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ECONOMÍA

Un nuevo consenso contra la ciencia

Durante años, la inmensa mayoría de economistas vivía instalada en el cómodo confort del consenso científico. Dado que poco más o menos todos se reían las gracias entre sí, ninguno cuestionaba total o parcialmente la sabiduría convencional, que tan útil les resultaba para evitarse el cansino ejercicio de pensar.

Durante años, la inmensa mayoría de economistas vivía instalada en el cómodo confort del consenso científico. Dado que poco más o menos todos se reían las gracias entre sí, ninguno cuestionaba total o parcialmente la sabiduría convencional, que tan útil les resultaba para evitarse el cansino ejercicio de pensar.
Ya podía la Escuela Austriaca disponer de una teoría monetaria, de una teoría del capital o de una teoría del ciclo económico muy superior a las restantes, que era sistemáticamente ignorada con el argumento de que quedaba fuera del consenso de la comunidad científica. Era una manera sencilla de evitarse entrar en el debate: si todos comulgamos con lo mismo, será que todos tenemos razón y, por tanto, que los díscolos y heterodoxos no merecen consideración alguna.

Por supuesto, eso no impedía que el consenso tuviera los pies de barro y fuera fruto de un error colectivo (supongo que la memética algo tendrá que decir al respecto), pero a quienes se escudaban en él les servía para ir medrando social y económicamente.

Nada ha hecho tanto como la actual crisis económica para demostrar que tal consenso no tenía base sólida alguna y que los presupuestos de la macroeconomía moderna deben ser reconsiderados por completo. Al fin y al cabo, la época que muchos cantaron como paradigmática, La Era de la Gran Moderación, los años de Greenspan, se reveló simple y llanamente como un período en el que se gestó una de mayores crisis económicas de la historia reciente.

Algunas de las figuras más notables de ese consenso, como Gregory Mankiw, el tombolero monetario, incluso admiten estar reflexionando sobre la conveniencia de que las entidades financieras descalcen plazos. Ya saben, aquello que la Escuela Austriaca viene denunciando desde hace décadas con más pena que gloria. Pero hay otros, muy cómodos dentro de ese consenso, que se han resistido más a levantar su acta de defunción. Fue el caso de Olivier Blanchard, economista jefe del FMI, quien hace unos meses publicó un artículo sobre "El estado de la macroeconomía" en el que insuflaba ánimos a sus compañeros de profesión, jurándoles y requetejurándoles que, pese al accidente, no estaban en coma, que todavía podían ganar los 100 metros lisos.

Lo cierto es que, por malo que fuera el artículo de Blanchard, las respuestas que recibió, como la de Krugman, no elevaron demasiado el listón: construyeron lo que en apariencia era una nueva entente fundamentada en la mediocridad y la decadencia.

Estos días, ese mismo Blanchard que consideraba que el consenso seguía vivo ha escrito otro artículo, titulado "Replantear las políticas macroeconómicas", en el que implícitamente desmiente que el estado de la macroeconomía fuera tan saludable como sostenía sólo unos meses atrás. El economista jefe del FMI se plantea que tal vez la macroeconomía moderna tenga algunas lagunas menores, sobre las que convendría reflexionar. Claro que, cuando pasa a enumerarlas, nos damos cuenta de que en realidad todo son lagunas.

El ejercicio de Blanchard es ciertamente loable desde el punto de vista intelectual, aunque llega con retraso y forzado por las circunstancias. Ahora bien, frente a la positiva actitud de poner el dedo en la llaga sobre asuntos en los que el consenso simplemente actuó como un obstáculo para el progreso científico, parece que Blanchard quiere edificar inmediatamente... otro consenso. Tras leer su artículo, uno le imagina diciéndose algo así como: "Vale, bien, de acuerdo: llevamos 20 años creyendo que esto era así y la hemos pifiado; pero no pasa nada, porque en apenas unos meses hemos descubierto que las cosas son de otra manera que rápidamente volveremos a convertir en dogma".

Da la impresión de que algunos viven demasiado bien instalados en un mundo en que no sucedan ciertas cosas como, por ejemplo, cuestionar la existencia de la institución que le paga el sueldo a Blanchard, el FMI. Es humanamente comprensible, pero eso no quita para que otros rechacemos el nuevo consenso precocinado que estos sacerdotes nos ofrecen.

Básicamente, Blanchard afirma que la sabiduría convencional pensaba que la estabilidad macroeconómica podía alcanzarse con una inflación persistentemente baja que podía ser controlada por el tipo de interés fijado por el Banco Central y donde, por consiguiente, la política fiscal y las regulaciones eran irrelevantes.

