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EL CASO BELÉN ESTEBAN

Teledemocracia

La decadencia de una sociedad opulenta supura, como cualquier infección, y acaba traspasando la superficie. De esa manera, cristaliza en determinados síntomas. Los iconos que dominan su campo mediático componen esa sintomatología que permite vislumbrar la naturaleza de la patología.


	La decadencia de una sociedad opulenta supura, como cualquier infección, y acaba traspasando la superficie. De esa manera, cristaliza en determinados síntomas. Los iconos que dominan su campo mediático componen esa sintomatología que permite vislumbrar la naturaleza de la patología.

Por decirlo sin más demora, no es que la centralidad televisiva de un sujeto como Belén Esteban, que accede a la mayor tasa de popularidad por menor número y calidad de méritos objetivos, sea un mal social, sino que es sólo el síntoma de la podredumbre de la sociedad española, es la erupción epidérmica provocada por una infección debida a la falta de defensas del organismo social, falta de defensas que consiste en el vacío intelectual consumado por una masificación (disfrazada de democratización) de los medios de comunicación.

Se dice que la verdadera crisis que se padece actualmente no es sólo ni fundamentalmente económica, sino que es una crisis de valores. Pero no es que no haya valores. Es que los criterios de mínima racionalidad para dirimir entre valores o para criticar y, en su caso, triturar determinados valores, o incluso todos si cabe, han sido enterrados en aras de un idealismo democrático cuyo fruto ha sido el relativismo más pueril y el reino indiscriminado de la santa opinión (trasunto del no menos santo libre albedrío escolástico), en el que todo vale, o en el que lo que vale y acaba imponiéndose es lo más estúpido, lo más banal, consagrado por los índices de audiencia:

Pero como, en una televisión no subvencionada, los programas que no son políticos dependen exclusivamente de la publicidad, y ésta de la audiencia, habrá que concluir que, de hecho, se está razonando desde la suposición basura de que es el volumen del rebaño el que marca los contenidos de los programas, en general. Y no hace falta llegar a concluir, con esto, que es la audiencia quien hacelos programas. Los programas le son ofrecidos, sin duda, a la audiencia, a sus diferentes capas; pero la audiencia los elige, y si rechaza unos y escoge otros es porque procede por el mismo mecanismo de la criba que, según muchos biólogos, gobierna las líneas de la evolución de las especies. El medio no creael genoma de cada especie; pero lo criba, porque es el medio el que determina el que una especie sea más viable que otra en la lucha por la existencia. (Gustavo Bueno, Telebasura y democracia, Madrid, Ediciones B, 2002, p. 194).

Y es que la masa de televidentes es construida por la Tele ("Lo ha dicho la Tele", como una especie de Oráculo de Delfos degradado y confinado a la cochambre estética del tipo La Noria), ese constructo metafísico que rebasa la función meramente técnica del aparato receptor y que está dotado de la capacidad potencial de suplantar al Dios de las sociedades premediáticas en su papel de constructor de conciencias. O, por decirlo de manera más sencilla, si la mentalidad de las masas se forjaba en la sociedad feudal por la recepción del discurso emitido desde el púlpito, y con mucha mayor fuerza por la liturgia de la ceremonia regular, rítmica (ese espejismo de eternidad), en las sociedades mediáticas se forja por los medios de comunicación de masas.

Pero esa construcción de conciencias opera ahora por el procedimiento ya indicado de la desertización del pensamiento racional, por la volatilización de los mecanismos del entendimiento humano, esos que hacen materialmente viable la única forma de comunicación real entre seres racionales finitos.

Belén Esteban es la España real, la culminación de la democracia realmente existente, del idealismo democrático y la partitocracia corrupta. La telebasura, esa suerte de democracia televisada, no malforma ya mentes, sino que directamente las vacía, encerrándolas en un campo magnético del que no se puede salir y en el que no opera el principio de no contradicción, ni las leyes básicas de la lógica formal. El contenido de lo que se emite es irrelevante o, en todo caso, está al servicio del magma indiferenciado de los afectos publicitados, esa tediosa orgía de lugares comunes y sentimentalismos que los programas habituales acaban siendo. Lo televisado se mueve en la nada, en el vacío total(itario) de criterios de racionalidad, produciendo el triunfo tiránico de la estupidez y la servidumbre masificada. La democracia formal del idealismo democrático acarrea por este procedimiento el monopolio del vacío intelectual, el dominio del relativismo absoluto, el éxito de esa ignorancia tan altanera y solemne cuyo arquetipo actual es el sujeto de referencia.

