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Los puritanos y el liberalismo conservador

El siglo XIX no conoció la distinción entre izquierdas y derechas, pero se vio desgarrado por la diferencia no menos cainita entre moderados y exaltados. Esta última es una discriminación que tiene muy poco que ver con las ideas profesadas, se refiere a su radicalización y a las diversas estrategias para hacerlas valer en la práctica. Esto fue así porque desde Waterloo hasta la Gran Guerra, ninguna teoría política arraigó con tanta fuerza como el liberalismo. Todos los europeos con formación política coincidían en las nociones básicas de ciudadanía, tolerancia religiosa, sufragio, parlamentarismo, etc. Pero diferían en su alcance y oportunidad. El Estado español contemporáneo se creó sobre las ideas de libertad política y de igualdad civil.

Sin embargo el liberalismo estaba muy lejos de ser una teoría política homogénea. En la España del siglo XIX coexistieron y combatieron entre sí dos tradiciones muy diferentes: la "vieja política" estaba representada por la primera generación de liberales españoles: los doceañistas, que provenían de una tradición especulativa y racionalista, tendente a la construcción de utopías. Habían formulado sus teorías traduciendo sistemas filosóficos y, en oposición al absolutismo, no se habían enfrentado a la realidad práctica del poder. Cuando lo hicieron durante el Trienio, lograron que en poco tiempo el pueblo español les diera la espalda por su radicalismo dogmático. Su modelo era la "Gran Revolución Francesa" de 1789 y su dogma político, la "soberanía popular". La "nueva política" estaba representada por los ideales de una generación surgida a mediados de los años treinta, cuando la muerte de Fernando VII abrió definitivamente el paso de un régimen absolutista a un régimen constitucional. Era la generación romántica, que no había conocido el exilio ni la persecución, y que por lo tanto tenía menos agravios y resentimientos acumulados. Frente al liberalismo demoledor de los doceañistas, ellos fueron los encargados de construir un liberalismo conservador. Un liberalismo de base empirista y pragmática, no especulativo ni sistemático, basado en la interpretación de la tradición y de las instituciones que habían crecido históricamente. Eran luchadores de doble frente, su objetivo era evitar que el nuevo gobierno representativo que nacía en medio de una guerra civil contra el absolutismo, derivara en anarquía o en tiranía, eran hombres del "justo medio".


Orígenes del liberalismo conservador

Esta novedosa visión centrista fue la que triunfó políticamente en la fórmula doctrinaria de la "monarquía constitucional", síntesis de los derechos tradicionales (el Trono) y de las nuevas libertades civiles (el Parlamento). Los ideales de esta nueva generación venían de la Monarquía de Julio, el régimen de Luis Felipe (el rey burgués) en Francia, cuya consigna, era bien clara: "La libertad no consiste sino en el imperio de las leyes". Sobresalientes pensadores y estadistas, tales como Benjamin Constant, Royer-Collard, Guizot y el grupo de los doctrinarios estaban desarrollando la teoría de las "garantías" para proteger los derechos del individuo frente a las intromisiones del Estado, estaban desarrollando el liberalismo postrevolucionario.

Los orígenes históricos del liberalismo conservador español moderno pueden situarse en torno a la crisis de mayo de 1836. En aquel momento en las Cortes se debatía la ley electoral. El primer ministro Mendizábal se inclinaba hacia un sufragio muy restringido mientras que los moderados se mostraban mucho más democráticos. Si nos atenemos a la etiqueta progresista con que Mendizábal ha pasado a la Historia, hemos de renunciar al cliché según el cual el progresismo fue un movimiento de raíz popular y democrática. Mendizábal representaba, los intereses de una plutocracia andaluza librecambista y su desamortización burlaba las expectativas de buena parte de la población. Es lógico que quisiera restringir al máximo el cuerpo electoral.

El moderantismo, por su parte, había quedado partido en dos: un grupo capitaneado por Istúriz apoyaba el criterio con que Mendizábal llevó a cabo la transferencia de los bienes, pero criticaba el alcance de sus reformas políticas y estaba dispuesto a revisar el Estatuto Real de 1834 en un sentido mucho más amplio y liberal. Esta tendencia de un moderantismo democrático fue el punto de partida de los primeros centristas. Un segundo grupo, escindido del primero por el problema de conciencia implícito en la aceptación de la desamortización, se declaró abierto al "carlismo posibilista" y dio origen al tradicionalismo y al neocatolicismo. Su única consigna era "el orden y el fortalecimiento del poder real". Se inspiraba en autores como De Maistre y Lamennais, que insistían en poner límites al individualismo en nombre de la autoridad de la Iglesia y del Estado.

