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Prohibido jugar con dinamita

"Quien ha estado largo tiempo confinado en el papel de menor y ha tenido que dedicar todos sus esfuerzos a la definición y a la defensa de su propia identidad, tiende a prolongar esta actitud incluso cuando ya no es necesaria. Al mirarse a sí mismo, absorto en la afirmación de su propia personalidad y cuidando que los demás le rindan el debido reconocimiento, corre el peligro de dedicar todas sus energías a esta defensa y de empobrecer el horizonte de su existencia, de carecer de grandeza en sus relaciones con el mundo."
Claudio Magris, El Danubio

"El pueblo no puede decidir hasta que alguien no decida quién es el pueblo."
Ivor Jennings, The Approach to Self-Government


La reclamación del derecho de autodeterminación está de moda. Los nacionalistas y su aparato de propaganda intelectual y mediático han contribuído de manera deliberada e incansable a vulgarizar el término y, tal como es costumbre en ellos, a falsearlo. Con insistencia machacona, en declaraciones conjuntas de carácter solemne, en programas políticos, en artículos de fondo o en debates académicos, la máquina nacionalista de creación de opinión ha introducido en la sociedad española la idea de que el derecho de autodeterminación de los pueblos, del que por supuesto se guardan siempre muy bien de especificar en qué consiste, es un componente democrático irrenunciable de cualquier ordenamiento jurídico presentable, que su ausencia de la vigente Constitución española es un defecto a corregir y que poner en duda tales axiomas revela una actitud opresivamente centralista e irritantemente vulneradora de libertades fundamentales. Estas tesis han sido voceadas por numerosos comentaristas apresurados, teorizadas por determinados eruditos desaprensivos siempre dispuestos a adornarse con ornamentales perifollos periféricos o a percibir jugosas minutas, e incluso incorporadas a su agenda por la tercera fuerza política de ámbito nacional en un disparatado ejercicio leninista de autonegación. La pretensión de confederalizar institucionalmente el Estado, de romper su unidad fiscal o asistencial, de expulsar la lengua común del espacio oficial y público en determinadas comunidades bilingües o de resolver el problema del terrorismo etarra mediante la introducción de un inconstitucional "ámbito vasco de decisión", son aspectos variados de esta implacable operación de subversión ideológica destinada a fragmentar la unidad nacional liquidando el gran pacto civil y democrático de 1978. En cuanto a los dos grandes partidos nacionales, que debieran ser sus más esforzados garantes, parece que han olvidado que, tal como señalara lúcidamente Ortega, los remeros abandonan el barco y el empeño de la boga cuando ven al patrón poco seguro en la fijación del rumbo y del puerto de destino.

Por supuesto, el problema no es nuevo ni exclusivamente español. Las alteraciones traumáticas de fronteras y el alumbramiento, desaparición, agrupación o desmembramiento más o menos violento de Estados preexistentes ha sido un fenómeno habitual en la historia europea del último siglo, invariablemente asociado a acontecimientos cataclísmicos: la dos grandes guerras y el derrumbamiento del imperio soviético. En la actualidad, asistimos en Europa a una corriente imparable de destrucción de marcos de convivencia amplios que coexiste paradójicamente con la construcción de una Unión de Estados y de ciudadanos de considerable alcance, calado y ambición. En dos planos distintos operan con enorme vigor dos principios contrapuestos, el principio racional-democrático de ciudadanía que inspira la profundización, consolidación y ampliación de la Unión Europea, por una parte, y el irracional de identidad étnico-lingüística que socava los órdenes constitucionales y la convivencia pacífica de importantes Estados-Nación democráticos e históricamente asentados, por otra. España, sin dejar de actuar con entusiasmo como miembro especialmente activo de la Unión, tiene el ingrato privilegio de albergar en su torturado seno a algunos de los más notorios y virulentos ejemplos de esta segunda tendencia.

