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ECONOMÍA

Tribunales de Defensa de la Incompetencia

La semana pasada analizamos las taras constructivistas y socialistas del Código del Buen Gobierno pergeñado por la CNMV, uno de los tentáculos liberticidas del Estado. Durante los últimos días otro de esos infectos tentáculos ha merecido la atención de los medios de comunicación: el Tribunal de Defensa de la Competencia.

La semana pasada analizamos las taras constructivistas y socialistas del Código del Buen Gobierno pergeñado por la CNMV, uno de los tentáculos liberticidas del Estado. Durante los últimos días otro de esos infectos tentáculos ha merecido la atención de los medios de comunicación: el Tribunal de Defensa de la Competencia.
Su informe contrario a la OPA de Gas Natural sobre Endesa ha provocado que muchos liberales contrarios a la absorción hayan caído en una especie de veneración por el TDC. Sin embargo deberíamos separar los dos asuntos. Una cosa es que los liberales debamos oponernos a la OPA, por suponer una nacionalización encubierta de una empresa privada –de manera que cualquier obstáculo que se encuentre en su camino sea bienvenido–, y otra, muy distinta, que el Tribunal y la legislación antimonopolio en general merezcan nuestro apoyo.
 
El concepto de monopolio
 
La contraposición entre competencia perfecta y monopolio es una de las primeras lecciones que aprende todo estudiante de economía. En el planeta de la competencia perfecta cada bien es ofertado y demandado por miles de vendedores y compradores, que disponen de una información perfecta sobre las circunstancias del mercado. De esta manera, los precios coinciden con los costes y el consumidor no es explotado por el empresario. Al haber miles de vendedores, si uno de ellos incrementa el precio en lo más mínimo todos los consumidores adquirirán los productos de otro vendedor. En cambio, en los mercados monopolísticos, al existir un solo vendedor, éste puede imponer cualquier precio por encima de los costes a los consumidores.
 
La conclusión es evidente: el mercado es una institución positiva, pero sólo cuando adopta la forma de la competencia perfecta. El monopolio debe ser rehuido a cualquier precio, al tener un coste de eficiencia que perjudica al conjunto de la sociedad.
 
El problema es que las características de la competencia perfecta son tan sumamente restrictivas que de inmediato a los estudiantes se les anticipa la segunda conclusión: la competencia perfecta no existe, salvo en algunos casos residuales, como los mercados agrarios.
 
Si el mercado sólo es bueno cuando se articula de acuerdo con la competencia perfecta pero ésta ni existe ni, previsiblemente, puede llegar a existir, el inevitable corolario es que el mercado "realmente existente" es malo (o al menos no lo suficientemente bueno como para no estar intervenido). El mercado no es perfecto, tiene fallos.
 
El principal error de la doctrina de los fallos del mercado es suponer que el capitalismo sólo es positivo o sólo funciona cuando se adecua a sus ditirámbicos modelos teóricos. En realidad, en los modelos llamados de "competencia perfecta", si algo está ausente es la competencia: todos los vendedores ofrecen exactamente el mismo producto, y ninguno puede reducir unilateralmente el precio. Si todas las empresas son idénticas, ¿quién está compitiendo? ¿Quién está innovando, creando nuevos productos o recortando los precios para satisfacer de un mejor (y por tanto distinto) modo al consumidor? La respuesta es "nadie"; es más, se considera nocivo que alguien compita realmente con el resto.
 
A pesar de ello, la teoría de los (inexistentes) fallos del mercado aboga por que el Estado corrija los errores y reestructure la economía. Así, como ya hemos dicho, uno de los fallos del mercado más característicos es el del monopolio: en lugar de miles de vendedores sólo existe uno.
 
El concepto, no obstante, no puede ser más erróneo. Lo que caracteriza, en realidad, al monopolio no es la contingencia de que, en un momento determinado, sólo exista una empresa que venda un determinado producto, sino que ésta impida coactivamente al resto de individuos que puedan ofrecer lo mismo.
 
Coca Cola, por ejemplo, no es un monopolio por el hecho de ser la única empresa que embotelle refrescos con el envoltorio "Coca Cola". Aun cuando el producto no sea idéntico, es evidente que Pepsi también compite con Coca Cola. No sólo eso: cualquier tipo de refresco o de producto en general compite con Coca Cola por el favor del consumidor.
 
Una empresa puede quebrar no sólo porque otra similar le haya ganado el terreno, sino porque el consumidor prefiera gastar su dinero en productos totalmente distintos. Las empresas tienen que revalidar diariamente el favor de los consumidores: éstos siguen siendo soberanos aun cuando sólo exista una empresa.
 
