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Zoé Valdés: la historia como compromiso y deber

Más de cuatro años después de la entrada triunfal de Fidel Castro en la Habana, Allen W. Dulles, exdirector de la CÍA, declaró en The Miami Herald (3 de marzo de 1963):

The problem of Cuba is not one covering the past six months or six years –it's a sixty year problem.

Y añadió:

How is it that over sixty years the base of democracy was so thin in Cuba that a bearded maniac –almost– was able to wrest it from the free world?

Contrariamente a una opinión muy generalizada, la irrupción de Fidel Castro en el poder absoluto en Cuba no fue el resultado del Cuartelazo del 10 de Marzo de 1952, con el que Fulgencio Batista y Zaldívar retomó el control político, que ya había tenido legalmente desde 1940 a 1944, y entregado pacífica y constitucionalmente a su sucesor, Ramón Grau San Martín. Tampoco, según todavía algunos creen, la rápida deriva hacia el comunismo del régimen llegado al poder por una insurrección el 1 de enero de 1959 fue movida por las presiones y torpezas de los gobernantes de los Estados Unidos, sino –así se conoce mejor cada día– resultó parte de un elaborado plan concebido desde mucho antes por el barbudo guerrillero para permanecer en el poder hasta su muerte, como ocurrió.

En la creencia predominante –y equivocada–, Batista ha quedado como el culpable de que Castro llegara al poder y plantara el comunismo en Cuba. A reflexionar creativamente sobre ese complejo estado de opinión y las causas que lo originaron, se ha consagrado la novelista cubano-española Zoé Valdés, respaldada por una investigación previa de más de 20 años. 

Zoé Valdés (La Habana Vieja, 2 de mayo, 1959) es hoy sin duda la voz femenina más premiada, conocida y reconocida de la narrativa cubana. Para encontrar un referente aproximado habría que retroceder hasta Gertrudis Gómez de Avellaneda, en el siglo XIX, quien sólo publicó unas cuatro novelas: Sab (la más famosa, obra capital del siglo XIX, de carácter abolicionista y anterior a La cabaña del tío Tom, de H. B. Stowe), Espatolino, Guatimozín y Dos mujeres.

Zoé, actualmente, tiene publicadas 19 novelas –desde Sangre azul (1993) hasta El beso de la extranjera (2019), y ha obtenido galardones tan importantes como los premios Fernando Lara, Azorín, Juan March y Jaén, entre otros muchos.

Ahora, con el Pájaro lindo de la madrugá, redondea sus veinte novelas, apenas a los 60 años de edad.

Zoé es un ave literaria que no teme volar sola: no pertenece a ningún grupo ni se adscribe a ninguna generación. Y eso configura un estilo personal muy definido, pero no inmutable: un rasgo esencial de su personalidad humana y literaria es la fuerza, que le alimenta la palabra con fuego y la convierte en espada. Ella es una guerrera por vocación y convicción, ya sea en la poesía, en el ensayo periodístico y especialmente en sus novelas, que, de algún modo, no dudo en calificar en su conjunto como épicas.

La narrativa cubana no nació con Cecilia Valdés o La loma del ángel (publicada en el exilio primero en dos partes –1839 y 1879– y en su edición definitiva en 1882), de Cirilo Villaverde (1812-1894), sino con José María Heredia (1803-1839), cuando, siendo también un desterrado y un prófugo, publica en Filadelfia, ocultando su nombre, la primera novela histórica moderna en el ámbito hispanoamericano, y la primera también de tema indigenista: Jicotencal (1826). Hubo desde el comienzo mismo de la novela cubana una condición exiliar y una voluntad histórica, manifiesta en estas dos muestras ejemplares y señeras. Pero también muestra esa vocación hacia la polémica, y marca una tradición literaria que llega hasta hoy, pues son muy pocas las novelas escritas por cubanos que escapan a esa condición.

Si acudimos a un cálculo veloz, la mayor parte de las grandes novelas cubanas han sido escritas y publicadas fuera de la isla, no sólo por motivos políticos (antes de 1959), sino de decisión personal. Si bien el aire de la tierra vivifica, también puede sofocar en la extrema cercanía. Dos creadores tan diferentes como Alejo Carpentier y Guillermo Cabrera Infante escribieron sus novelas fuera de Cuba, desde el exilio duro de Caín en Londres, o desde la diáspora blanda de Alejo en París, Caracas o Port Au Prince. Y ha existido además una relación especular entre los creadores dentro y fuera de la isla, como mirándose mutuamente y devolviéndose la imagen de unos a otros: la distancia propicia el enfoque más certero.