En definitiva, unos aceptaban el reto de la revolución y estaban dispuestos a gestionarla defendiéndola de la anarquía y de la reacción, mientras otros no terminaban de aceptarla y estaban dispuestos a liquidarla si era necesario. El nuevo liberalismo postrevolucionario que vino de la mano de la generación romántica, se agrupó entorno a Istúriz con un doble propósito: enseñar a la Revolución a institucionalizarse y tratar de enseñar también al Poder a ponerse límites y reglas. O dicho en las magníficas palabras románticas de uno de sus más significados representantes, Nicomedes Pastor Díaz: "...de las arenas ensangrentadas de la revolución había que pasar a los pacíficos campos de las instituciones. Lograr que la sociedad no haga la guerra al poder y que el poder no absorba y perturbe a la sociedad es una quimera para los poderes que no reconocen límites ni reglas, para los partidarios alucinados por la calentura revolucionaria o reaccionaria, para todos aquellos que permanecen tercamente agarrados a sus propias concepciones sin comprender que todos los sistemas son falsos e insuficientes. Poder y sociedad sólo pueden vivir en el respeto a las instituciones y observancia de las leyes".

La idea de "libertad bajo la ley" era todavía una quimera en España. En 1836 los progresistas, agrupados alrededor de Mendizábal, estaban muy lejos de aceptar el resultado de las urnas y alegando un posible pacto entre moderados y carlistas se dispusieron a romper el marco del Estatuto por la vía insurreccional. Y así, el 12 de agosto estallaba el célebre Motín de la Granja que obligó a la regente doña María Cristina a firmar un decreto restableciendo la Constitución de 1812. Aquellos acontecimientos significaron la ruptura definitiva del gran partido liberal español y la irrupción del juego sucio entre sus dos familias: moderada y exaltada.

Las ideas centristas de la nueva generación romántica se habían impuesto en la dirección moral y política de los ánimos, y ya no podía gobernarse con los principios abstractos de 1812, como querían los progresistas, ni con los restrictivos principios del Estatuto Real como querían los moderados. Era necesario encontrar un consenso básico entre los liberales para afrontar la guerra carlista y, sobre todo, la construcción del Estado y la administración. El resultado fue la Constitución de 1837 que diseñaba un régimen de "soberanía compartida", un sistema constitucional y parlamentario perfectamente homologable con los más avanzados que en aquel momento se podían encontrar en Europa. Los progresistas coincidían en aquel momento con lo propugnado por los centristas de Istúriz en las abortadas Cortes de 1836: el texto constitucional reconocía la "soberanía popular", incluía una declaración de derechos individuales, establecía la libertad de imprenta, la tolerancia religiosa, el poder judicial y la milicia nacional tal como querían los progresistas, pero incluía también principios moderados como el sistema bicameral, el veto del monarca y el derecho de disolución. Fue pues, la primera Constitución claramente consensuada por los dos principales partidos españoles.

Prueba inequívoca de que el sistema funcionaba todavía sin fraudes electorales y que las ideas de la nueva generación romántica conservadora dominaban la cultura política del momento, fue que los progresistas, aun controlando todos los aparatos del Estado (ayuntamientos, diputaciones, milicia nacional, cortes y ministerios) desde los días la revolución de la Granja, perdieron las elecciones celebradas en septiembre de 1837. ¿Qué había pasado para que se produjera una victoria tan clara de las opiniones moderadas? Sucedió que en el seno del partido moderado se había producido una renovación generacional y doctrinal, de la mano de los jóvenes que no habían ejercido influencia durante la época del Estatuto. Un grupo animado de fuertes convicciones había atacado y vencido las viejas doctrinas doceañistas en sus fundamentos y en sus aspiraciones de popularidad.

El rearme ideológico vino de la mano de personajes como Andrés Borrego, Pacheco, Pastor Díaz y Ríos Rosas. Atacaron por medio de una propaganda política que también resultaba novedosa: conceptos contra conceptos, principios contra principios, mostrando históricamente que las doctrinas doceañistas eran extrañas a las tradiciones políticas españolas, probando cómo comprometían y menoscababan los derechos de los pueblos, probando los errores cometidos en las reformas económicas, defendiendo el sistema de garantías legales que necesitan las instituciones políticas para funcionar, demostrando que sólo hermanando los "derechos de la Corona" con las "legítimas aspiraciones de la nación", se lograría el equilibrio político que daría la paz a España. En definitiva un moderantismo pactista y centrista que aceptaba la revolución y sus principios siempre que ésta se aviniese a una institucionalización razonable.

El sistema constitucional comenzaba a funcionar. Las elecciones del 22 de septiembre fueron de las pocas en que se vio pasar el poder de forma pacífica y estrictamente legal de un partido a otro. El rearme ideológico del liberalismo conservador disponía de un arma poderosa, El Correo Nacional, editado por Andrés Borrego que fue el armazón ideológico de un partido político organizado, el nuevo partido "monárquico-constitucional". Bajo la cabecera periodística se agruparon los jóvenes: Pacheco, Ríos Rosas, Pastor Díaz, Oliván, Bravo Murillo, Pérez Hernández, Antonio Benavides. El éxito que acompañó a la nueva empresa periodística de Andrés Borrego fue extraordinario y se mantuvo los cuatro años que duró su publicación. "Un partido conservador inteligente -afirmaba Borrego- no debe limitarse ni afanarse en contener, sino que su porvenir y su gloria consisten en transformar".

