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CIVILIZACIÓN

Verdades y mentiras

El gobierno turco se siente ofendido. El Comité de Relaciones Exteriores del Congreso norteamericano declaró que la matanza de más de un millón y medio de armenios ocurrida entre 1915 y 1917 fue un genocidio.

El gobierno turco se siente ofendido. El Comité de Relaciones Exteriores del Congreso norteamericano declaró que la matanza de más de un millón y medio de armenios ocurrida entre 1915 y 1917 fue un genocidio.
Los gobernantes turcos no discuten que la matanza ocurrió. Lo que no aceptan es que fuera un genocidio. Fue, según ellos, una lamentable consecuencia de la Primera Guerra Mundial. No los exterminaron, dicen en voz baja, por armenios, sino por separatistas y traidores. En aquellos años Armenia formaba parte del Imperio Otomano.

La distinción es absurda. Fue un genocidio porque se trató de una limpieza étnica, como se comenzó a denominar hace unos años a esas matanzas, cuando serbios y croatas dieron en entrematarse en la antigua Yugoslavia. Pero lo interesante del debate no es esa discusión semántica (y jurídica), sino la conflictiva relación con la verdad que tienen la mayor parte de los gobiernos y las entidades poderosas. Hay verdades que no quieren admitir, ni siquiera cuando –como en este caso– ha pasado un siglo. Objetivamente, cien años después de aquella atroz carnicería, ¿qué importancia tiene que el gobierno turco acepte que asesinar a millón y medio de personas de origen armenio fue una barbaridad y pida excusas pública y humildemente?

Hace pocos años, Estados Unidos pidió perdón por haber internado durante la II Guerra Mundial a los americanos de origen japonés en campos de concentración. Antes lo había hecho por la esclavitud de los negros y por haber masacrado a los indios, despojarlos de sus tierras e incumplir casi todos los tratados que había firmado con ellos. Los papas, cada cierto tiempo, bajan la cabeza y reconocen que el Santo Tribunal de la Inquisición fue una cruel salvajada, de la que hoy los católicos se avergüenzan. Una de las páginas más hermosas de la transición chilena fue cuando el presidente democrático Patricio Aylwin pidió perdón a sus compatriotas por los excesos cometidos por el Estado durante la dictadura militar.

Daniel Ortega.Fue ésta, sin embargo, una honrosa excepción. Los latinoamericanos, como los turcos, no suelen pedir perdón. Los gobiernos de derecha, que han cometido graves atropellos contra las minorías étnicas desde que se constituyeron las repúblicas, prefieren no hablar del tema. Las dictaduras de izquierda tampoco. En Nicaragua, los indios misquitos y ramas llevan más de 20 años esperando que Daniel Ortega les pida perdón por las matanzas que los sandinistas llevaron a cabo en los años ochenta. Los cubanos, todavía bajo el impacto de la muerte por hambre y sed de un joven preso político, volvieron a asombrarse cuando leyeron, hace unos días, un texto de Fidel Castro en el que éste aseguraba que su gobierno no torturaba ni asesinaba. Parece que había olvidado, entre otros muchos crímenes, cómo el 13 de julio de 1994 su policía política ahogó deliberadamente a 41 personas que intentaban huir de la isla en un bote, muchas de ellas niños y mujeres.

Las dos palabras mágicas de cualquier idioma son éstas: "Lo siento". Ese es el abracadabra de las relaciones personales e internacionales. Ahí comienzan a sanar las llagas, y el agraviado percibe el inicio de su recuperación emocional: recobra algo de su disminuida dignidad.

Si hay algo peor que cometer una injusticia es la contumaz negación de haberlo hecho. Cuando los historiadores revisionistas niegan el holocausto judío no sólo cometen una estupidez intelectual: ofenden a las víctimas y a sus descendientes, reabren las heridas y provocan un profundo malestar en las personas ofendidas.

Los seres humanos están hechos para la justicia, la verdad y la coherencia. Hay biólogos que postulan la existencia de un gen moral. Se sabe que los primates superiores resienten la entrega de recompensas diferentes a miembros del grupo que han tenido comportamientos similares. Cuando mentimos, o cuando simulamos emociones que no sentimos, el cuerpo se rebela con varias reacciones enérgicas: nos sudan las manos y las axilas, el corazón se acelera, cambian la coloración de la piel, el tono de la voz y la intensidad de la salivación. Algunos científicos sociales sospechan que esa disonancia entre lo que se cree y lo que se manifiesta es el origen de muchas neurosis graves.

"Sólo la verdad os hará libres", dijo San Juan en su evangelio (cap. 8, versículo 32). Le faltó agregar que también nos da estabilidad emocional.
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