos anónimos que viajan y navegan sin rumbo fijo. Como el turista o el internauta compulsivo. El tsunami que arrasa las islas de coral en los mares del sur no altera las vacaciones del más arrojado turista, porque él se encuentra en un “no lugar”. La opinión pública se construye con mensajes cortos y titulares de informativos televisivos que literalmente vuelan sobre nuestras cabezas, vía satélite o en plan wi-fi. La necesidad de comunicación se colma con un chat a través del Messenger, sin papeles y bajo pseudónimo. En plena “sociedad de la comunicación”, uno se siente poderoso ante la pantalla del ordenador, persuadido de abracarlo todo, porque “todo está en Internet”. O sea, en cualquier sitio y en ninguno al mismo tiempo.
 
“A partir de ahora, el hombre tiene lugar sin que el lugar pueda pretender ejercer sobre él la más mínima influencia”. Esto escribe Alain Finkielkraut en La humanidad perdida. Ensayo sobre el siglo XX. Para el filósofo francés, compañero de generación de Bernard Henry-Levi y André Glucksmann, a la hora de hacer balance del siglo pasado dos iconos cobran especial relevancia significativa, hasta el punto de convertirse en retratos de una era fluctuante: justamente, el turista y el cibernauta. Lamentablemente, la era de la globalización y la modernización de las sociedades no ha consagrado la plasmación de un hombre más libre y más universalista, sino, todo lo más, la de un ser “angélico, ajeno como los ángeles a las penalidades de la vida en la Tierra y al orden de la encarnación, dotado como ellos del don de la ubicuidad y del de la ingravidez”.
 
El no-pensamiento vigente anhela en nuestros días un mundo sin fronteras, pero no por estar persuadido de las bondades del libre tránsito de personas y bienes, sino porque así cree construir literalmente la utopía. Lo curioso es que en este punto convergen los nacionalistas y los a-nacionales. El nacionalista anhela vivir en un paraíso perdido, que, en cualquier caso, no existe. El a-nacional es capaz de vivir donde sea, y le da igual vivir en un no lugar, en una ciudad sin nombre, en régimen de propiedad o alquiler, en un edifico en restauración o en una nación en reformas. Nadie vive en lugar de otros o en un “no lugar”. Así, meramente se transita sin rumbo ni destino. No hay verdadera travesía ni viaje sin una Ítaca.
0
comentarios