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Tierra Santa y maldita

Éste es el cuaderno de campo de un hombre dedicado a la cooperación humanitaria internacional. La profesión ya nos previene y nos coloca en posición de defensa, porque –salvo contadas excepciones, que la mayoría de las veces visten hábito– es dedicación trufada de famosuelos de los de foto con negritos y de progres de los de dedo acusador apuntado, siempre, hacia Occidente. Y aunque desde el principio advierto de que Raich fue coautor de No a la guerra (RBA, 2003), hay que apreciar que no leemos a uno de ésos que han estado en los lugares de los que hablan sólo el tiempo imprescindible para hacerse la foto junto a la camilla empapada de sangre.

Ha de considerarse, por otro lado, que el autor es un profesional de la ayuda humanitaria que ha expuesto sus críticas contra ese modelo contraproducente de cooperación basado en arrojar cubos de comida a los que están en el pozo en lugar de lanzarles una escalera para que ellos solitos suban. Tampoco hemos de ver un defensor a ultranza del Estado palestino en quien ha proclamado que, tal vez, lo mejor para el pueblo palestino sea la caída de las organizaciones que supuestamente les representan y la toma por el Estado de Israel del control político sobre la totalidad del territorio, de modo que se vea en la necesidad y en la obligación de considerar y de tratar a todos sus habitantes como ciudadanos.

Hechas las prevenciones sobre el autor, pasemos a su colección de estampas.

Todos tenemos una opinión formada sobre el llamado "conflicto palestino", y la mayoría se siente incluso capaz de formular soluciones definitivas para el problema. Pero acaso la sobreinformación que padecemos, por lo general filtrada y convenientemente aderezada, sea el ramaje que nos impida ver el bosque. El autor, aunque muestre sus debilidades, trata –y creo que su esfuerzo es sincero– de ofrecer una información cercana, intenta que catemos el pan de cada día para concluir, como él, que no hay negros y blancos sino matices del gris a ambos lados de la linde.

Ante nosotros desfilan el árabe católico que admira la eficiencia del Estado que ocupó las tierras de sus mayores; el padre de familia que vive en el Golán, en territorio de tres países, sin ser ciudadano de ninguno; los mártires que nos observan desde los grafitis que los glorifican; dirigentes palestinos empeñados en perpetuar el "cuanto peor, mejor"; palestinos que trabajan en la construcción del muro; el Hebrón dividido por el odio; el Mar Muerto lleno de rusos flotantes; ultraortodoxos intolerantes hasta con el Estado que garantiza su supervivencia; Sderot y su diaria lluvia de cohetes; el superviviente de Auschwitz que dejó de pensar en el pasado; el bebé disfrazado de suicida, con un falso cinturón explosivo… Anécdotas banales, grandes ocasiones, acontecimientos trágicos y escenas costumbristas contribuyen a describirnos la contradicción permanente en que se vive. Casi todas las escenas posibles en una tierra donde puedes ir a la guerra por la mañana y a la ópera por la tarde, un escenario donde dos pueblos que parecen ignorarse, a la vez se hacen la guerra en cuanto les diferencia y cooperan en cuanto les conviene. Y controles. Por todos sitios controles militares. Y colas. Colas interminables para cualquier papeleo. Y un perpetuo caos de tráfico que coloca a esta tierra, en materia de mal conducir, incluso por encima del mismísimo Pakistán.

La prosa no es fatua ni mesiánica (dado el lugar, no me negarán que el calificativo viene de molde), como no lo es el autor. Salvando todas las distancias que ustedes quieran, veo a Raich en el papel de un Chaves Nogales contando una guerra que no acaba. Sin el nivel literario del sevillano, opera con similar escepticismo ante la conducta de sus congéneres. Cuando le vemos al volante por el Neguev, recordamos a Lawrence de Arabia por esos wadis y quebradas.

Es cierto que el autor, aun mostrando cierta debilidad por los palestinos (no por sus dirigentes, hacia los que exhibe patente desprecio), no considera a Israel "ajeno a la causa de los pueblos" (tras su reciente tránsito, no podría dejar de citar una frase del admirado Vázquez Rial). Sabe y afirma que cuanto más y más de cerca conoces la situación, más inseguro te has de sentir de tus conclusiones. Incapaz de aprehender la Verdad, se conforma con relatarnos escenas a partir de las cuales sus lectores podamos formarnos una opinión acaso más certera que la de quien vive en el magma.

"No me cabe duda de que los conflictos no se resuelven con la violencia, pero ello no significa que el diálogo sea la solución", dice. Tras la enigmática frase, confirmamos que el autor es el primero que se contradice: un ateo que, tomando el sol junto al mar de Galilea, acaba creyendo ver a Jesús caminar sobre sus aguas (no me cabe duda de que lo deseaba). Un director de ayuda humanitaria que reconoce los efectos perversos de ésta tal y como está concebida. Un hombre escéptico, incapaz de abarcar una realidad que conoce bien y que, resuelto a no administrarnos un libro de doctrina, se limita a mostrarnos su álbum de fotos. Cual hiciera Azorín con tantos pueblos y hombres de España, su lectura nos ayuda a entender el ser de unos pueblos y de una Tierra que muchos dicen Santa y que otros no tienen más remedio que llamar maldita.

Antes de marcharse nos deja una conclusión: los llamados "palestinos" son un pueblo ingobernable. Individualistas y anárquicos, cada uno va a lo suyo y resultan incapaces de formar una sociedad civil digna de tal nombre. Tanto es así, que son menos víctimas del Estado que fragmenta sus pueblos que de los dirigentes que no les representan. Dispuestos a matarse entre sí tanto como con los israelíes.

Una buena muestra del caos de Tierra Santa, que sirve de aderezo y complemento a los centenares de libros que, desde estrados más sesudos, diagnostican el problema y recetan la solución. Tras la lectura de este libro, uno podrá seguir considerando buenos a unos o a otros, o tal vez malos a todos, pero al menos tendrá una información de campo que le permitirá apearse de los titulares de la prensa –progresista, propalestina, antijudía y antioccidental en su apabullante mayoría– y acercarse a una interpretación más próxima a la realidad de Israel y de sus habitantes. Tal vez el responsable de redacción de la revista que tiene entre sus manos nos ofrezca algún día su propia serie de escenas cotidianas de esas tierras y de aquellos pueblos.

Jordi Raich, El caos sostenible, Península, Barcelona, 2012, 205 páginas.

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