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AL MICROSCOPIO

Una hambruna muy ecologista

Dicen los ecologistas que están por esa cosa tan indefinida que ellos llaman “desarrollo sostenible”. De hecho, ahora andan pavoneándose después del despilfarro mundial de la cumbre de Johannesburgo y la autoatribuida victoria (que no es tal) del cierre de la central de Zorita.

Está claro cuál es su concepto de “desarrollo”: en España, regresar a las cavernas de los molinos de viento y la vida dependiente de la luz del sol, en lugar de crecer energéticamente por la vía de la fuente de más limpia y segura que conocemos. ¿Alguien puede hacer la cuenta de cuántos hombres y mujeres han muerto en el mundo por culpa de un accidente nuclear, comparada con la de tantos que se ha dejado la vida en una mina de carbón, sin ir más lejos?

En el mundo pobre, “desarrollo” es, para los ecologistas, sinónimo de hambre. Los pueblos han de pasar hambre para crecer según el manual del perfecto “partido verde”. No de otra manera puede interpretarse la continua obsesión de ciertos grupos de supuesta defensa del medio ambiente por cargarse todo lo que suene a modificación genética de los alimentos. Una obsesión que, si hasta hace poco sólo era una anécdota más a añadir a la lista de estulticias científicas, a partir de ahora puede convertirse en algo un poco más grave: puede costar vidas humanas.

Y es que, asesorados por gurúes ecologistas, muchos gobiernos africanos llevan años poniendo trabas a la introducción de semillas genéticamente modificadas en los cultivos de su país. El transgénico es el nuevo demonio de estos prebostes animistas, temerosos de la ciencia hasta el punto de permitir que su población muera de hambre antes de renunciar al todopoderoso postulado del “desarrollo sostenible”.

Lo ha dicho recientemente el clarividente Lewis Mwanawasa, presidente de Zambia: “el mero hecho de que estemos hambrientos no es justificación para que demos veneno a nuestros ciudadanos”. Entre sus ciudadanos hay parte de la legión de 14 millones de personas repartidas por Zambia, Zimbawe, Namibia y Botswana en inminente peligro de muerte por malnutrición a causa de la terrible sequía que asola a África austral. No hay constancia de que Mwanawasa esté desnutrido.

El Programa Mundial de Alimentos de la ONU y la Organización Mundial de la Salud han hecho denodados esfuerzos para introducir toneladas de granos de cereal transgénico junto a otras especies no modificadas que pueden molerse en el país perceptor de la ayuda y servir de fuente de alimentación sana y segura. El primer paso no es, ni siquiera, cultivar estas semillas en los países afectados. Se trata, simplemente, de algo tan básico como dar de comer al hambriento.

Pero a las autoridades agrícolas de dichos estados en situación de emergencia les ha dado por rechazar la ayuda transgénica y pararse a contemplar cómo la hambruna hace estragos. Los de Greenpeace estarán encantados. Sólo el presidente de Zimbawe ha aceptado la donación, después de duras presiones, pero la ha puesto en cuarentena antes de decidir qué hacer con ella. Una cuarentena, por cierto, tras la que no sería raro que se quedara la mitad de la carga por el camino. Porque, como todo el mundo sabe, los productos transgénicos tienen la virtud de no provocar ningún daño si sirven de menú a las familias de los acólitos del régimen.

He aquí, pues, la trinidad perfecta: unas gotas de ignorancia científica, grandes dosis de manipulación ecologista y un poquito de corrupción para que los de siempre, y como siempre, se sigan muriendo de hambre.

Las claves de este dislate son increíblemente sencillas. A la población africana se le ha hecho pensar que los organismos modificados genéticamente son peligrosos para la salud. Se basan los activistas ecologistas para ello en algunos casos de alergia detectados en Estados Unidos en personas sanas que consumieron productos con componentes transgénicos. Es decir que, ante el temor a que una parte pequeña de la población pueda sufrir una reacción alérgica, mejor que todos los demás se mueran de hambre. Parece lógico. Tanto que no puede ser cierto. Porque los auténticos motivos que provocan esta absurda situación son muy distintos: los agricultores africanos temen que la Unión Europea deje de ser un socio comercial estable si sus productos no pueden garantizar que están libres de trangénicos.

Y es que los civilizadísimos europeos también hemos caído en la trampa ecologista de los genes. En Europa sigue existiendo una moratoria sobre ciertos cultivos modificados que, no sólo impide el desarrollo de un sector importante de nuestra agricultura, sino que esclaviza a los productores africanos obligados a cultivar mercancía tradicional en una tierra yerma y desolada.

Como ruido de fondo aparecen los eslóganes verdes contra la transgénesis, emitidos, eso sí, desde confortables despachos de Bruselas. No es necesario recordar que el uso de semillas genéticamente modificadas para resistir sequías o plagas podría aliviar la situación de una región en la que ha descendido la producción agrícola en un 57 por 100 desde 2001 y en un 67 por 100 desde 2000.

¿Qué tipo de desarrollo puede llamarse sostenible si no es capaz de sostener el pan diario de los ciudadanos menos favorecidos? Pues el desarrollo de la energía alternativa y la alimentación biológica que proponen algunos defensores de los animales.

Queda la duda sobre si los ecologistas también se negarán a que se investigue con semillas transgénicas capaces de producir cereales sin gluten, como las que ya está diseñando la empresa Monsanto. El gluten es causante de que una de cada 250 personas nacidas en el mundo desarrollado padezca enfermedad celíaca, una intolerancia que tiene graves repercusiones para la salud. En occidente, se puede llevar una vida absolutamente normal sin consumir gluten, pero en el Tercer Mundo las cosas son más complicadas. ¿Se opondrán también a este avance?

Sean optimistas, tengamos la esperanza de que caiga algún libro de ciencia en las estanterías de los ecologistas radicales y, para colmo, se lo lean.

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