Difícilmente se encontrará un programa político con más preocupaciones sociales y económicas en la primera mitad del siglo XIX que el de Andrés Borrego en El Correo Nacional. Si, de nuevo, nos atenemos a la etiqueta de la raíz popular de los progresistas, hemos de renunciar al tópico según el cual dispusieron de una conciencia social más desarrollada que los conservadores. A la vista del programa de El Correo Nacional sucedió todo lo contrario. Encontramos en él una visión del Estado que no es la del doctrinarismo francés ni el de la escuela revolucionaria clásica. Al Estado se le confiere un papel de corrector de las injusticias sociales, una función de centro movilizador de la acción social y una misión de protección y amparo de los más desprotegidos. Respecto al gran debate político del momento histórico en que fue formulado (el debate sobre la soberanía), el programa de El Correo Nacional tiene también una singular aportación: la idea de que la "soberanía popular" debe entenderse en la práctica como el viejo principio whig de la "supremacía parlamentaria". Había que defender el poder tanto de las injerencias de las milicias urbanas como de las influencias cortesanas. Este debía ser el terreno de entendimiento entre los dos partidos. El gobierno debía ser expresión de la autoridad pública y el Trono de unidad; el poder real se ejercería por medio de los ministros, pero éstos deberían ser representantes de la mayoría parlamentaria y como tales representantes amovibles de la opinión. Este planteamiento se alejaba del principio doctrinario según el cual el ministerio depende del Rey y constituye una prerrogativa exclusiva de la Corona, principio que seguían defendiendo los moderados en la teoría y en la práctica.

Otra clave del pensamiento liberal centrista, tal como aparece en el grupo de El Correo Nacional, fue el intento de armonizar catolicismo y liberalismo secular, otro de los debates más importantes de todo el siglo xix. El romanticismo había aportado una visión espiritualista de la religión, según la cual la Iglesia tenía una función moralizadora, pero no política, en la vida social. Nunca renunciaron al liberalismo en nombre de la religión (como hicieron Donoso Cortés y los neocatólicos), ni a la religión en nombre del liberalismo anticlerical (como hicieron los progresistas). En el parlamento defendieron la dotación del clero por parte del Estado, pero se opusieron al restablecimiento del diezmo. Partidarios de una desamortización justa, criticaron el no reconocimiento del Vaticano por Isabel II y consideraron la Inquisición como una institución antievangélica; pero reconocieron la importancia del sentimiento religioso como raíz misma de la libertad y como vínculo y fundamento de la convivencia. El pueblo que había hecho la Revolución, afirmaban, seguía siendo católico.


Los años de intransigencia

Muchas esperanzas se pusieron en este programa que debía encontrar apoyo entre los que no suspiraban ni por la Constitución del 12, ni por el Estatuto Real de 1834, es decir, por las nuevas generaciones que aceptaban la Constitución de 1837 como marco para una nueva convivencia. Este programa, junto a una visión organizativa de lo que debían ser las nuevas formas de los partidos políticos, a los que consideraba órganos de articulación y de creación de la opinión pública, fue la gran aportación de Andrés Borrego al liberalismo español. Una aportación que merece ser rescatada del olvido. "Concretemos nuestra acción a influir sobre la opinión, estudiemos atentamente todas las cuestiones de interés público, presentemos a este la solución que según nuestras doctrinas daríamos a los asuntos de interés general y dejemos que el tiempo traiga a nosotros la atención y la confianza del país. Entonces el poder será infaliblemente vuestro y satisfaréis la más noble de las ambiciones, confiriendo a la nación un beneficio inmenso".

El final de la guerra carlista en 1839 fue otro momento de esperanza para la sociedad española, tan importante como lo había sido la muerte de Fernando VII en 1833. Había llegado el momento de dejar atrás las luchas ideológicas abstractas, los debates de catecismo, y ponerse a la reconstrucción material del país y de la administración. Eso sólo podía hacerse desde una aceptación común del juego limpio y sin excluir a nadie. "Es necesario -escribía Pastor Díaz- terminar la guerra con un pensamiento de paz: si un convenio con D. Carlos es absurdo, un convenio con los carlistas es necesario. La Revolución y la Guerra civil concluyen, la Ley debe comenzar. Tras el tiempo de discutir ha llegado el momento de acatar y obedecer la Constitución".

Pero este deseo estaba muy lejos de ser compartido. Violentando la Constitución, el general Espartero, tras desterrar a la regente doña María Cristina, instauró un régimen militarista (los ayacuchos) arbitrario y exclusivista, que motivó una larga campaña de oposición tanto de moderados como de los sectores más templados del progresismo (Salustiano Olázaga, Joaquín María López). Durante ese período, El Correo Nacional fue suprimido y Andrés Borrego enviado una vez más al exilio. Pero sus discípulos continuaron su obra a través de una nueva revista El Conservador. Revista semanal de política, ciencia y literatura, en la que colaboraban Joaquín Francisco Pacheco, Antonio Ríos Rosas, Francisco Cárdenas y Nicomedes Pastor Díaz, el núcleo original de los futuros puritanos.