 La telebasura es democracia degradada, es la democracia del populacho, es la democracia restringida exclusivamente al procedimiento formal de la votación, materializada en un jurado de telespectadores eligiendo en un concurso de baile al personaje popular, en contra del criterio de los expertos, frente al individuo que ha adquirido al menos ciertos méritos. Como sostenía Platón, no podrá haber justicia en la ciudad en que no gobiernen los expertos. Y para ello es imprescindible que haya expertos, y que esos expertos puedan salir de cualquier estrato de la sociedad. Pero no hay manera de que tal cosa suceda si no es por medio de una enseñanza de calidad en la que los criterios de ascenso académico, y social, sean el talento y el trabajo. Sólo por medio de una enseñanza racional (no basada en el principio de autoridad, ni en el relativismo de la eficacia mediática) que produzca gestores técnicos (científicos de la polis, es decir, políticos, y no retóricos, sofistas o pedagogos/demagogos) el Estado podrá administrar los asuntos públicos sin caer en los delirios utópicos de los salvadores e iluminados (el idealismo exacerbado de "quienes luchan unos con otros por vanas sombras") ni en la descomposición irreversible de la corrupción estructural (el relativismo triunfante de quienes se disputan el mando "como si éste fuera algún bien"). La de Platón es, por lo tanto, una propuesta teórica estrictamente antiutópica:

Y así la ciudad nuestra y vuestra vivirá a la luz del día y no entre sueños, como viven ahora la mayor parte de ellas por obra de quienes luchan unos con otros por vanas sombras o se disputan el mando como si éste fuera algún bien. Mas la verdad es, creo yo, lo siguiente: la ciudad en que estén menos ansiosos por ser gobernantes quienes hayan de serlo, ésa ha de ser forzosamente la que viva mejor y con menos disensiones que ninguna; y la que tenga otra clase de gobernantes, de modo distinto. (Platón, República, 520 c-d).

La telebasura ejemplifica una democracia no construida, adventicia, producto de una especie de advenimiento, precipitada sin tránsito estructural. La democracia es más una palabra que una estructura, una idea metafísica más que una realidad material, una coartada retórica, un tabú intocable reducido a la charlatanería de la libertad de opinión, donde no puede haber libertad real –al faltar criterios comunes de racionalidad–, y a la beatificación de un mero procedimiento técnico como son las elecciones (como decía Borges: "La democracia, ese curioso abuso de la estadística").

Sin una enseñanza de calidad y exigente (como sabía, por ejemplo, Marcelino Domingo) no se puede edificar una sociedad mínimamente democrática. En cambio, el sistema educativo democrático, diseñado por nuestra democracia, produce el espectador de la telebasura. Sistema educativo y telebasura se alimentan mutuamente.

Y así como la escuela-basura, la telebasura es producto de la democracia realmente existente:

Comenzamos constatando cómo son mucho más altas las probabilidades de que la televisión en una sociedad democrática segregue en su metabolismo mayor proporción de basurarelativa que la que suelen segregar las sociedades no democráticas. (G. Bueno, ob. cit., p. 186).

De este modo, nos encontramos con la paradoja de que las etapas democráticas generan productos culturales, pero de consecuencias políticas decisivas, de peor calidad, acaso por el coste que conlleva la universalización de la enseñanza o de la televisión, en estos casos, acaso, en hipótesis más sólida a mi juicio, por las propias exigencias materiales de las sociedades de control, que necesitan esos mecanismos para sus ajustes estructurales.

Con Belén Esteban el Pueblo se hace visible, televisado, presente en las terminales de televisión, donde, como en espejo, se ve a sí mismo, donde se reconoce y se ve reconocido. El sujeto chabacano, semianalfabeto, vulgar (el vulgus en acto) aparece revestido por la aureola de la autenticidad, de la sencillez, de lo contrario a toda hipocresía, glorificado así como representante del "hombre de la calle", del "pueblo llano", protagonista de los programas de televisión gracias a una labor "democratizadora" que se hubiera extendido a los canales de difusión masiva de consignas vacías.

No puede ser casual que miembros del gobierno enarbolen la bandera de este icono (Zerolo, González-Sinde) o aparezcan en programas de esta categoría (Blanco en La Noria). El Poder es imagen, como ya sabía el sabio florentino.

Una democracia directa, técnicamente viable hoy día, tendría, al menos, la virtud de aproximarse en sus resultados a esa metafísica voluntad del pueblo, disuelta en su homogeneidad ilusoria por el procedimiento técnico de votación directa e individual de cada ley, reforma, etc.:

En una democracia hay que aceptar sin duda, como un postulado (si se prefiere: como una ficción jurídica del Estado de derecho) que el pueblo tiene siempre juicio al elegir. Y según esto habrá que decir, no solamente, que la audiencia, en cuanto expresión o fractal de ese pueblo, es causade la programación (a través de la criba), sino también que es responsablede ella. Dicho de otro modo: que cada pueblo tiene la televisión que se merece. (G. Bueno, ob. cit., p. 195).

Así, por lo menos, los idealistas democráticos podrían solazarse en la certeza de que los resultados electorales reflejan las decisiones reales de los átomos que componen el Pueblo soberano.

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