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DRAGONES Y MAZMORRAS

Todo es metáfora

Desde que empezó el principio del fin, allá por la primera mitad del siglo XX, se ha distorsionado mucho la noción de cultura en particular en lo que se refiere a la literatura, no digamos ya el arte. En El hombre sin cualidades, Robert Musil advirtió del terrible peligro de que se trastocaran las jerarquías intelectuales cuando observó la paulatina importancia que iba teniendo en la prensa, en el año de desgracia de 1914 las crónicas deportivas.

El que se calificara a un caballo de carreras de "genial", le parecía al personaje de su novela algo así como que los burros volaran y sin embargo a nadie, excepto a él, parecía importarle. Una vez dado el salto, de tal forma se impusieron los valores trucados que igual daba un caballo que un músico, una carrera que una batalla, un muerto que un millón. Todo es metáfora. Pero la confusión venía de lejos, por lo menos en nuestra amada patria. Desengáñese, doña Emilia, le decía Castelar a su tocaya, la condesa de Pardo Bazán, en España nadie quiere ser lo que es, y hasta los obispos envidian a los toreros. Caray con don Emilio y qué perspicaz. El mundo, el gran teatro del mundo tiene sus escenarios favoritos, ruedos o platós. Los obispos quisieran ser toreros (a lo escrito me remito), los catedráticos, presentadores de televisión y los políticos presentadores de libros, ambición realizada sin mayores perplejidades por el hombre posmoderno. ¿Por qué no?
 
De manera que a estas bajuras, cuando la apertura de horizontes ha desembocado en una línea continua, a nadie le asombra que un político presente un libro o un presupuesto. Aznar lo hizo (lo del libro) a veces incluso siendo presidente del gobierno. Su antecesor, Felipe González, no. Parecía haber dejado "el frente de la cultura" a su amigo Alfonso Guerra, el melomegalómano, el que lo sabía todo sobre Mahler y sobre Machado. Felipe se dedicaba a ergotizar en la Bodeguiya, hablando de lo que a su vez le hablaban sus amigos escritores, que eran muchos, y que luego se quejaban de que no los citaba. Ahora, retirado de la política un poco de aquella manera, se dedica a labrar joyas que, al menos eso dicen, vende a millón Elena Benarroch. Qué hombre tan sensible y qué tonta es la gente. También de vez en cuando insulta a sus rivales políticos y presenta libros. En la Casa de América presentó esta semana uno de Ángeles Mastretta (El cielo de los leones en Seix Barral), escritora mexicana de más éxito que, en mi opinión, de fuste (leí sus Mujeres de ojos grandes y me pareció nada con sifón). Dicho esto, parecía una excelente persona, más bien discreta y no muy talentosa. Sin embargo, cuánto ingenio derrochó el sevillano, qué labia. De literatura, ni una palabra primero porque, sin duda, no tiene referencias que no sean las basadas en las relaciones de amistad con algunos literatos y, después, porque estaba amparado por esa variante frívola de este nuevo género literario surgido en torno a las presentaciones de libros que consiste en mantener una "conversación" desabrochada y espontánea con el autor delante de un público cada vez más acostumbrado a los reality show.
 
Miento al decir que la literatura brillaba por su ausencia, pues, tacita a tacita, entre los dos, se despacharon en voz alta casi todo el libro, un conjunto de relatos autobiográficos que, según Felipe, carecía de hilo argumental pero se sustentaba con una gran veta intimista. Los botones de muestra me quitaron por completo las ganas, bastantes escasas, de leerlo. Aquello rezumaba sensiblería y topicazos a lo Antonio Gala, imágenes manidas, evocaciones reiteradas hasta el aburrimiento para lectores poco exigentes ("Aquí ya estuve", piensa la escritora al visitar por primera vez la plaza Mayor de Madrid, y Felipe confesó haber sentido lo mismo en Veracruz.). Si es verdad que Céline, con su Viaje al fin de la noche, nos dio "pan para un siglo de literatura", Mastretta podría ser considerada como el principio del ayuno. La pobre no ha recogido ni una miga. Entre risas, compartidas por un público muy cómplice en el que no había ni literatos, ni críticos, ni casi políticos (sólo pude identificar a Leire Pajín, contenta porque lo entendía todo, y a Rosa Conde, contenta porque dirige la Fundación Carolina), entre continuas referencias a "Gabo" –¿pero de quién hablan? oí que le preguntaba una señora a otra detrás de mí– y anécdotas acaecidas siempre entre dos viajes ("venía yo de San Francisco", "acababa de aterrizar", etc.) , el "genial estadista" salió triunfador de la amable empresa y todos tan contentos, en especial ellos que van a repetir en el futuro –y ojo que esto es una primicia– con un libro de recuerdos de Felipe González escrito por la mismísima Ángeles Mastretta. ¡Qué apetecible!, dijo una fan de ambos mientras se ponía a la cola para que le firmaran, los dos, un autógrafo. ¡Qué previsible!, dije yo mientras cerraba mi cuaderno de notas.
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