Tras el golpe de Espartero, el partido moderado se encontraba disperso y reducido al silencio. El núcleo de jóvenes políticos agrupados en torno al Conservador se planteó un rejuvenecimiento del antiguo partido cuya decadencia se debía, en su opinión, no sólo a la persecución y represión ayacucha, sino también a su propia debilidad, al no haber sido capaz, durante su estancia en el poder, de ajustarse a los principios que postulaba el programa de El Correo Nacional. En octubre de aquel mismo año (1841) se produjeron los pronunciamientos violentos del ex ministro moderado Montes de Oca en Navarra y del general Diego León en Madrid, contra Espartero. Un amplio sector del moderantismo estaba dispuesto a utilizar las mismas prácticas insurreccionales y anticonstitucionales que habían utilizado los progresistas. El pequeño núcleo de El Conservador se demarcó claramente de ellos. En el número 7 de la revista (24 de octubre) puede leerse: "El partido conservador no es ni será nunca faccioso, porque no se ha alzado ni se alzará jamás contra ningún gobierno legítimo. Nosotros aconsejamos a los hombres de nuestras opiniones que no abandonen un punto la situación constitucional en que se han colocado". Permanecer en los límites estrictos de la legalidad, defender la ley y la Constitución como normas de convivencia política, esas eran las armas que los jóvenes publicistas y parlamentarios de El Conservador esgrimían frente a las arbitrariedades de la dictadura ayacucha.

En las Cortes progresistas de 1841, al debatirse el problema de la tutela de Isabel II, Pacheco (prácticamente el único conservador) exigió una y otra vez el cumplimiento de la Constitución por el Gobierno y por la mayoría parlamentaria que apelaba a antiguas leyes para justificar la nueva situación política creada por la regencia de Espartero. Para Pacheco, y esto da cuenta de cuál era el nivel real de la cultura política en España a la altura de 1841, la Constitución era una ley y no otra cosa, "una ley con arreglo a cuya norma hay que resolver las cuestiones políticas". Esta visión de las cuestiones políticas como cuestiones jurídicas y de la Constitución como ley que sirve para resolverlas, esta filosofía de la Carta (en términos doctrinarios) les distanció también de los propios moderados que seguían viendo la Constitución de 1837 como el resultado del Motín de la Granja.

Por impulso de uno de los movimientos más populares y unánimes que se dieron en la España del XIX, Espartero cayó en 1843 y sucedió lo que en todas las restauraciones. Los moderados, capitaneados ahora por Narváez, en su afán de crear un sistema enteramente opuesto al sistema progresista, plantearon la correspondiente reforma de la Constitución en 1845. Muy pocos parlamentarios se opusieron a esa innecesaria reforma del código. Pastor Díaz sobresalió en el Congreso pronunciando uno de los discursos parlamentarios más notables que han resonado en las cámaras españolas del siglo XIX. La argumentación de Pastor Díaz era clara y rotunda: "Las leyes que regulan el ejercicio de los poderes públicos no pueden estar a la merced de las pasiones políticas y de la voluntad de los partidos". Con más previsión que su grupo parlamentario, comprendía que las reformas políticas practicadas por los vencedores, como un alarde de orgullo y poderío, no eran a su vez más que pretextos para que los derrotados clamaran venganza.

La Constitución debía ser el marco de convivencia política entre los principios progresistas y moderados, en vez de volver a la desastrosa costumbre de hacer depender la legalidad común del partido dominante en cada momento. Esta defensa de la Constitución de 1837 no era para los moderados de Narváez más que "prejuicios de puritanos". Desde aquel día el pequeño grupo de opositores a la reforma constitucional, constituyó la llamada "disidencia puritana". El jefe político del grupúsculo era Pacheco, el ideólogo Pastor Díaz, y entre los más destacados militantes se encontraban: el banquero José de Salamanca, Istúriz, Patricio de la Escosura, Moyano, los generales Concha y Ros de Olano.

El régimen moderado instaurado en 1845 tras suprimir la Constitución del 37, volvió al exclusivismo: durante el primer gobierno de Narváez (el "buey liberal") se produjeron más de doscientas ejecuciones por motivos políticos y los principales líderes del progresismo, Mendizábal, Espartero, Olózaga... fueron obligados, una vez más, al exilio. La tolerancia, que es la base de la política moderna, estaba muy lejos de ser ni siquiera una posibilidad en la España de mediados del siglo XIX en la que no existía el más mínimo consenso institucional ni constitucional. Los términos transacción o negociación eran denostados como "pasteleo": el peor pecado político. La beligerancia era total y mortal. El ejercicio del poder era entendido como la "conjugación del verbo comer", un asalto a las instituciones y además, cada partido creaba sus propios e incontrolados aparatos de poder. El Estado constitucional diseñado por los moderados con el Estatuto Real (1834) y recogido en la Constitución de 1837 tenía ministros, jefes políticos, intendentes, generales, tribunales... El Estado popular creado por los progresistas a lo largo de sus luchas políticas tenía juntas revolucionarias, diputaciones, ayuntamientos, milicias, consejos de disciplina... Para los moderados la soberanía estaba en las "Cortes con el Rey", para la organización progresista en las "Juntas con el pueblo". Un perfecto caos institucional regido por la discordia. Una competencia además que se ventilaba por la fuerza. Los nuevos partidos, que no supieron resignar su poder en manos de un parlamento y una constitución consensuada, abdicaron a los pies de los espadones y sus correspondientes dictaduras militares.