A gran escala, Europa se ha liberado de su viejo demonio familiar de la unificación por la fuerza bajo la égida de una gran potencia hegemónica autopercibida como la representante más cualificada de la cultura universal y de los valores superiores de la civilización. España, Francia y Alemania intentaron sucesivamente la hazaña impulsadas por Dios, por la Razón y por la Raza. Hoy, afortunadamente, Carlos V, Napoleón y Hitler, salvadas entre ellos las obvias distancias, son sólo motivo de recuerdos conmemorativos o de arrepentimientos avergonzados. La Unión Europea constituye una opción decidida por la convivencia armoniosa, solidaria y democrática de pueblos, lenguas, tradiciones y credos enriquecedoramente heterogéneos con el noble e inteligente propósito de realizar juntos tareas que beneficien a todos. Parece como si otro de los grandes experimentos fracasados de vida en común de muchas gentes diversas cubriendo vastos territorios, el imperio danubiano de los Habsburgo, volviera para insuflar su espíritu amablemente paternal, tolerante y plural a los líderes europeos de finales del siglo xx, recordándoles que es posible articular lo diferente cuando el nexo de unión es flexible y está basado en valores moralmente superiores a la primitiva y degradante identidad tribal.

Sin embargo, y para nuestra desgracia, la otra tentación luciferina del alma europea, el romanticismo esencialista pulverizador de Estados en nombre de la Nación, continúa vigente y cobra renovados bríos. De nada sirven la experiencia histórica acumulada, con sus estelas de horror, de barbarie y de muerte masivas infligidas a poblaciones inocentes a mayor gloria del Volkgeist, ni la observación de los presentes conflictos sangrientos que han desgarrado y todavían laten en los Balcanes, en Irlanda o en el País Vasco, ni, sin llegar a tales niveles de tragedia, la incertidumbre, el desasosiego o las tensiones reinantes en Italia, en Francia y en España en torno a las agresivas políticas disgregadoras de los nacionalismos padano, corso o catalán. La tremenda y siniestra eficacia electoral de la apelación a la identidad étnica, lingüística o cultural, o al imaginario agravio económico o fiscal, induce irresistiblemente a los dirigentes nacionalistas a llamar a la división, a la separación y al enfrentamiento con sus Estados matriz, por democráticos, descentralizados y redistributivos que éstos sean. La suprema certidumbre del poder es mucho más atractiva que el humilde fulgor de la verdad.

En este agitado contexto, la exigencia airada del derecho de autodeterminación, de su ejercicio irrestricto y de su inclusión en los marcos legales de los Estados compuestos, como es el caso del Estado español, se ha convertido en una de las principales armas dialécticas de los nacionalismos particularistas en su afán por conseguir la "soberanía" para sus supuestas "naciones". Evidentemente, esta perentoria petición no es más que una maniobra de distracción y un astuto ejercicio de calentamiento del ambiente porque en el momento en que los nacionalistas advierten que son mayoría en las comunidades donde operan, proceden indefectiblemente a una convocatoria unilateral del plebiscito para la independencia, sin esperar a modificación constitucional alguna. La impúdica afirmación del jefe de filas del independentismo quebequés, Lucien Bouchard, de que llamarán al referéndum cuando "les conditions seront gagnantes" se comenta sola. Ni que decir tiene que la posibilidad de volver a preguntar al pueblo de Quebec si desea su reintegración en la federación canadiense, una vez que la hipotética consulta gagnante hubiera tenido lugar, ni se contempla. Los nacionalistas de todas las latitudes, y en esto hay que alabarles el gusto, sólo compran lotería si saben que les toca.

Ahora bien, no es casualidad que, pese a la existencia en el mundo de unas mil quinientas naciones catalogadas en el sentido étnico-cultural, los asientos de las Naciones Unidas estén ocupados por dos centenares escasos de Estados reconocidos, entre los cuales tan sólo una docena presentan, a la luz de esta misma perspectiva, una perfecta homogeneidad. Tampoco es un capricho que el orden internacional ofrezca una indisimulada resistencia a los cambios en el número e identidad de los Estados independientes homologados y reconocidos como tales por el resto. Aunque la asignación de la condición de Estado "viable" carece de precisión y obedece a las causas más dispares, que dotan de personalidad jurídica internacional a San Marino, Mónaco, Andorra, Singapur, El Vaticano o Kuwait y se lo niegan a Quebec, Kurdistán, Escocia o Cataluña, no cabe duda de que los valores eventualmente perturbados por la irrupción de fronteras inéditas, a saber, la estabilidad de la arquitectura jurídica internacional y la organización racional y democrática de la convivencia en el interior de los Estados consolidados, tienen la suficiente entidad como para no incurrir en excesivas alegrías a la hora de andar excitando apetencias secesionistas o anexionistas. Un Estado de nuevo cuño puede ser económica, cultural y demográficamente funcional y, a pesar de ello, su creación aparecer como un disparate de grandes dimensiones. La opción de crear un Estado antes inexistente ha de ser racional, ha de salvaguardar los derechos de las minorías presuntamente afectadas y no ha de quebrar la estabilidad y la paz internacionales. Una viabilidad nacional asociada a la guerra, al hambre, al genocidio o a la alteración grave del orden mundial no merece ser ni siquiera considerada más allá de la mera fantasía especulativa.

