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LIBREPENSAMIENTOS

Un Ortega desde dentro

El 18 de octubre de 1955 fallece en Madrid José Ortega y Gasset. Se cumple ahora el cincuentenario de su muerte. Nos hallamos ante un hecho especialmente señalado, ante una circunstancia que no puede pasar desapercibida en el panorama cultural español. No nos lo podemos permitir.

El 18 de octubre de 1955 fallece en Madrid José Ortega y Gasset. Se cumple ahora el cincuentenario de su muerte. Nos hallamos ante un hecho especialmente señalado, ante una circunstancia que no puede pasar desapercibida en el panorama cultural español. No nos lo podemos permitir.
Ortega y Gasset.
La obra de Ortega es un lujo que acaso no nos merezcamos. Su personalidad, una presencia fenomenal que a muchos abruma. España no ha tratado nunca bien a sus mejores hombres. Tal vez le abata la excelencia. Por todo ello, le echamos de menos.
 
Aquel 18 de octubre de hace cincuenta años, a la once de la mañana, Ortega cumple su último acto vital en el mundo y ante los hombres. No muere solo, como los grandes personajes viven y meditan, sino en grata y reducida compañía: la familia y un reducido grupo de amigos le acompañan en el trance hacia la eternidad, allí de donde venimos y a donde vamos. Los medios de la época pasan de puntillas por el acontecimiento singular. Al día siguiente del fallecimiento de nuestro filósofo número uno los medios consideran, calculan, la manera de afrontar la noticia. Hace pocos años que Ortega ha vuelto a su patria para completar el destino del hombre y del pensador, y poder así, aquí, morir en paz.
 
Sólo cumpliéndose dicha condición, en este paisaje después de la batalla, puede una estrella errante, como él, proclamar contento: "Misión cumplida, a pesar de todo". Acaso también vuelve Ortega a Madrid con la confianza de encontrar un definitivo, y ya demasiado aplazado, reconocimiento público, un último acto resonante y ejemplar, que le conforte de pretéritos silencios e incomprensiones, de mezquinos olvidos y de turbios resentimientos. El último hurra. La noticia del óbito aparece, con todo, en primera página de los periódicos, y no tanto por convicción y sentimiento, sino porque no puede silenciarse un eclipse solar.
 
Sin sorpresa, la incontestable relevancia de la obra y la persona se experimenta en su propio país como un caso abierto, como una situación controvertible que sigue produciendo división de opiniones. El filósofo Ortega, fiel seguidor del espíritu de los antiguos, siempre prefirió cultivar las ideas y el conocimiento antes que las creencias, los doctrinarismos, las ideíllas y las ideologías. Pero su lección magistral no ha sido plenamente escuchada ni aprendida. En consecuencia, en España, sus compatriotas continúan peleándose en el teatro de las opiniones y las murmuraciones, llegando a veces incluso a algo más.
 
¿Qué hacer con Ortega? Enorme problema nacional de una nación que no ha acabado de creer en sí misma. Y es que una nación se construye, también y sobre todo, con amplias ideas y con grandes hombres. Ortega compone una obra de alcance universal, pero enraizada en la realidad española: he aquí una circunstancia de la que nunca dimitió. He aquí, asimismo, un compromiso trágico, que no ignora, ni puede eludir: uno no se puede salvar sin la otra, y viceversa. No vacila, pues, a la hora de ponerse en marcha, aunque no se engaña a sí mismo, pues esto supondría el mayor error que puede cometer un filósofo.
 
Ortega sabe que sabe y que será fiel a su plan de navegación, mal que les pese a muchos. Tiene presente en todo momento que esto le pasa (la vida, nos dice, es todo lo que nos pasa) en un espacio, si no hostil, sí, sin duda, receloso. El filósofo Ortega transita y cavila in partibus infidelium. En España pesa mucho la Leyenda que sostiene que el nuestro es un país de artistas y escritores, de místicos e iluminados, no hecho para aventuras intelectuales, filosóficas y científicas: ¡que piensen otros!
 
Es España nación de pasión más que de razón. Y este contratiempo muchos hasta lo celebran. No sólo se congratulan de ello, sino que se sienten orgullosos por ello. A Ortega, autor de un pensamiento jovial, jupiterino, jubiloso, este hado (¿predestinación?) no le hace ninguna gracia. Lo siente como un cuento de hadas.
 