En su opinión, es esta proposición la que se ha mostrado fallida durante esta crisis. Así, el economista jefe del FMI sugiere que una baja inflación ni es suficiente para evitar la recurrencia de las crisis económicas (pues hay otras variables que influyen, como la acumulación de crédito) ni necesariamente beneficiosa, si la economía ha caído en la llamada "trampa de la liquidez" y el Banco Central pierde su capacidad para estimularla artificialmente. Para evitar las crisis propone un marco regulatorio más omnicomprensivo y una política monetaria más heterodoxa, en la que el banquero central utilice todos los mecanismos posibles para inflar el crédito y evitar su colapso. Y para combatir las crisis defiende una política fiscal de mucho mayor calado que la actual (para ello, los Estados deberían sanear sus cuentas en época de bonanza) y la necesidad de que los Bancos Centrales generen inflación con tal de salir de la trampa de la liquidez.

El problema de sustituir un consenso por otro a bote pronto es que todo degenera. En este caso, si bien aplaudo que se reconozca que el marco teórico precedente tenía sus muy graves deficiencias, no puedo sino horrorizarme ante el nuevo que algunos proponen. Al menos el anterior no pretendía controlar cada engranaje de la economía, lo que dejaba al sector privado un cierto espacio para generar riqueza sin padecer los embates de demasiadas moscas cojoneras; con el nuevo, los instrumentos de política económica en manos del Estado se multiplican y se abandona cualquier atisbo de prudencia: inflación monetaria a tutiplén, déficits públicos desacomplejados, regulaciones draconianas...

Todo, por no admitir que el origen de los problemas proviene de nuestro perverso sistema monetario. Seamos claros: si los bancos descalzan masivamente plazos, se apalancan a corto plazo hasta grados insostenibles; dan lugar, con ese crédito desligado de los ahorros reales, a malas inversiones en el sector real de la economía; provocan inflaciones cuando el crédito crece y deflaciones cuando el crédito se contrae, colocan a unas hiperendeudadas familias y empresas en una posición de iliquidez e insolvencia tal que no pueden reanudar sus actividades hasta reestructurar sus cuentas y empresas; si hacen todo esto es porque tienen la certeza de que podrán refinanciar sus enormes pasivos en el Banco Central siempre que lo necesiten.

En este contexto, la regulación puede servir para contener de alguna manera el grado de expansión crediticia que el privilegiado sistema bancario promueve (por ejemplo, requiriendo mayores ratios de solvencia), pero no cambiará su contenido esencial (entre otras cosas, porque los que proponen regular son los mismos que se niegan de plano a impedir que el Banco Central expanda el crédito): un crecimiento insostenible del crédito apartado de los ahorros reales de la economía.

Los déficits públicos no son herramientas que permitan reanimar la economía, en esencia porque son totalmente procíclicos en época de crisis, pese a que la profesión económica piensa lo contrario. No hay nada más suicida que seguir cebando el endeudamiento en una depresión que estalla por el insostenible nivel de deuda y las malas inversiones a que aquélla ha dado lugar. Blanchard afirma que si los gobiernos hubiesen tenido más capacidad para rebajar los tipos de interés y para incrementar el déficit público, hubiesen estado "mejor preparados para combatir la crisis". Lo cual tiene una refutación empírica clarísima, que se resume en una palabra: España.

Nuestro país entró oficialmente en la crisis, allá por septiembre de 2008, con un envidiable endeudamiento público: alrededor del 38% del PIB, y unos tipos de interés (marcados por el Banco Central Europeo) tirando a altos, del 4,25%. Desde entonces, el Gobierno de Zapatero ha incurrido en enormes déficits presupuestarios y los tipos han caído hasta el 1%, y sin embargo nuestra economía está a la cola de la recuperación mundial.

No olvidemos que recuperarse de una crisis implica reestructurar el activo (inversiones) y el pasivo (instrumentos de financiación) de los agentes económicos, y el gasto público desbocado sólo contribuye a degradar el pasivo (añadiendo más deuda a los ciudadanos) y a impedir el reajuste del activo (sosteniendo artificialmente la demanda de las inversiones fallidas).

En lugar de admitir que hemos estado discutiendo sobre el sexo de los ángeles durante 50 años en lugar de haber profundizado en los problemas macroeconómicos fundamentales (cuáles son las características del buen dinero, cuál es el marco en el que puede crearse y acumularse saludablemente el crédito, cómo detectar la acumulación de mal crédito, qué consecuencias tiene esto último sobre la estructura de capital, cuáles son las respuestas de los agentes ante su iliquidez y cómo facilitar su reajuste, cómo varía el valor del dinero y los tipos de interés según la situación financiera de los agentes...), nos hemos perdido en macroagregados irrelevantes (oferta agregada, demanda agregada, nivel general de precios, tipo de interés de la economía, tasa de paro, stock de capital, oferta monetaria...) propios de dirigistas ciegos que no entienden nada del proceso económico pero que pretenden manejarlo a su antojo.

No es de extrañar que, ante la implosión de sus falaces recetas, busquen ahora otras nuevas que les permitan conservar sus privilegios. ¿Hasta la próxima crisis?
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