Con el fin de salir de la ceremonia de la confusión creada por los nacionalistas valiéndose del concepto de autodeterminación, conviene aclarar una serie de cuestiones relativas al mismo en los ámbitos constitucional, político y ético, para equipar a los ciudadanos con los adecuados instrumentos de análisis frente a la ofensiva doctrinal que pretende ganarlos para la causa soberanista-separatista, privándoles así del amparo del Estado democrático.

El derecho de autodeterminación puede ser entendido como derecho de un pueblo a elegir libremente su forma de organización política, es decir, como derecho democrático, o como derecho de un pueblo a fijar su ámbito territorial, en otras palabras, como derecho nacional. Vamos a centrarnos en la segunda acepción, que es la que los nacionalistas presuponen cuando se refieren al derecho de marras. El problema que se nos plantea es: el derecho de autodeterminación ¿es un derecho? Y si lo es ¿cuáles son sus límites?

En primer lugar, hay que distinguir entre un derecho y una reivindicación política, que llegará o no a introducirse en el ordenamiento jurídico. Los derechos fundamentales, entre los que los nacionalistas pretenden situar el de autodeterminación de los pueblos, son, y así se han incorporado a las normas positivas de los Estados democráticos, derechos del individuo frente al poder público, y tienen dimensión universal. Los valores que proclaman son los de autonomía del ciudadano respecto del Estado -libertades civiles-, de participación en la marcha de la res publica -derechos políticos-, y de desarrollo de la persona -derechos sociales, económicos y culturales-. El derecho de autodeterminación es un derecho o, mejor dicho, una pretensión colectiva y, como tal, perteneciente a una categoría distinta de contornos difusos y, por supuesto, de fundamentalidad dudosa si se le compara con el derecho a la vida, a la libertad de expresión o a la igualdad ante la ley.

Dentro del camino general de positivación de los derechos fundamentales, el derecho de autodeterminación, tal como lo entienden los nacionalistas, ha seguido una trayectoria específica derivada de sus especiales connotaciones y particular naturaleza. De entrada, hay que señalar que dicho derecho no ha sido pacíficamente reconocido en la inmensa mayoría de órdenes constitucionales democráticos y que, curiosamente, allí donde sí lo ha sido, como fue el caso de las normas supremas de las antiguas URSS y Yugoslavia, su ejercicio era imposible en la práctica dado el contexto totalitario en que quedaba enmarcado. Cuando la autodeterminación es admitida, lo es condicionalmente en forma de autonomía política dentro del Estado democrático unitario, tal como aparece en las constituciones belga, italiana, canadiense, norteamericana o española, por citar ejemplos familiares. La plasmación tangible de la autodeterminación extrema en forma de secesión de un Estado preexistente, de anexión por otro Estado o de incorporación a un Estado de nueva creación, casi siempre es fruto de un acto de fuerza metajurídico en el que la violencia de una agresión exterior o de una subversión armada interior imponen de facto la aparición de un nuevo sujeto de soberanía en el panorama internacional. En definitiva, que el derecho de autodeterminación, si es pacíficamente admitido, no lo es con carácter ilimitado, pues el derecho de secesión queda explícitamente excluído, y si se lleva adelante en forma de secesión no contemplada constitucionalmente es normalmente en circunstancias revolucionarias o como consecuencia de una confrontación bélica. La descolonización corresponde a un caso aparte que no desvirtúa lo anteriormente expuesto, porque si bien la emancipación del territorio sometido puede realizarse dentro del derecho de la metrópoli por decisión de ésta, el nacimiento del Estado emancipado responde también, aunque sea implícitamente, a un acto de fuerza metajurídica, por lo menos visto desde el sistema de referencia del derecho imperante en la situación colonial anterior. En cuanto a los raros ejemplos de secesión pacífica esgrimidos recurrentemente por los nacionalistas, hay que señalar que la separación de Chequia y Eslovaquia fue un efecto inducido por el derrumbamiento convulso del Estado soviético, y que la disolución de la Unión de Reinos de Suecia y Noruega en 1905 devolvió la independencia completa a los que en ningún momento habían dejado de ser dos Estados soberanos distintos con sus propios Parlamentos y leyes, temporalmente enlazados por una Corona común y una representación exterior compartida.