Muere Ortega en una España todavía gris. ¿Y a quién le preocupa? Las grandes naciones se reúnen ante los grandes hombres y mutuamente hacen posible la grandeza. Lo que ha estado unido en vida, la muerte no puede separarlo. Sin embargo, ante el cuerpo yacente de Ortega todos son cuchicheos y palabras en voz baja.
 
Para la izquierda política y social, su imagen representa lo que más detesta en su fuero interno y sectario: el liberalismo; los valores de la tradición y la historia por delante del mecánico progreso, la neta memoria y el abracadabrante utopismo; la excelencia, el elitismo y la aristocracia cultural; la razón vital no racionalista; el individualismo y el egoísmo bien entendidos; el ser espíritu libre ingobernable e indomable, indócil a las camarillas y renuente a las camaraderías. Para la izquierda, Ortega no es uno de los suyos, y eso es motivo suficiente para su exclusión y aun más: para la burla y el descrédito.
 
Las derechas, por su parte, se guardan y se resienten de Ortega, entre otras, por bastantes de estas mismas reservas de las izquierdas. Tampoco lo tienen como uno de los suyos, una persona de fiar, como Dios manda. El laicismo que practicó –y supuso una voluntad de vivir "acatólicamente" con respeto a las creencias religiosas de los demás–, su republicanismo transitorio y el radicalismo de sus ideas filosóficas, que para éstas no fueron jamás suficientes y para aquéllas eran demasiado, mucho más de lo aceptable. ¿Qué les inquieta, por encima de todo, en las exequias de Ortega? Pregonar que Ortega había muerto cristianamente. Sólo de esta forma puede ser perdonado y regenerado. Para quienes jamás pierden la esperanza de convertir a Ortega, nunca es demasiado tarde.
 
Revolucionar a Ortega. Regenerar a Ortega. Convertir a Ortega. Salvar a Ortega. No es una desgracia de aquellos tiempos sino de todos los tiempos el que los pequeños quieran marcar la pauta a los grandes, que el minister (la política) aspire a mandar sobre el magister (la cultura y el pensamiento), que el discípulo diga al maestro lo que tiene que decir y hacer, y si no es rechazado y denigrado. Pasa esto, es decir, la rebelión de las masas, cuando en un país está ausente la noción de reconocimiento intelectual y de respeto moral, bien entendidos. Esto nos pasa por no valorar lo que tenemos, no porque sea nuestro, sino por lo que contiene de valioso. Esto ocurre cuando declina la idea de valor.
 
Ortega produce un pensamiento riguroso y magnífico, y, por si esto fuera poco, lo compone con una escritura elegante. Leer a Ortega constituye una experiencia intelectual única, que cultiva el espíritu y hace extender los umbrales de la inteligencia. Y, para mayor mérito, sus páginas se recorren con gozo y sumo agrado. Y además, en un español preciso y exuberante.
 
Para bien y para mal, Ortega fue un pensador único. Lo cual significa que a menudo se le ha dejado solo. En correspondencia, tras su muerte, deja el pensamiento español huérfano. Dice de sí mismo, con falsa modestia (los grandes nunca pueden ser falsos ni modestos), que él no era más que un "aristócrata en la plazuela", resumiendo así su vocación de filósofo que, sin concesiones y manteniendo el tipo y la dignidad, se lanza a la tribuna de la vida pública con afán de hacerse oír y entender. Pero, ay, para el igualitarismo contumaz eso de la aristocracia es un handicap insalvable, y al sectarismo de tarima y poltrona eso de la plazuela se le antoja un demérito incompatible con el currículo y el boletín oficial.
 
En 1932, a propósito del primer centenario de la muerte de Goethe, Ortega es solicitado por un amigo alemán para escribir un texto de homenaje al gran poeta. Ortega responde con su escrito Pidiendo un Goethe desde dentro. Allí dice que no está para homenajes y que son los propios alemanes los llamados a reavivar al maestro y ponerlo en su sitio. Pues bien, he aquí la misión pareja de los españoles en esta hora de conmemoración de la muerte de nuestro primer filósofo: pedir un Ortega desde dentro, desde el corazón y la razón. Lo cual significa pedírnoslo a nosotros mismos, pues de nadie más puede venir nuestra salvación.
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