Desde el principio exitosa, con novelas de cierto realismo brutal y sucio (colindante con un naturalismo ideológico), aunque dolorosa y levemente poético, la voz de Valdés ha ido desarrollándose, transformándose y buscando nuevas formas, con otras expresiones e investigaciones estilísticas. Desde la muchachita terrible, aquella intensa hembra salvaje de La nada cotidiana, La hija del embajador, Café Nostalgia y otras, después ha incursionado con gran fortuna en la novela biográfica de personajes del arte como Dora Mäar, la torturada mujer de Picasso, y hasta casi legendarios, como las feroces piratas de Lobas de mar. Si además consideramos que ha creado poesía, ensayo y guiones cinematográficos, podemos decir que en ella nos encontramos un caso de escritora total. No hay modo de encasillarla, y después de intentarlo en algunas de las variantes posibles llega uno a la conclusión de que, inevitablemente, Zoé es… Zoé. Nada más, pero tampoco ni un punto menos.

Tampoco dejar de ser significativo y hasta simbólico que Zoé Valdés lleve el apellido de la protagonista de la novela de Cirilo Villaverde (quien también le imprimió sus iniciales a Cecilia Valdés), y que haya nacido, corrido y mataperreado por las mismas calles de la Loma del Ángel en la Vieja Habana donde lo hizo su antecesora: lleva, pues, la novela en la sangre.

Pero ahora se enfrenta a un desafío con numerosos riesgos, que previsiblemente le atraerá crueles ataques desde una opinión ya muy establecida, sobre uno de los personajes más vituperados de la historia cubana y al mismo tiempo menos conocidos: Fulgencio Batista Zaldívar (1901-1973). Existe una opinión consolidada y general para considerarlo “el monstruo”, “el dictador”, “el tirano sangriento”, “la bestia”, “el sátrapa”... En definitiva, muchos adjetivos y poca sustancia para lo que en cubano resumimos como “el malo de la película”. El villano por excelencia. El enemigo preferido. El malo, malo y remalo. El único culpable de todo lo horrible que ocurrió, ocurre y ocurrirá a los cubanos, en su largo y triste peregrinar por estos últimos muy dolorosos 60 años. Y aún desde mucho antes: a partir del indio Hatuey, y todavía más atrás.

Tan vituperada ha sido esta figura, por el rechazo o el temor de incurrir en el desagrado de eso ahora bautizado como lo ‘políticamente correcto’, que esta de Valdés viene a ser, según sé, la primera novela dedicada a Fulgencio Batista. Desde Biografía de una isla (1948), de Emil Ludwig, pasando por Un sargento llamado Batista (1954), de Edmund A. Chester, y más recientemente el volumen doble de Frank Argote-Freyre (2006) Fulgencio Batista: From Revolutionary to Strongman, y Fulgencio Batista: The Making of a Dictator, nadie había osado novelar una vida tan biografiada hasta Zoé Valdés.

Pero ya comenzó, y tiende a incrementarse, un saludable revisionismo historiográfico sobre el personaje, a partir de dos obras de Hugh Thomas separadas en el tiempo: Historia contemporánea de Cuba. De Batista a nuestros días (1982) y Cuba: la lucha por la libertad (2012). Mas nadie hasta ahora había tenido el ánimo levantado y el coraje necesario para literaturizar a un personaje tan controvertido, que en cambio ha movido numerosos ensayos, y hasta algunos filmes, siempre caricaturizado o desvirtuado.

Quizá el mismo horror que despierta esa parte de la historia reciente de Cuba ha paralizado a los escritores, además de las consideraciones mercadológicas: no vende la satanizada figura de Batista… Pero tampoco ha vendido –literariamente– la figura de Castro: aun sus más esforzados epígonos han evadido la tarea de novelar su vida. Sólo recuerdo un caso, tan sorprendente como contraproducente: el de Norberto Fuentes en su apócrifa Autobiografía (2004-2007), que destila una inocultable e inexplicable admiración por el macho represor, sin una valoración crítica apreciable, más bien todo lo contrario.