En menos de once años y en un contexto de doble guerra civil sin cuartel, se habían proclamado en España cuatro constituciones diferentes: el Estatuto Real en 1834, la Constitución del 12 tras el Motín de la Granja, la Constitución de 1837 y la reforma de 1845. Ninguna de las cuales aportó una experiencia apreciable, pero significaron para España el largo y doloroso aprendizaje del gobierno parlamentario. Es claro que para la cultura política del momento la Constitución no era sino una adaptación de las leyes a los intereses coyunturales del partido en el poder. Una bandera que cada grupo interpretaba como un dogma esencial e irrenunciable. Las luchas políticas entre los partidos eran cuestión de fuerza; y las tareas de los sucesivos gobiernos, constantemente de represión y defensa. El partido carlista suscitó una guerra civil, el partido progresista nombró un dictador: Espartero y los ayacuchos; el partido moderado obedeció a un "ministerio-soldado": Narváez; y bajo los hábitos de esas situaciones sucesivas fue desarrollándose un sistema de arbitrariedades, de excepciones y de violencia, tan incompatible con la organización constitucional, como con el establecimiento de una administración inteligente y eficaz. Los debates parlamentarios parecían lecciones de catecismo, los partidos políticos parecían sectas fanatizadas.

Para tratar de explicar por qué fueron así las cosas, no podemos referirnos únicamente a los distintos proyectos ideológicos que la revolución puso en juego. Recordemos que tanto moderados como progresistas eran liberales, y es necesario prestar atención a las estrategias políticas usadas por los partidos. Así, el binomio antagónico entre "régimen exclusivista de partido" y las tentativas y el planteamiento de "unión liberal" puede servir de hilo conductor para orientarnos en el inextricable laberinto de la era isabelina.

Por "régimen exclusivista de partido" debemos entender aquellos períodos en que se decreta desde el poder la proscripción de la oposición sin respeto alguno a las leyes o adaptándolas a los intereses coyunturales del partido en el gobierno. Bajo este punto de vista fueron idénticas tanto la regencia de Espartero (1840-1843) de signo progresista, como las sucesivas dictaduras de Narváez (1845-1854) de signo moderado. Revolucionarios y contrarrevolucionarios compartieron por igual prácticas exclusivistas. Por estrategia o tendencia de "unión liberal" debemos entender la aspiración a lograr la fusión de los elementos transigentes de cada partido para consolidar el Estado liberal bajo el respeto compartido a la ley común. Un esfuerzo por establecer gobiernos de cooperación y compromiso que permitiesen el desenvolvimiento de una oposición leal y que garantizaran el desarrollo del Estado de una forma gradual y sobre todo ininterrumpida. Los períodos de "unión liberal" fueron mucho más escasos y coyunturales. Como tales podemos citar las Cortes Constituyentes de 1837, la coalición antiesparterista de 1843, la coalición parlamentaria contra las reformas de Bravo Murillo en 1852, el bienio progresista (1854-56), y finalmente "los cinco años gloriosos de O'Donnell" (1858-63).


Los "puritanos"

La formulación y la difusión de esta estrategia de "unión liberal" fue la gran aportación de los puritanos, que habían contribuido decisivamente a la liquidación la dictadura ayacucha en 1843 y que habían protestado enérgicamente en 1845 contra la reforma moderada de la Constitución. Su coherencia estaba más que probada y su prestigio moral e intelectual ante la opinión era formidable. Todas las estrategias creadas por las distintas familias del moderantismo isabelino fueron fracasando una tras otra: los intentos patrocinados por Jaime Balmes y los "vilumistas" (por el marqués de Viluma) de unirse a los carlistas, los intentos dictatoriales de Narváez justificados por Donoso Cortés, los intentos anticonstitucionales de Bravo Murillo... Todas estas tendencias políticas desaparecieron sin dejar rastro en la política española. Únicamente la estrategia de "unión liberal" creada por los puritanos, demostró ser una fuerza decisiva en la historia española. Esta fue la estrategia que finalmente triunfó con la Restauración canovista, cuando los liberales españoles encontraron la vía de la alternancia pacífica y cerraron el ciclo exclusivista iniciado en 1834.

El apelativo de "puritanos" que recibieron estos primeros políticos centristas españoles, significaba bien lo que querían: pureza en la Administración, respeto a las leyes establecidas, orden y el comienzo de una política liberal que dulcificara los rigores de las pasadas violencias, y que, sin apartarse de las doctrinas conservadoras llevase adelante la obra de progreso que representaba el trono de Isabel II. "Prejuicios de puritanos", habían exclamado sus enemigos políticos moderados ante el carácter no conformista de su crítica y sus protestas contra el camino intransigente y antiliberal que mantenía el moderantismo bajo la dirección de Narváez. Su lema político era la "estricta legalidad, el respeto a las leyes". La disidencia puritana tenía mucho de mentalidad jurídica, de purismo jurídico. "Las leyes son santas", había exclamado Pastor Díaz en el Congreso. Los puritanos defendían la integridad de la perspectiva legal ("gobernar con las leyes") y el derecho como garantía de racionalidad frente al controvertido campo de las luchas políticas basadas en la fuerza. Para Díez del Corral y Tomás y Valiente, su obra significó el arribo del punto de vista jurisprudencial a la cultura política.

