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¿Es homófobo el capitalismo?

Los cultivadores de las ciencias llamadas duras no creen que contar la historia de un fenómeno equivalga a explicarlo.

Para eso hace falta predecir su comportamiento futuro conforme a una ley general según las condiciones iniciales en que aquel se encuentre. Los dedicados a las ciencias del espíritu, por utilizar una añeja denominación antipositivista, se interesan por las singularidades, lo irrepetible, y a estos sí les parece que, aunque narrar la historia de algo no lo explique causalmente, ayuda a comprenderlo. Comprender quiere decir en el campo de la historia no sólo aportar datos significativos, sino también contrastar valores, los nuestros y los que están implícitos en aquello que estudiamos y que hemos seleccionado porque nos interesa esa interrelación entre hechos y contenidos de un asunto determinado.

Suponiendo esas premisas, parecía interesante la empresa de Colin Spencer de meter en casi quinientas páginas de un libro de bolsillo la historia de la homosexualidad, un esfuerzo al que sin embargo le falta espíritu crítico y le sobra ideologización del fenómeno estudiado. No es posible saber si ese déficit obedece a que Spencer no es historiador profesional sino escritor de libros de gastronomía, en especial de vegetarianismo, aunque esos menesteres le permiten justificar haber hecho una historia a la medida de sus preocupaciones, sin espíritu de sistema ni afán de exhaustividad. Y así, la primera ausencia importante que el lector encuentra es la falta de una discusión expresa sobre los valores que ha encerrado y puede encerrar la homosexualidad según las épocas y, sobre esa base, explicaciones que no se limiten a invocar el prejuicio a la hora de analizar el tabú, la hostilidad, incluso la ferocidad que ha rodeado y rodea aún en muchos casos esta preferencia sexual.

Como suele ocurrir en todas las historias en que falta crítica y se prefiere la reivindicación, al principio había una edad de oro. En la civilización occidental esa época fue la antigüedad greco-latina, donde el comportamiento homosexual estaba tan extendido que ni siquiera había una palabra para designarlo. Las cosas eran similares en la antigüedad china y japonesa. Lo que sabemos en realidad sobre el comportamiento sexual en la Grecia y Roma clásicas es la existencia de una bisexualidad generalizada, concretamente en los casos de las clases altas y la plebe urbana cuyas conductas están mejor documentadas. Esa bisexualidad aprovechaba a los varones emancipados, nobles y caballeros sobre todo, que podían combinar la condición de padres de familia con la posesión de concubinas y una suerte de derecho de pernada con esclavas y esposas de los clientes, así como el ejercicio de la amistad homosexual, platónica o no, con jóvenes bajo su protección o con iguales.

Esta bisexualidad generalizada coexistía con dos factores importantes: la condición totalmente marginal de la mujer, sobre todo en Grecia donde vivía recluida, y el hecho de que en Roma el matrimonio no fuera imprescindible ni para tener descendencia, pues estaba la adopción, a menudo más apreciada, ni tampoco para transmitir patrimonio. La dote de la mujer, por ejemplo, pertenecía al padre de ésta, mientras los hijos no se emancipaban mientras viviera el suyo. La homosexualidad exclusiva era, no obstante, minoritaria, pues los griegos y romanos de la antigüedad no asociaban los tabúes del sexo con el género sino con lo activo y lo pasivo. Era viril ser servido por la pareja para el placer y lo femenino consistía en procurar la satisfacción del otro. Esta división de papeles era además una cuestión sobre todo de status social: los hombres libres se degradaban con papeles pasivos, los dependientes y esclavos no. El machismo era omnipresente y la violación, el aborto y el abandono de niños no deseados, incluso entre las clases altas, frecuente.