Hasta ahora, Batista ha resultado tan molesto como útil; por lo primero lo han ignorado; por lo segundo, lo han manipulado: tener un enemigo así, tan perfecto, es muy propicio para la propaganda del castrismo, que está reñida con la verdadera historia. Impide, como así sucede, que los cubanos –los de antes, los de ahora y los que vendrán reflexionen sobre su historia, para proponerse un auténtico proyecto nacional, del que siempre han carecido, de forma consensuada y libre, precedido con un sincero mea culpa tan evadido como necesario.

Lo mucho que avanzó Cuba durante el dominio hispano, llegando a ser una colonia próspera, en los siglos XVIII y XIX, fue por la esclavitud y la violencia; y los cambios políticos que después se buscaron también fueron violentos (tres guerras independentistas): los más exaltados patriotas, quienes encabezaron las revueltas, menospreciaron la autonomía ofrecida a regañadientes por España (“Todo o nada. Y ahorita”), y al final fue sólo con la ayuda extranjera de los Estados Unidos de América, hoy vituperada, criticada y hasta negada, lo que permitió llegar a una república juvenil, inexperta y voluble, la cual finalmente condujo, con más o menos tropezones, traspiés, escupidas y manotazos, hasta la actual dictadura perfecta de los hermanos Castro, los Hermanísimos.

En medio del caos que siempre fue la vida cubana desde su origen republicano, hubo alguien surgido de tan voraz torbellino como uno de sus más representativos productos, pero que quiso controlarlo y encauzarlo: ese fue Fulgencio Batista. Y luego brotó otro sujeto del mismo caos, pero en vez de erradicarlo lo monopolizó, potenció y convirtió en política de Estado: ese se llamó Fidel Castro.

Ambos provenían de la misma comarca del oriente del país, Holguín: uno del pueblo de Banes y el otro del caserío de Birán. Irónicamente, esa ciudad y provincia reciben su nombre de un antiguo conquistador de México, el extremeño García Holguín, quien capturó al último emperador azteca Cuauhtémoc el 13 de agosto de 1521, durante la caída de Tenochtitlan, y después de ser alcalde ordinario de México, y de Trujillo en el Perú, se estableció en la isla antillana y allí sentó familia. Ese mismo día del aprisionamiento, pero 405 años después, nacía Fidel Castro. También en dicha zona provinciana y atrasada, por contraste, vinieron al mundo dos escritores enormes: el poeta Gastón Baquero y el novelista Guillermo Cabrera Infante, ambos muertos en el exilio: así, pues, algo debe de tener esa tierra… para bien y para mal.

Sin embargo, Batista y Castro sólo tuvieron en común el caos. El primero era de un origen humildísimo, mestizo y pobre, con todo en contra para poder triunfar en la vida, y se convirtió no obstante en el más decidido y efectivo impulsor de los burgueses que lo despreciaron, para conseguir levantar el país, al mismo tiempo que nunca perdió contacto con sus convicciones de mejoramiento social, como un intuitivo keynesiano; el otro, un blanco burgués y rural, educado en los mejores colegios y universidades, con un próvido padre millonario que lo apoyaba incondicionalmente, contaba con todo para ganar, donde el anterior tenía todo en contra: de origen terrateniente y blanco hispano, fue consentido por esa misma burguesía a la que luego aplastó, destruyó, desposeyó y persiguió. Tal parece que hubo una vocación de castigo en el biranense contra quienes lo ayudaron: a los jesuitas que lo formaron y promovieron aplicó una de sus primeras medidas, que fue expropiarlos y expulsarlos del país; a los empresarios que lo financiaron los despojó y desterró. Paradójicamente, con el banense ocurrió todo lo contrario: fueron precisamente los que más resultaron sus beneficiarios quienes lo despreciaron y negaron más, lo mismo los burgueses criollos que los obreros y campesinos. Otra lección de la volubilidad de los neociudadanos cubanos: los dos gobernantes insulares que hicieron más por la educación del país, Gerardo Machado (protector de la Universidad de La Habana y creador de numerosas escuelas industriales, de artes y oficios y agrotécnicas) y Fulgencio Batista (inventor y propulsor de las Escuelas Cívico Militares incrustadas en toda la geografía insular), fueron derribados por insurrecciones con amplia participación estudiantil: hay algo perverso en esto, como una antigua inclinación para morder la mano que nutre y besar la que golpea.