Con independencia de cuál sea su origen, y si éste es democrático con mayor legitimidad, cualquier Estado constituído propende a establecer como regla básica de su ordenamiento la preservación de su integridad territorial y el mantenimiento de su unidad política. La autodeterminación sin restricciones llegando a una eventual secesión es contradictoria con la misma esencia del Estado democrático, que requiere la congruencia permanente entre Estado y Nación, entendida esta última como espacio estable e internacionalmente reconocible de libertades civiles y políticas, de garantía de derechos fundamentales y de ayuda y afecto mutuo entre los ciudadanos, en el que caben y conviven en armonía diferentes credos, razas e idiomas, y no, tal como propugnan los nacionalistas, como grupo étnico, lingüístico o religioso homogéneo y excluyente. La disgregación de un Estado así concebido y estructurado representa el fracaso de un proyecto de civilización enaltecedora y de progreso pacífico y solidario, y el empecinamiento en el troceamiento de estas altas construcciones de la Historia y del espíritu humano en lo que tiene de más noble y generoso, sólo puede inspirar la repugnancia y el rechazo de cualquier miembro consciente y responsable de la polis.

Queda, pues, claro, que en el dominio de su ordenamiento interno el Estado democrático moderno entiende contradictorio con su misma entraña y con sus objetivos legítimos y legitimadores, la posibilidad permanente y desestabilizadora de desaparición de su integridad territorial y de su cohesión política y social. Tampoco el derecho internacional, en contra de lo que frecuentemente difunden los nacionalistas, se ha mostrado demasiado receptivo al derecho de autodeterminación en su variante secesionista. El Pacto de la Sociedad de Naciones vigente entre las dos grandes guerras mundiales no contenía ninguna mención del derecho de autodeterminación, y pronto la interpretación del mismo se alejó del principio de las nacionalidades para evolucionar hacia los de autonomía de los Estados, entendido como de no injerencia en sus asuntos internos, y de emancipación de los pueblos colonizados. Incluso el que fuera gran adalid del principio de las nacionalidades, el presidente norteamericano Wilson, escribió en el punto cuarto de su célebre mensaje del 12 de febrero de 1918: "Todas las aspiraciones nacionales bien definidas deberán recibir la satisfacción más completa que pueda ser otorgada sin introducir nuevos o perpetuar antiguos elementos de discordia o de antagonismo, susceptibles de romper con el tiempo la paz de Europa y, en consecuencia, la del mundo". Las cautelas contenidas en la expresión "bien definidas" y en la advertencia sobre la exacerbación de rencores dormidos demuestran que el líder del bando vencedor en la primera gran contienda mundial experimentaba justificadas reservas sobre la caja de Pandora que se disponía a abrir. Lástima que cuando se dió cuenta del todo ya era demasiado tarde y el trazado artificioso de fronteras que desmembró la sombra protectora y benévola del águila bicéfala desató los desastres que asolarían el orbe tres décadas más tarde. Es interesante tener presente que para Wilson, en todo caso, su amado principio de las nacionalidades no estaba ligado para nada a una concepción étnica o lingüística de la nación, como la que informa las maquinaciones de Xabier Arzalluz o de Jordi Pujol, sino a una equiparación racional entre soberanía política y voluntad democrática de los ciudadanos. De hecho, varios de los Estados creados sobre los escombros del imperio austro-húngaro eran de una marcada heterogeneidad lingüística, confesional y étnica.