Según señala Paul Veyne, esa situación había cambiado entre los siglos I y II d.C. en Roma, antes de la implantación mayoritaria del cristianismo. Unos cambios que el cristianismo vino a consolidar en el sentido de la monogamia, el matrimonio como institución generalizada y necesaria, asentada sobre la reproducción y que presuponía el amor conyugal y no simplemente la mutua conveniencia. Hubo otros cambios a los que tampoco Spencer presta atención. Según E.R. Dodds la difusión del cristianismo y su moral coincidió con un período de intenso pesimismo y de un primer desmoronamiento de los valores e ideales del mundo clásico como el pensamiento racionalista, y la armonía y el equilibrio como elementos rectores del goce estético y sensual que debían tratar de encauzar las pasiones de un cuerpo físico inmodificable en sus tendencias. Peter Brown por su parte ha explicado largamente el desarrollo por la misma época y hasta el siglo V de una nueva percepción cristiana del cuerpo basada en su transfiguración mediante el ascetismo y la renuncia sexual.

Spencer prefiere extenderse en prolijas disquisiciones sobre hasta qué punto es radical e irreversible la condena de la homosexualidad en el Antiguo Testamento y si es necesario o no que esa negación sea aceptada por el cristianismo. Para el autor -y este es su argumento central-, las puertas del cristianismo no se cerraron irremisiblemente para la homosexualidad hasta la reforma protestante que cree totalmente imbricada con el desarrollo del capitalismo. La razón, en extremo sorprendente, es que el capitalismo presupone un individualismo competitivo y agresivo y esa actitud que se espera de los varones bloquea por completo la posibilidad de afecto, amistad y no digamos de amor entre ellos. Conviene notar en este punto que, sea cual sea el alcance de la condena por el Antiguo Testamento de la homosexualidad, los cristianos infringieron el mandato bíblico de crecer y multiplicarse al colocar en lo alto de la perfección moral el celibato y la abstinencia sexual que el clero debía observar para colocarse como minoría rectora por encima de los laicos. Desde los anacoretas hasta la abigarrada constelación de las órdenes religiosas, el cristianismo primitivo, medieval y moderno ha tratado de encauzar de mil maneras este deseo de perfección moral mediante la renuncia al cuerpo y la huida del mundo. Los protestantes, como señaló Max Weber, trataron de aunar perfección moral y dedicación profesional como alternativa a un tipo de iglesia y de religiosidad que consideraban corrupto y antinatural. La perfección moral tenía que lograrse en el mundo y no renunciando a él, y el éxito profesional se convirtió en señal de la salvación. El celibato dejaba de estar por encima de la familia monogámica y reproductora, pero nada de eso alteraba la proscripción moral absoluta de la homosexualidad.

La ojeada más superficial al capitalismo desarrollado de hoy muestra sin embargo que, lejos de ser hostiles a la homosexualidad, el capitalismo y el mercado, la industrialización y la gran ciudad permiten su manifestación y desarrollo como el de muchísimas otras iniciativas individuales y sociales. Los homosexuales han demostrado ser muy capaces de competir en el terreno de la economía y conquistar franjas enteras del mercado con sus ideas y productos, homosexuales o no, y nada hay en la versión puritana del capitalismo que un homosexual no pueda asumir desde el punto de vista de la autodisciplina, la utilización racional del tiempo o el espíritu de superación. La cuestión es que, para Spencer, el conflicto no es moral sino social. La cuestión no es qué alternativa moral pueda conllevar la homosexualidad, dentro de un planteamiento ético y estético más amplio, a la norma moral cristiana que convierte el amor masculino en degradación. Para Spencer, todo consiste en disociar cristianismo y capitalismo en los términos en que los fundieron los calvinistas, dando por sentado que, con anterioridad al capitalismo, el cristianismo toleraba mejor la homosexualidad.

Una consecuencia de la total proscripción moral de ésta fue su identificación con el afeminamiento y el travestismo. El hombre que prefería a su propio sexo sólo podía ser una extraña especie de mujer particularmente inferior y ridícula. No obstante, las noticias que Spencer recopila -muy conocidas- sobre la situación de la homosexualidad durante la edad moderna en Europa la muestran refugiada en el clima más tolerante de las clases altas, aunque se manifestase en todos los grupos sociales. Así desfilan ante nosotros una distinguida nómina de reyes y generales que preferían la compañía de chicos guapos a la femenina: Enrique III y Luis XIII de Francia; Jacobo I y Guillermo III de Inglaterra, militares de gran renombre como Condé, el príncipe Eugenio de Saboya, Stanhope... y así, pasando por alguno de los generales de Napoleón, hasta el mariscal Montgomery, uno de los grandes jefes de la II Guerra mundial. La verdad es que si se recuerdan los precedentes de Alejandro Magno y Julio César, nada sorprende más que el tópico contemporáneo de la incompatibilidad entre milicia y homosexualidad.