Ambos nacieron del caos y lo emplearon. Sin embargo, los resultados fueron opuestos en cada caso. Aunque materialmente el resultado de los Gobiernos de Batista es exactamente lo contrario del dilatado mando de Castro, no obstante esto, a los efectos de la imagen pública e histórica prevaleciente ocurre lo opuesto: Castro disfruta todavía de una magnífica prensa, a pesar de todos los datos y argumentos documentados, y en cambio Batista es sujeto de la ignominia y el vituperio viscerales.

Quizá el éxito de Castro fue prometer un concepto intangible, la revolución, su revolución, como un constructo proteico, con un ideal tan futurista como el horizonte: en la medida que avanza, se aleja más. Batista, por su parte, como un mortal más, sólo ofreció el beneficio del orden como premisa del progreso y el bienestar, y eso resultó insuficiente y por tanto despreciado.

Cada uno por su camino propio, Castro se convirtió en el símbolo de aquellos que quieren obtener el poder y mantenerlo a toda costa, prevaleciendo contra la razón y el Derecho. Batista, sujeto a las formas, obediente a la larga de las leyes, se transformó al final –aún en contra de su ejecutoria inicial como soldado sublevado– en la personificación de quienes anhelan el poder pero no pueden conservarlo.

En eso se funda el triunfo de aquel y el fracaso de este: uno en el Cielo y el otro el Infierno.

Por eso, dramáticamente, como la imagen del perdedor vituperado, es mucho más interesante para la literatura la figura de Batista que la del triunfador y omnipotente Castro. Si el drama es la expresión del conflicto, es mucho más dramática la parábola de uno que la del otro.

Los muertos de Batista y Castro

En la cuenta de ambos personajes hay muertos, como suele suceder entre personas que han ejercido el poder. Pero no existe ni un testimonio judicialmente válido donde se pruebe que Batista ejecutó personalmente a nadie, ni mandó asesinar a ninguno. Pero se le achacan, lógicamente, los muertos que otros cometieron en su nombre, aunque no por su orden. Castro, en cambio, ofrece numerosas pruebas, públicas e incluso televisadas, en que ordenó, solicitó y exigió la muerte de ciudadanos cubanos y extranjeros. Durante el famoso juicio de los pilotos de la aviación batistiana, con la nación como testigo a través de la televisión, ordenó revertir la sentencia del tribunal y condenar a los inculpados, que previamente habían sido absueltos de acuerdo con los procedimientos de la justicia militar. Al menos según testimonios de sus subordinados en la etapa bélica, Castro disparó varias veces su fusil con mirilla telescópica –a muy prudente distancia– contra desprevenidos militares. Durante su vida estudiantil, más apasionado por los tiroteos y atentados que por las actividades académicas, fue acusado y no procesado al menos por dos asesinatos de contrincantes. Desde muy temprano logró por la magia magnética de su carisma –no cabe otra explicación– que se le perdonara absolutamente todo. En cambio, a Batista no se le pasó nada por alto, y hasta se le inventaron atrocidades, como finalmente reconoció uno de sus críticos más acérrimos y viscerales, Miguel Ángel Quevedo, propietario de la revista Bohemia, antes de suicidarse en el exilio, lamentando la ayuda total que brindó a Castro, quien muy pronto lo desposeyó y expulsó.

Pero entre tantas opiniones tan opuestas, al menos las cifras reales no mienten y se pueden consultar puntual y documentadamente en el proyecto Archivo Cuba o Cuban Archive, fundado en 2000 por el Dr. Armando Lago, y luego continuado y dirigido desde hace muchos años por la muy meritoria y admirable María C. Werlau: 1,572 muertos durante Batista (del 10 de marzo de 1952 al 31 de diciembre de 1958: 869 asesinatos extrajudiciales, 31 desapariciones y 639 en combate); Castro: 7,179 muertos (desde el 26 de julio de 1952 al 25 de noviembre de 2016, cuando murió: 3,110 fusilados, 1,170 ejecuciones extrajudiciales, 847 desaparecidos y 18 presos muertos en huelgas de hambre). El resultado es espantoso: las víctimas de Castro cuadruplican y aún más las atribuidas a Batista. Pero hay otra diferencia sustantiva, aparte de la cuantitativa, entre ambas cifras: mientras la primera es una cifra cerrada, la segunda es una cuenta abierta que todavía sigue incrementándose cada día, sin que cause horror ni repulsión internacional, aceptándose tácitamente como algo perfectamente normal. A 6 de agosto de 2019, ya sumaban 7.437 las muertes causadas por el régimen de los Castro.