Se trataba de "conservadores"; ellos mismos proponen el término de "liberal-conservadores" frente al ya gastado de "moderados". Este concepto político hay que entenderlo correctamente: se trata de una doctrina política -nueva en aquellos momentos- que se proponía la gestión de una sociedad postrevolucionaria. No se trataba de ninguna propensión al inmovilismo político, al mero mantenimiento del "orden" o una negación explícita de la revolución. Al contrario, su proyecto político implicaba la realización plena de la revolución, su resolución en instituciones pacíficas, la creación de un orden regular y duradero que pusiera fin a los dilemas exclusivistas que desgarraban la sociedad.

El modelo de conservador diseñado por los puritanos no se opone al revolucionario, pero sí al radical, al exaltado, al extremista. Comprendieron que la vida política es justamente lograr el consentimiento y superar la conflictividad, teniendo como espacio común de convivencia el sometimiento a las leyes. La denominación de puritanos tenía además otra resonancia moral que surgió en el teatro romántico. Y es que en 1836 se había estrenado con gran éxito la ópera I Puritani, de Bellini, en el Teatro de la Cruz. A los liberales les encantaba la arrogancia y la pose de honorabilidad incorruptible. Los puritanos hacían de la honradez y la virtud el valor superior de la política, algo más valioso que la ciencia o la inteligencia.

Los puritanos fueron los iniciadores de una nueva reflexión sobre la política moderna y de una nueva forma de concebir la acción política que supone, a nuestro entender, el legado más valioso del conservadurismo español del siglo xix. Fueron por igual hombres de acción y hombres de pensamiento. Pacheco destacó con sus Cursos de Derecho Constitucional en la cátedra del Ateneo, y Nicomedes Pastor Díaz, rector de la Universidad de Madrid, destacó por sus numerosos ensayos políticos y artículos periodísticos. Buena parte de las ideas que hicieron posible el equilibrio político de la Restauración en 1875 estaban en sus obras. Cánovas dijo de Pastor Díaz: "El ensayo político que él hizo bien puede recomendarse en confianza. Tal vez no se haya hecho otro más feliz todavía".

En su primer Manifiesto electoral de 1839 Pastor Díaz expresaba el sentimiento de tener por delante una tarea inmensa que cumplir: "Construir un Estado nuevo después de que el antiguo fuera destruido por la revolución y la guerra civil". Para dominar ese caos era necesario una nueva visión de la política. Los antiguos liberales les habían enseñado a discutir y a criticar. Ahora se trata de fundar, de construir. Para esa tarea había que rechazar las consignas fijas, la política de catecismo. Había que superar las exclusiones y ampliar las bases de participación del régimen. El "orden", principal objetivo conservador, no podía venir del retroceso a las formas despóticas ya superadas por la revolución. Sólo por el respeto a las leyes, por medio del "juego limpio", por la estrategia del consenso se podría fundar, garantizar la duración, estabilizar el nuevo gobierno representativo. Víctor Hugo, el gran maestro de la generación romántica había exclamado: "Todos los sistemas son falsos, sólo el genio es verdadero". Es decir, la ilusión de los sistemas es nefasta, como lo es la ilusión de que la sociedad pueda reformarse por decreto. El nuevo liberalismo centrista era deudor de esta máxima romántica. "Cuando un principio", escribía Pastor Díaz, "o un sistema político, sea el que sea, intenta el dominio absoluto de la sociedad, encuentra siempre una resistencia que sale a oponérsele desde los más profundos senos vitales de la sociedad. El crecimiento, el progreso, nunca se da cuando una idea o un sistema o un grupo prevalece sobre los demás, sino cuando todos compiten respetando las reglas del juego limpio". Era la aceptación del pluralismo como elemento clave de la nueva sociedad postrevolucionaria.

La reflexión puritana sobre el arte de gobernar tomó el aspecto de una redefinición de las relaciones entre la sociedad y el poder político. La administración no puede ser una simple máquina al servicio de la voluntad de los partidos. El orden social debe considerarse según un modelo biológico (orgánico) no mecánico. La Revolución aparece como la culminación de un largo proceso de crecimiento histórico cuyas raíces se hunden en la formación misma de la sociedad; los verdaderos derechos humanos no son los postulados metafísicos y abstractos de los revolucionarios o de los filósofos, sino los que han ido apareciendo históricamente: las libertades, la legitimidad, la magistratura, la administración, las capacidades, algo que a un inglés le parecería obvio pero que no lo era ni mucho menos para los entusiastas españoles de la revolución o de la reacción. Ya no bastaba batirse por principios o por dogmas (los derechos inalienables del Trono contra la soberanía popular) por muy excelentes que fuesen. Hacía falta traducirlos y concretarlos, establecer instituciones viables, discutir el modo del escrutinio, el régimen de la prensa, el papel del parlamento, en definitiva dar un contenido a las ideas del gobierno. Lo que les movilizaba eran las cuestiones de tecnología política, antes que las de filosofía política; era la eficacia del sistema de regulación y de garantías lo que les interesaba prioritariamente.