De la revolución francesa en adelante, la historia de Spencer se vuelve unilateralmente anglosajona. Nada dice, por ejemplo, del significado de la gran ruptura de 1789 en la consideración de la homosexualidad, si bien podemos suponer que era mejor que en Gran Bretaña a la vista de que Oscar Wilde se refugió en Francia después de su proceso. Spencer sí analiza muy bien toda la vergüenza y el dolor que acompañó la consideración de la homosexualidad como enfermedad en lugar de pecado a lo largo de los siglos XIX y XX. No hay duda, leyendo estas páginas, que el dogmatismo cientifista ha sido un aliado de primera importancia de todas las empresas de ingeniería social totalitaria. La condena moral de la homosexualidad, por muy dura que fuera, presuponía la libertad del individuo para imponerse un cambio de conducta. El bisturí científico lo primero que pone en solfa y amputa es esa libertad moral. Lo menos presentable del libro de Spencer, por el contrario, es el ominoso silencio que guarda sobre la suerte corrida por los homosexuales en los países que liquidaron el capitalismo, empezando por la Unión Soviética y siguiendo por la China del Gran Timonel y la Cuba del Líder Máximo.

Tampoco menciona para nada la concepción que el obrerismo europeo tenía de la homosexualidad hasta muy recientemente, tachándola de manifestación fragrante de la degeneración de las clases dominantes, y el modo como sustentaba el mito de que esa tendencia era ajena a unas clases populares moralmente sanas y, a lo sumo, corrompidas por el dinero de ricos sin escrúpulos. Con la excepción del lúcido, honrado (y revisionista) Edward Bernstein, cuesta trabajo imaginar la menor simpatía gay en el severo y frecuentemente barbudo panteón del liderazgo obrero del siglo pasado y de éste. Sin duda todo este silencio de Spencer es el precio ideológico a pagar por la premisa de la incompatibilidad entre capitalismo y homosexualidad que sustenta el libro. Plantear estas cuestiones resultaría por otra parte muy embarazoso cuando los movimientos de gays y lesbianas (en los que el autor tampoco entra) comienzan a disfrutar del dudoso honor de convertirse en nuevas referencias legitimadoras -junto con la ecología, el pacifismo y las ONG- de las políticas solidarias y progresistas que antaño invocaban los intereses de clase obrera y exigían mano dura con la degeneración aristocrática y burguesa.

Tampoco es que el autor tenga una idea muy clara del futuro de la homosexualidad. El final de su libro oscila entre un programa mínimo de coexistencia respetuosa entre lo homo y lo hetero como identidades bien definidas, y un programa máximo en el que el debilitamiento del capitalismo lo sería también de las identidades y roles masculino y femenino y, es de suponer, que de un desdibujamiento de instituciones como el matrimonio y la familia. La vuelta a la antigua Roma pero con emancipación de la mujer y feminismo vigilante. Más allá de estas telarañas ideológicas, lo que cabe intuir de este paseo no muy brillante por la historia de la homosexualidad es que ésta tiene mucho de lujo, en el sentido de abundancia, de goce y diversión, también de creatividad artística e incisividad crítica de personas y relaciones sociales, sin olvidar algunas personalidades de primera fila en distintos ámbitos. Pero, como todos los lujos, su precio ha sido y sigue siendo muy alto en términos de institucionalización de la descendencia y de la herencia, un campo en el que ahora se trabaja teniendo en cuenta que la novedad absoluta de la homosexualidad contemporánea no es sólo su presencia organizada en el terreno político, sino su exclusividad. Para hacer frente a todo esto, el libro de Colin Spencer ofrece rebajas anticapitalistas.

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