Ya en 1920 se configuraba con toda nitidez la doctrina internacional sobre la integridad territorial de los Estados en la resolución de la Comisión de Juristas que por encargo de la Sociedad de Naciones dirimió el conflicto entre Suecia y Finlandia por la posesión de las Islas Aaland: "... El derecho internacional no reconoce a fracciones de pueblos, como tales, el derecho de separarse por un simple acto de la voluntad del Estado de que forman parte, y tampoco reconoce a otros Estados el derecho a solicitar tal separación. De una manera general, pertenece exclusivamente a la soberanía de todo Estado definitivamente constituído conceder o rehusar a una fracción de su población la determinación de su propia suerte política...". La Declaración de las Naciones Unidas sobre descolonización de 14 de diciembre de 1960, tras sentar enfáticamente que la sujeción de los pueblos a la dominación extranjera constituye una denegación de los derechos fundamentales, afirma sin paliativos que "todo intento dirigido a destruir total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los fines y principios de la Carta". La Declaración de Relaciones Amistosas de 1970 es todavía más esclarecedora al señalar que ninguna de sus disposiciones debe interpretarse en el sentido de "autorizar o fomentar cualquier acción dirigida a destruir o menoscabar total o parcialmente la integridad territorial de Estados soberanos e independientes que actúen conforme al principio de igualdad de derechos y de libre determinación de los pueblos antes descritos y, por tanto, tengan un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivos de raza, credo o color". Parece difícilmente discutible que la Constitución española de 1978 encaja a la perfección en los requerimientos de las Naciones Unidas para considerar deseable la integridad territorial de un Estado. No resulta tan diáfano si la producción legislativa de los Gobiernos autonómicos nacionalistas catalán y vasco, que tan encarnizadamente la cuestionan, pasaría incólume esta prueba del algodón democrático. De hecho, el informe del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la mencionada organización correspondiente a 1996 contenía un toque de atención sobre la dificultad que los niños de habla castellana encontraban para recibir enseñanza en su lengua materna en Cataluña.

El derecho de autodeterminación figura, por tanto, en el sistema jurídico internacional contemporáneo en forma de mero principio inspirador, excepción hecha del caso de la descolonización, para el que adquiere un carácter prescriptivo más preciso. Dado que no parece demasiado plausible asimilar la situación de Cataluña y del País Vasco en España a la de un dominio colonial, las invocaciones nacionalistas a la doctrina de las Naciones Unidas sobre el derecho de autodeterminación sólo pueden ser atribuídas a la ignorancia o a la mala fe, o sea, a la mala fe. El "pueblo" titular del supuesto derecho ha de ser entendido, según el corpus jurídico emanado de la ONU, en el sentido civil del término, es decir, como el conjunto del pueblo del Estado democrático de que se trate, y bajo ningún concepto en su modalidad étnica o lingüística. Ni siquiera la emancipación de una colonia se refiere a una separación entre razas, lenguas o religiones, sino a una desagregación política del territorio de la colonia emancipada del territorio de la potencia colonizadora. Y, desde luego, el derecho de autodeterminación no equivale, según la doctrina más universalmente aceptada por la comunidad académica tanto constitucionalista como internacionalista, al derecho de secesión que, muy al contrario, es inequívoca y contundentemente negado en numerosas declaraciones y resoluciones de las Naciones Unidas.

Recapitulando: el tan cacareado derecho de autodeterminación de los pueblos, que no se le cae de la boca a nuestros conspicuos nacionalistas identitarios, tiene poco de derecho, nada de fundamental y, en cualquier caso, su asimilación al de secesión en el seno de un Estado democrático ha de ser contemplado por la ciudadanía como lo que es, una invitación inconstitucional a la subversión, al caos y al enfrentamiento entre españoles.