Desde los tiempos de Andrés Borrego en El Correo Nacional habían comprendido que la clave del gobierno de la sociedad moderna estaba precisamente en "convencer" a la gente. El régimen moderno debía ser un régimen de opinión, nunca de fuerza. Los intereses y las opiniones existen por su cuenta, son una nueva forma de identidad colectiva. Los movimientos públicos, los hechos sociales existen de por sí, no se puede luchar contra ellos. Hay que conocerlos y vivir con ellos. Los nuevos medios de tratar con la sociedad deben ser "interiores", en oposición a las viejas técnicas políticas "exteriores" que corresponden a la vieja sociedad. El poder no puede ser más una instancia separada que organiza y estructura la sociedad, porque entonces sería el soporte de una dominación. En la sociedad moderna, marcada por la libertad y la igualdad, el poder y la sociedad deben ser un mismo ser. En palabras de Pastor Díaz: "Una constitución no puede dar como resultado un trastorno de la sociedad, las leyes dictadas por los poderes legales no pueden saltarse las vallas de la sociedad misma que esos poderes representan".

Las relaciones entre el gobierno y la oposición deben cambiar radicalmente de sentido. El ejercicio del poder no reside en la posesión de instrumentos administrativos sino en aprender a apoderarse de la opinión pública, a estar atento a la dinámica social e insertarse en ella. La oposición puede y debe ejercer un gobierno moral. Es, de hecho, el gobierno de los sectores sociales que desaprueban el sistema que gobierna y aspiran a cambiarlo. Ya en 1841, Pacheco había clamado contra la pena de muerte por motivos políticos. Todo el discurso político puritano es un intento, más de una vez desesperado, por hacer entender a los gobiernos que la oposición, mientras respete la ley, mientras cumpla las condiciones de legalidad, moralidad y capacidad política, debe ser igualmente respetada y debe tener un papel activo en el sistema.

El sistema político ha de ser plural porque la sociedad es plural. El poder no crea la sociedad, la encuentra. Esta afirmación de que el Estado no es más que un producto de la sociedad y que por tanto no puede saltarse las vallas de la sociedad misma, es una garantía contra los legisladores voluntaristas y los partidarios de los dogmas. El terror revolucionario y el reaccionario son hijos por igual del artificialismo político, de los especuladores. Las leyes no hacen más que registrar y traducir un estado social y moral determinado. No pueden instituir nada que no exista ya. Este concepto clave de "la legitimidad de lo existente" fue usado por Pastor Díaz y Pacheco una y otra vez en su práctica parlamentaria. Así, en la discusión sobre la devolución de los bienes del clero que se suscitó durante la década moderada, aun reconociendo que la desamortización fue injusta en principio, aprovechó para defender la aceptación de los hechos consumados y para criticar la desesperante práctica de deshacer lo que el gobierno anterior había hecho. Los conservadores no se oponen a los cambios si éstos se producen por la vía legítima, son netamente distintos de los reaccionarios capaces de incumplir la legalidad y reaccionar violentamente para evitar cualquier cambio.


La Unión Liberal

El liberalismo conservador de los puritanos fue una llamada a la sensatez, a la tolerancia y un caso excepcional de responsabilidad intelectual. En definitiva su óptica política planteaba una nueva visión de las relaciones entre el poder y la sociedad que suponía un desafío al viejo liberalismo demoledor de los exaltados y al no menos agotado liberalismo autoritario de los moderados desengañados. Durante las Cortes de la década narvaísta (1844-1854), de las que habían sido excluidos los progresistas, los puritanos representaron la oposición a los distintos gabinetes moderados. Criticaron el pretorianismo, denunciaron la represión, reclamaron la intervención de las Cortes en decisiones tan importantes como las "bodas reales", y siguieron realizando una pedagogía del respeto a la legalidad. Ampliar las bases del régimen, reconocer derechos a todos los que acepten lealmente la Constitución, lograr la alternancia pacífica en el poder, esta era la estrategia de "unión liberal" que oponían al exclusivismo de los moderados y de los progresistas.

Tras varios años de oposición "liberal conservadora" en el Parlamento y en la prensa, los puritanos llegaron al poder en 1847, en el preciso momento en que se desencadenaba una de las crisis más graves del sistema liberal en toda Europa. No es éste el lugar de describir las vicisitudes del gabinete Pacheco y del posterior gabinete de José de Salamanca, baste decir que la experiencia puritana en el poder fue un fracaso histórico. No podía ser de otro modo. Un discurso que apelaba a la coherencia, que pretendía ir más allá del afán partidista, más allá de la pasión política, es muy valioso para el análisis histórico pero escasamente eficaz para la realidad sociopolítica de la época. Los puritanos habían surgido como reacción contra el pretorianismo político, y su proyecto era precisamente la alternativa al gobierno de los espadones, pero en la realidad sociopolítica de mediados del siglo XIX esto era completamente inviable. Fue necesaria la presencia de un tercer general prestigioso y respetado, Leopoldo O'Donnell, para que la estrategia de "unión liberal" llegara a realizarse.