De hecho, si una empresa no puede liquidar la competencia por la fuerza, aunque sea la única del mercado, si incrementa desorbitadamente sus precios, en poco tiempo los empresarios ávidos de beneficios entrarán en ese sector. En otras palabras: cada empresa compite, incluso, con las potenciales nuevas empresas.
 
Pero además hemos de tener presente que, en caso de que no medie coacción, cuando una empresa ocupa una posición preeminente en un sector se debe a que ha sido y sigue siendo la más eficiente. Cuando una empresa sirve a los consumidores mucho mejor que el resto acapara la mayor parte de consumidores.
 
Por consiguiente, sólo cabe hablar de monopolio cuando una empresa utiliza la fuerza para eliminar a la competencia. Por ejemplo, cuando el Estado concede una patente o una licencia, o cuando se constituye un monopolio público exclusivo. En todos estos casos, aun cuando se descubran oportunidades de beneficio, el Estado impide que sean aprovechadas.
 
La defensa de la incompetencia
 
Sin duda, los liberales deben oponerse a los monopolios, pero a los auténticos. La competencia no significa que todos los productos deban necesariamente ser provistos por dos empresas, sino que nuevas compañías tengan la libertad de entrar en un mercado.
 
Cuando el Estado crea los llamados "Tribunales de Defensa de la Competencia" en realidad sólo pretende aniquilar a las empresas exitosas y fijar las estructuras de mercado.
 
Imagine que crea una compañía y que, a través de la mejora del producto y del abaratamiento de su precio, consigue que casi todos los consumidores acudan a ella. La lógica socialista antimonopolio concluirá que su empresa debe ser desmembrada o reducida, para que las demás, torpes e ineficientes, puedan competir con usted en "igualdad de condiciones". Su compañía, por tanto, se ve forzada a no reducir los precios, a no mejorar el producto, a contratar menos trabajadores, a impedir que una parte de los consumidores adquiera su producto o, en última instancia, a desaparecer bajo la bota estatal.
 
La legislación antimonopolio sólo tiene como objetivo explotar a los consumidores para favorecer a los grupos de empresas incompetentes; los tribunales estatales que instituye nunca han pretendido salvaguardar o defender la competencia, sino la incompetencia y la ineptitud.
 
Puede que estas conclusiones parezcan exageradas. Sin embargo, echando una ojeada a la historia sólo podemos concluir que nos hemos quedado cortos.
 
La legislación antimonopolio empieza en EEUU con la denominada Sherman Act (1890), con la excusa oficial de combatir los crecientes monopolios y cárteles que se estaban formando en la economía.
 
Thomas DiLorenzo.Es importante retener la fecha, porque alude a un período histórico en el que EEUU experimentaba una continuada reducción de precios, lo cual ya indica una cierta discrepancia con la idea subyacente en el monopolio. Recordemos que el monopolio se caracteriza por incrementar los precios (o reducir la cantidad de productos ofrecida) para explotar a los consumidores. Y, paradójicamente, esta época de insoportables concentraciones empresariales –que llegaron a justificar incluso el comienzo de la legislación antimonopolio– se caracterizaba por las reducciones generalizadas de precios.
 
Pero si además nos adentramos en los datos concretos comprobamos las innumerables tropelías que, en nombre de la falsificada competencia, llegó a cometer el Estado. El historiador Thomas DiLorenzo acudió a los archivos del Congreso para analizar los datos en función de los cuales la Sherman Act trituró y desmembró decenas de empresas, acusadas de monopolio.
 
Los resultados son sorprendentes. En el período 1880-1890 la economía estadounidense había crecido un 24%. Todas las empresas que fueron acusadas de monopolio habían incrementado su producción por encima de ese 24%; como media, un 175%. Si hacemos la comparativa desde el lado de los precios, vemos que el índice general cayó durante esos diez años en un 7%, mientras que las empresas disueltas redujeron sus precios un 53% de media.
 
En otras palabras, los políticos atacaron y destruyeron a las empresas más eficientes del mercado con la excusa de que eran monopolios, aun cuando ninguna incrementara los precios ni redujera la cantidad producida.
 
La legislación antimonopolio fue y sigue siendo un fraude esperpéntico. Los Tribunales de Defensa de la Competencia deben desaparecer para que el consumidor vuelva a ser soberano. Las únicas leyes antimonopolio que necesitamos son las que prohíban que el Estado o cualquier individuo ejerzan la fuerza para eliminar a los competidores.
 
El Estado no tiene ningún interés en luchar contra los monopolios. De hecho, el propio Estado es un monopolio jurisdiccional que nunca ha pretendido abrirse a la competencia; por eso nuestra libertad mengua ante la intervención catastrófica de políticos incompetentes.
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