Batista fue el primer ignorado de la historia reciente de Cuba, suerte –mala– que después han compartido sus compatriotas del exilio y la isla. Mientras él gobernaba, hasta los judíos perseguidos deseaban ir para Cuba; cuando Castro implantó su dictadura, hasta los cubanos más reyoyos quisieron y todavía anhelan huir de ella: para comprobarlo, basta escuchar las conversaciones de los jóvenes cubanos hoy, si se sienten en confianza, protegidos de la vigilancia implacable a la que están permanentemente sometidos, rodeados por la maldita circunstancia del G2…

Con esta nueva obra, Zoé Valdés recupera la intención original de la novela histórica, según Walter Scott, como la definieron Saint Beuve y Heredia: instruir deleitosamente. La autora aprovecha aquel modelo original, no al modo rígido y un tanto esquemático que propuso Alfred d’Vigny en su Cinq Mars, sino en la manera más grata de Walter Scott: unos personajes ficticios, aunque verosímiles, pero con un sólido y documentado trasfondo histórico. En este caso, son dos viejos amigos que se reencuentran al final de su vida, cuando ambos evocan una figura que conocieron y trataron y también marcó sus existencias: el anatematizado político cubano borrado de la historia por más de seis décadas. Las visiones de ellos son contrapuestas, pues cada uno ve su lado de la historia, con sus luces y sus sombras. Y con ese diálogo brota de la penumbra una silueta que se va definiendo, convocada como una sombra terrible desde el pasado.

Quizá el mayor acierto de la novelista sea que el personaje Batista no aparece como tal en la obra, sino como una sugerencia, una sombra; apenas en sus cartas familiares, donde se deja ver el lado más íntimo y humano, como padre y esposo. La narradora evade ser arqueóloga o historiadora, y en todo caso asume que su misión es sociológica y psicológica, al tratar de reflejar lo que sucedió ambientalmente en la sociedad cubana de los años 50 del siglo pasado, que condujo a la manigua moral actual, a ese marabuzal intrincado que es la Cuba de hoy.

En un mundo como el actual, crecientemente polarizado y multifragmentado, donde prevale lo correcto sobre lo verdadero, este libro despertará críticas y ataques desde sus posibles lectores de izquierda, que lamentarán el golpe contra sus teorías satanizadoras con el recurso que les resulta más socorrido y habitual: la descalificación de la obra y, por extensión, de la autora.

Con un gran personaje de fondo, que nunca aparece en vivo, son dos los coprotagonistas, ambos hombres de avanzada edad, que por lo mismo fueron testigos, actores y narradores de la historia en las dos vertientes y connotaciones que tiene Batista hasta hoy: el Bueno y el Malo. Cada quien podrá extraer sus propias conclusiones.

La novela se presenta con el título de una popular canción de esa época (pero que hoy muy pocos recuerdan), que muchos identificaban con Batista, por haber ejecutado su cuartelazo en las primeras horas del 10 de marzo: Pájaro lindo de la madrugá. Originalmente era Sunsunbabaé pájaro lindo de la madrugá (sic), una tonada proveniente de la tradición popular, predominantemente onomatopéyica y presuntamente ritual, muy pegajosa y bailable, y por tanto de autor desconocido, la cual fue recogida y fijada en los años 50 del siglo pasado por Rogelio Martínez Díaz, el Gallego (1905-2001), director de la exitosa orquesta Sonora Matancera, donde la interpretó el famoso Bienvenido Granda (1915-1983), el Bigote que Canta. Sin embargo, el humanista y polígrafo cubano don Fernando Ortiz creía[1] que esta canción provenía de la conguería de origen bantú, y era la corrupción de una composición ritual, no dedicada al zunzún o colibrí, como podría creerse por su estribillo, y ni siquiera al sinsonte o cenzontle, sino a la lechuza, la emisaria entre el mundo de los vivos y los muertos. Simbólicamente, ese pájaro lindo de la madrugá es una premonitoria anticipación de lo que ocurrirá con el personaje histórico, trazando su trágica caída desde la cumbre al abismo, en un diálogo con su figura en el reino “donde yacen los muchos”. Eso le otorga una consistencia casi rulfiana a esta novela.

