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ECONOMÍA

Una solución de mercado para la agricultura

La última manifestación de los agricultores por las calles madrileñas tenía un objetivo fundamental: evitar el desmantelamiento del campo mediante el pago de "precios justos" para los productos agrarios.

La última manifestación de los agricultores por las calles madrileñas tenía un objetivo fundamental: evitar el desmantelamiento del campo mediante el pago de "precios justos" para los productos agrarios.
No queda demasiado claro qué es eso de la justicia, aplicado a los precios, ni cómo alcanzarla desde las instancias oficiales. ¿Es justo el precio que permite que todos los consumidores, incluso los más desinteresados, se puedan permitir adquirir un bien? ¿Es justo el precio que remunera a todos los productores, incluso a los más ineficientes? ¿Es justo un precio arbitrario comprendido entre las dos anteriores arbitrariedades?

Cabe la posibilidad de que la ciencia económica no haya avanzado lo suficiente como para saber cuál es el precio justo de una patata o de una naranja, o también puede que semejante categoría quede fuera del reino de los tubérculos y de los cítricos.

No veo, de hecho, qué tiene de injusto el precio que los agricultores rechazan con ferocidad: el libremente pactado por compradores y vendedores. Se me antoja razonable tanto que un vendedor no pueda obligar a un comprador a que adquiera su mercancía si es que encuentra otra más barata, como que un comprador no puede obligar a un vendedor a que le venda su mercancía si éste encuentra otro que esté dispuesto a pagársela más cara. Pero muchos agricultores parecen no estar de acuerdo con este sencillo razonamiento, tal vez por encontrarse del interesado lado de los vendedores. Así, consideran que sólo es justo aquel precio que les permite ganar dinero haciendo exactamente aquello que venían haciendo desde antaño, sin necesidad alguna de preguntarse si, como dijera Dylan, las cosas han cambiado y, tal vez, sea necesario adaptarse al Zeitgeist.

Y es que el problema más inmediato del campo es que existe un exceso de capacidad, esto es, se produce una cantidad demasiado grande de mercancía, que sólo puede venderse a unos precios que no compensan. Por tanto, o reducen costes –lo cual, debido a ciertas características del campo español, como la extensión del minifundismo, no es algo que pueda solucionarse inmediatamente–, o muchos productores habrán de echar el cierre. El mercado soluciona siempre los excesos de capacidad de la misma forma: si los consumidores sólo están dispuestos a pagar por un producto un precio inferior a lo que cuesta producirlo, es que hay que reducir la oferta del mismo.

Hablamos de un ajuste sin duda traumático para muchas personas que no han desarrollado otras actividades en su vida y que probablemente les resultaría más llevadero si en lugar de expulsar del mercado agrario a productores enteros se pusieran de acuerdo entre ellos para repartirse los recortes en la producción en los distintos mercados territoriales.

Cuando en un sector económico existe un exceso de capacidad, las empresas tienen dos opciones: iniciar una guerra de desgaste, para ver cuál aguanta más vendiendo a pérdida, o, por el contrario, firmar un armisticio y colaborar entre ellas para acordar reducciones en la producción que eleven el precio de mercado. En otras palabras, tienen la opción de destruirse mutuamente o formar un cártel.

Sí, he mencionado una palabra tabú: cártel. Los cárteles son acuerdos empresariales por los que dos o más empresas pactan, bien los precios a los que venden sus mercancías, bien la cantidad de productos que llevan al mercado. Y, a diferencia de lo que asume el pensamiento convencional, no se dirigen necesariamente a explotar a los consumidores para lograr beneficios extraordinarios. En muchos casos, un cártel puede ir simplemente dirigido a racionalizar un sector en el que ha aparecido un exceso permanente de capacidad (por ejemplo, por un cambio súbito de gustos que lo ha dejado desprovisto de parte de su demanda tradicional) y en el que, por tanto, todos o casi todos los productores están vendiendo por debajo de coste.

Mediante un cártel, los empresarios pueden estabilizar la oferta de una mercancía para así asegurarse de que cubren costes y, al mismo tiempo, reducir la incertidumbre sobre cuál será la evolución futura de sus precios. En lugar de padecer una fuerte volatilidad de precios derivada de una feroz competencia empresarial por ganar cuota de mercado, con la estabilidad de precios los empresarios pueden realizar más fácilmente sus cálculos a largo plazo y optar por realizar inversiones que reduzcan sus costes y que mejoren su rentabilidad.

El mercado agrario español y europeo necesita un cártel. De hecho, la PAC –en sus distintas fases– ha sido un intento de constituir un cártel público –de ahí que, por ejemplo, se hayan destruido los excesos de producción que deprimieran los precios–, pero como tal limitaba la libertad de entrada en el mercado, lo que provocaba que los agricultores no sintieran la presión competitiva de empresarios ajenos al cártel. Y sin competencia externa el agricultor deja de ser miembro de un cártel privado para convertirse en un rentista estatal: ni innovaciones, ni ajustes internos, ni nada que se parezca a un cambio en el modelo de negocio.

La PAC ha sido un intento fallido de constituir un cártel en el sector agrario –fallido porque beneficia a corto y a largo plazo a sus miembros a costa de los consumidores–, pero un cártel privado no tendría por qué serlo. Pudiendo asignarse a sí mismos cuotas de producción de acuerdo con la demanda anual, los agricultores podrían seguir compitiendo en costes y en calidades. Seguiría habiendo incentivos a la innovación y a la mejora de la competitividad, en especial por la fuerte competencia que representarían los productores extranjeros; una competencia foránea que, incluso, podría resultar insuperable para un cártel de carácter nacional. Sin embargo, esa fórmula es, en realidad, una de las pocas alternativas que les quedan para tratar de prosperar sin desmantelar a los consumidores y a los contribuyentes.

Pero, ¡ah!, el artículo 1 de nuestra Ley de Defensa de la Competencia dice: "Se prohíbe todo acuerdo, decisión o recomendación colectiva, o práctica concertada o conscientemente paralela, que tenga por objeto (...) a) la fijación, de forma directa o indirecta, de precios o de otras condiciones comerciales o de servicio, b) la limitación o el control de la producción, la distribución, el desarrollo técnico o las inversiones, c) el reparto del mercado o de las fuentes de aprovisionamiento...". Jarro de agua fría. Si nuestros políticos dicen que así se defiende la competencia, será verdad. Propuesta zanjada y que prosiga la PAC, que por lo visto es el único cártel agrario aceptable para nuestras autoridades.
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