Leopoldo O'Donnell era descendiente de una familia de desterrados irlandeses de hondas raíces realistas. Su padre y su tío, el conde de la Bisbal, habían intervenido en las sucesivas restauraciones absolutistas de Fernando VII y eran temidos como auténticos azotes de los liberales. Sin embargo en 1833 el joven capitán O'Donnell, quebrantando la tradición familiar, ofreció su espada a Isabel II en el momento en que la victoria parecía más propicia a las armas carlistas. Durante la guerra civil ganó los entorchados de teniente general y una reputación de valentía y arrojo sólo superada por Diego de León. Durante la fase final de la guerra sus victorias sobre Cabrera le fue reconocida con el título de conde de Lucena. En 1840, cuando Espartero expulsó a María Cristina, O'Donnell fue uno de los generales que acudieron a ofrecer su espada a la ex-regente. De ese momento data su amistad con los puritanos, que en 1841 publicaron una elogiosa biografía del joven general en la revista El Conservador. Obligado a exiliarse durante la dictadura ayacucha, formó parte de las logias masónicas que conspiraron contra Espartero. Tras la victoria de la coalición antiesparterista en 1843 no quiso hacerle sombra a Narváez y pidió la capitanía general de Cuba donde permaneció hasta 1848. A su regreso a España, se rodeó de sus antiguos amigos puritanos: Antonio Ríos Rosas, el marqués de Casa Armijo y su secretario, que había comenzado su carrera política de la mano de Serafín Estébanez Calderón y de Joaquín Francisco Pacheco, el joven Antonio Cánovas del Castillo.

Durante las campañas contra Bravo Murillo, el papel político de O'Donnell ya estaba claramente definido: ausente Narváez, desterrado por el gobierno, la dirección de la oposición liberal conservadora quedaba en sus manos. Él fue quien encauzó la oposición en el Senado a los cuatro últimos gobiernos antes de la Vicalvarada, y fue él también el que fomentó los comités parlamentarios que combatieron sin descanso a Bravo Murillo y al conde de San Luis y sus "polacos".

La Unión Liberal como partido organizado fue creada durante el bienio a fin de hacer frente a la nueva situación surgida de la revolución de julio. Nido y Segalera, cronista oficial de las Cortes desde 1854 a 1858 así lo afirma: "El bienio progresista, fue más que otra cosa, el período que preparó el triunfo del partido puritano... De esas Cortes salió un nuevo partido, que teniendo sus orígenes en los puritanos de 1844, se llamó "Unión Liberal". La Unión Liberal se anunció formalmente al pueblo español en septiembre de 1854, como un arreglo provisional que diera satisfacción al clamor popular por un partido liberal unido y reconciliado. O'Donnell era llamado de nuevo al poder en 1858, para abrir uno de los períodos más pacíficos y fructíferos de la historia del XIX: el parlamento largo de O'Donnell (1858-1863). Su legislación económica y financiera, que recogía parte de las propuestas progresistas que no se pudieron realizar durante el bienio progresista por los desórdenes sociales promovidos por la milicia, dio espléndidos resultados: la desamortización de Madoz, la construcción de la red de ferrocarriles, la ley de bancos y sociedades de crédito, etc. En definitiva: la atención prioritaria del Estado a los intereses materiales, dejando atrás las luchas políticas estériles, todo lo que habían soñado los puritanos desde el fin de la primera guerra carlista, era ahora, por fin, una realidad. La prosperidad y la estabilidad del lustro unionista fue un adelanto de lo que iba a ser en el futuro la Restauración canovista. La Unión Liberal ya no era, como los antiguos puritanos, un grupúsculo de amigos que cabían en un sofá, sino un partido que agrupaba a los elementos más notables y dinámicos de la sociedad española. Las transacciones, la visión consensual de la política eran ya indispensables para asegurar la armonía y la estabilidad del gobierno.

En la España de Isabel II, la Unión Liberal representó el intento más decidido de lograr una institucionalización del liberalismo. El Estado estaba virtualmente paralizado por la descomposición y la intransigencia de los partidos políticos. La Unión Liberal, surgió como un lugar de encuentro entre progresistas y moderados que permitió la remodelación de las fuerzas políticas de acuerdo con las necesidades de la sociedad.

La historia de los gobiernos posteriores es la de los sepultureros de la Monarquía Isabelina: Narváez, Miraflores, González Bravo, empujaron de nuevo a los progresistas al retraimiento. El exclusivismo y la intolerancia, la incapacidad de admitir la mera existencia del adversario, llevó a una nueva parálisis política y social a la que únicamente la Revolución de 1868 pudo poner fin, pero para conducir al país a la anarquía más absoluta durante el Sexenio revolucionario.

El fracaso coyuntural de la Unión Liberal fue el fracaso del régimen isabelino, pero el objetivo se cumplió de alguna manera porque de sus filas salieron los políticos y la cultura política que hicieron posible la Restauración canovista. La Unión Liberal, y no los decrépitos partidos históricos (moderados y progresistas), daría a luz a las fuerzas políticas del futuro.

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