De haber sido “el capitán de las Islas”, “el americano total” y “el restaurador de la Patria”, según lo llamó el poeta comunista Pablo Neruda, y el “amigo y defensor de la Clase Obrera”, como lo encumbró el idolatrado presidente mexicano general Lázaro Cárdenas, Batista se convirtió en “el monstruo feroz”, sepultado en un execrable olvido.

Sin embargo, Batista tuvo otra señal de identidad ornitológica: la célebre Grulla de la Pata de Palo, cuya estatua mandó colocar en los jardines de su residencia en las afueras de La Habana, Kuquine. Esa ave lastimada por la crueldad de los humanos se vinculaba con el sacrificio de aquellos militares humildes que formaron la sublevación de 1933 de donde brotó el sargento Batista. Él la veía como un símbolo de su origen.

Pero en un país tan musical como Cuba también tuvo otra canción con la que se le representaba: “Mi cafetal”, del colombiano Crescencio Salcedo Monroy (1913-1976), autor de populares melodías como “La múcura”, “Yo no olvido el año viejo” y “Se va el caimán”, interpretadas por Benny Moré, el famoso trío Los Panchos y Tony Camargo. La intención musical resultaba evidente: era un reto para sus detractores, aquellos que “viven criticándome”, pero su afirmación de sostener el rumbo a despecho de las críticas: “me paso la vida sin pensar en ná…”, “...porque tengo mi vida bien asegurá…” Quizá esa confianza o ingenuidad lo perdió: su transitoria miopía fue el sendero de su ruina y, de paso, la del país.

Ahora que está de moda al parecer desenterrar antiguos dictadores, algunos –demasiados– pretenden ganar en los libros y los periódicos las batallas y las guerras que perdieron en la vida. Pero “por sus obras los conoceréis”, dice la Biblia en una de sus más grandes verdades.

A pesar de todo el cúmulo de textos donde lo denigran, cuestionan, rechazan, atacan, critican, ofenden y pretenden borrar con un exorcismo total, sus obras físicas quedan: la silueta de Cuba no puede negar en su arquitectura ni en sus instituciones lo que significó Batista. Primero fue un joven revolucionario, luego un presidente legítimo; después, el estado caótico del país lo impulsó para tomar el poder por un cuartelazo (que fue universalmente aplaudido y apoyado); pero ese quizá no resultó, como se ha dicho, su principal error; más lo fue, después de reorganizar el país y darle consistencia, contender para otras elecciones: muchos piensan que ahí estuvo su gran caída. Habría quedado en lo más alto de los anales republicanos si hubiera cedido el paso a otros actores políticos, y esperado de nuevo su momento coyuntural propicio. Pero, como muchos hombres en las alturas del poder, este lo mareó y cegó: llegó a sentirse providencial, insustituible e imprescindible. Quizá por eso, en las antiguas Grecia y Roma existieron los tiranos como sujetos políticos de utilidad pública, pero que luego de servir eran desterrados para no perjudicar la salud de la comunidad, por muchas obras buenas que hubieran realizado. Las repúblicas naturales y originales, frescas y sensatas, concebían este recurso para los tiempos de inseguridad, miedo, incertidumbre y desorientación. Pero el ostracismo consiguiente era el antídoto para su presunción y vanidad.

Cuando ya quedó muy atrás aquel legendario grito postrero de la grulla con una postiza pata de madera que empleó Batista en su parafernalia electoral, quizá sea llegado el momento para que alumbre otro sol y se oiga cantar de nuevo entre tantos ruidos y tambores ese pájaro lindo de la madrugá que anuncia desde ultratumba un nuevo amanecer para Cuba.                                                      


[1] Fernando Ortiz, "El golpe de la Sunsundamba”, en Estudios Etnosociológicos. La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1991, pp.114-122.

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