La reivindicación de la autodeterminación, entendida como la del derecho de secesión de una parte de un Estado constituido, al referirse a un derecho, tiene un sentido ético a la vez que político. No sólo ha de examinarse desde la óptica del ser, sino del deber ser. Pues bien, dado que el Estado es, además de derecho, fuerza -el monopolio de la violencia weberiano-, la cuestión de la legitimidad moral de esta fuerza resulta clave a la hora de juzgar no ya la oportunidad sino la misma base conceptual de la reclamación del derecho de autodeterminación. En efecto, el Estado reclama para sí en exclusividad el uso de la coacción porque su misión, la del Estado democrático, es garantizar la dignidad de sus ciudadanos, el respeto a sus derechos civiles, políticos y sociales, la distribución equitativa de la riqueza con criterios solidarios y el mantenimiento de un orden justo y estable. En la medida en que el Estado constituído -en el que los nacionalistas de alguna de sus partes exigen el reconocimiento del derecho de autodeterminación- cumple todas estas loables funciones, su natural tendencia a persistir en su integridad territorial y en su unidad política y a defenderlas frente a tensiones fragmentadoras, aparece como necesaria y acorde a sus mismos y enaltecedores fines.

En lo que se refiere a su condición de reivindicación política, el ejercicio de la autodeterminación secesionista está sujeto a pertinentes consideraciones de posibilidad y de conveniencia, que también invitan a juicios morales. Cuando la materialización de un derecho implica la grave vulneración de otros de igual o superior jerarquía, se hace imprescindible una considerable cautela ética. La cuestión de la definición del sujeto del derecho de autodeterminación emerge así como clave para calibrar su grado de factibilidad y, en consecuencia, para evaluar sus eventuales beneficios o daños en el terreno de la realidad. Las utopías son inofensivas, y hasta mentalmente estimulantes, cuando se contienen en el interior del perímetro de la especulación, pero pueden volverse extraordinariamente peligrosas al invadir el mundo tangible para transformarlo con desprecio a su auténtica naturaleza.

Todo derecho requiere un titular inequívocamente identificable. En este punto hallamos una diferencia esencial, ya mencionada, entre el derecho de autodeterminación y los derechos fundamentales. El titular de éstos es el individuo con rostro, nombre y trayectoria vital única e intransferible. Pero, ¿quién es el sujeto del derecho de autodeterminación de los pueblos? Los pueblos, responden los nacionalistas, o las naciones, pues para ellos los dos términos son sinónimos. En otras palabras, el titular del derecho de autodeterminación es colectivo, y ahí nos topamos con la práctica imposibilidad de su ejercicio no conflictivo. En efecto, al optar entre las diferentes alternativas de la autodeterminación -independencia, unión a otro Estado, mantenimiento de la pertenencia al Estado constituído- unos ciudadanos verán satisfechas sus aspiraciones según cuál sea el resultado de la consulta, mientras que otros las verán frustradas. Mientras que el derecho a la vida, a la libertad de residencia, a la libertad de asociación o a la educación, satisface a todos los miembros de la sociedad democrática por igual, el derecho de autodeterminación crea divisiones entre ellos que pueden llegar al enfrentamiento violento. La regla de la mayoría no es, en este caso, una herramienta de resolución pacífica de conflictos, tal como sucede al decidir sobre una determinada política fiscal o un modelo de sanidad pública en un marco constitucional democrático, sino que su aplicación enciende la mecha de la lucha intergrupal.

La respuesta a la pregunta "¿Quién es el self de la self-determination?" no está en absoluto clara. Los individuos se integran en grupos sociales muy diferentes para fines muy diversos con grados de identificación de intensidad variable. Se puede tratar de un ámbito geográfico más o menos extenso, de un colectivo profesional, o de una tribu. ¿Cuál es el decisivo? Evidentemente, no tiene por qué ser el mismo para todos los individuos ni todos considerar igualmente significativo o relevante un elemento de identificación grupal u otro. Los nacionalistas clamarán que es la nación, pero su contundente consigna nos deja igual que estábamos. Porque ¿qué es la nación? ¿la lengua, la raza, la religión, ciertas tradiciones...? Si el contexto social es heterogéneo, plurilingüe, multiétnico, multiconfesional, o varias de estas características a la vez, la selección de un o unos factores de identificación concretos como los verdaderamente determinantes es inevitablemente arbitraria o dogmática. Cuando la inefable Sra. Pujol, de soltera Marta Ferrusola, exabrupta que Cataluña no es España, ¿en nombre de quién habla? Yo soy catalán y me siento y deseo ser español. ¿Quién es esta buena señora o su muy endeudable marido para decirme a mí lo que soy? De la misma forma que nadie, en una sociedad abierta, está legitimado para obligarme a adoptar un credo religioso o unos hábitos sexuales o alimenticios, tampoco nadie puede pretender imponerme mi sentimiento nacional o mi concepto de lo que es una nación. La Sra. Pujol tiene todo el derecho a declarar: yo no me considero ni quiero ser española. Pero carece de título alguno para sentar enfáticamente que Cataluña no es España y, al hacerlo, pone al descubierto su talante totalitario y prepotente. Ella ha elegido la marca distintiva de la catalanidad, que en su caso es la lengua, y se permite endilgárnosla al conjunto de los catalanes, queramos o no.

El derecho de autodeterminación puede apoyarse en la voluntad democrática de los ciudadanos para decidir el ámbito territorial en el que quieren organizar su convivencia o puede buscar su origen en una identidad étnica o lingüística. Son dos concepciones antitéticas. De acuerdo con la primera, no existe ningún componente de raza o de lengua que privilegie a unos miembros de la comunidad sobre otros ni tampoco la lengua o la raza pueden constituir el pretexto para fijar el espacio geográfico del eventual plebiscito. Bajo la férula de la segunda, los ciudadanos de una etnia concreta o los hablantes de un idioma particular son los elegidos para reivindicar el derecho de autodeterminación en el territorio que les parezca idóneo para ganar el referéndum de secesión, condenando de esta forma a sus conciudadanos cuya piel luzca de otro color o cuyo código de comunicación no sea el que los nacionalistas han postulado como el "propio" de su hipotética y sagrada "nación", a ser "asimilados", a emigrar, a degradarse a una categoría civil inferior o a pelear por su dignidad como personas.

Si en una sociedad coexisten varias culturas distintas que comparten un territorio integrado en un Estado democrático geográficamente más extenso, ninguna de ellas genera el derecho de reclamar en su nombre la secesión para independizarse políticamente de este Estado. El derecho que sí es justamente exigible es el de los individuos pertenecientes a estas culturas a ser respetados en su adscripción a las mismas, a poder utilizar privada y públicamente su lengua y a recibir en ella la educación, a practicar su culto y a no ser objeto de discriminación de ningún género. Los ciudadanos que componen una minoría son sujetos del derecho individual de ejercer su identidad diferencial sin trabas, pero no del derecho colectivo de arrastrar a la totalidad de la sociedad plural y democrática en la que viven a una aventura secesionista de resultado incierto y potencialmente destructiva.

La concepción étnica de la nación y, por extensión, de la autodeterminación, no tiene suficiente densidad ética comparada con su definición cívica, racional e ilustrada como para justificar la singularización de un grupo caracterizado por su raza, su lengua o su religión y dotarlo de derechos colectivos específicos más allá de los derechos individuales inalienables que a cada uno de sus miembros le atribuya y le garantice el orden constitucional democrático vigente. No es aconsejable, en un contexto civilizado, confundir la política con la antropología. Errores intelectuales de magnitud tan considerable exponen a los seres humanos que los padecen a los mayores riesgos y a las peores desgracias. No es extraño que, al referirse a la autodeterminación, uno de sus estudiosos afirmara de este inquietante principio que estaba "cargado con dinamita". La hipocresía de los nacionalistas en sus quejas por la ausencia en las previsiones de la práctica totalidad de las constituciones contemporáneas del derecho de autodeterminación, queda de esta manera patente. Porque, ¿permitirían los nacionalistas a sus hijos entregarse todos los días a festivos retozos con un juguete repleto de sustancia tan inofensiva? Una vez obtenida la independencia de su anhelada y supuestamente oprimida "nación", ¿incluirían los nacionalistas en el nuevo ordenamiento constitucional su ración "nacional" de explosivo siempre presto a estallar? La conclusión sólo puede ser una: no hay derecho a que algunos reclamen un derecho que, aparte de no serlo, se cierne como una grave y permanente amenaza sobre los derechos de los demás.

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