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DESDE GEORGETOWN

Síndrome traumático postelectoral

Antes de las elecciones, ningún demócrata en su sano juicio pensaba que Kerry llegaría a la Presidencia. Los demócratas conocieron un breve momento de euforia cuando The New York Times sacó a relucir el episodio hoy olvidado del robo de explosivos ocurrido hace año y medio. Luego tuvieron su momento de gloria mientras duró el espejismo de las encuestas informales, nada más cerrarse los colegios electorales. Y no hubo más. Fueron los dos únicos momentos en que algunos creyeron que podían ganar.

Antes de las elecciones, ningún demócrata en su sano juicio pensaba que Kerry llegaría a la Presidencia. Los demócratas conocieron un breve momento de euforia cuando The New York Times sacó a relucir el episodio hoy olvidado del robo de explosivos ocurrido hace año y medio. Luego tuvieron su momento de gloria mientras duró el espejismo de las encuestas informales, nada más cerrarse los colegios electorales. Y no hubo más. Fueron los dos únicos momentos en que algunos creyeron que podían ganar.
Por eso resulta sorprendente el gigantesco choque emocional que padecen estos días, hasta el punto que ha empezado a cundir el PEST (Síndrome Traumático Postelectoral). Hay algo que no encaja del todo. Si no pensaban ganar, el impacto de la derrota no debería haber sido tan profundo y el estupor no les debería haber dejado mudos como están ahora. Así es, sin embargo. Por ahora sólo dos figuras demócratas parecen haber articulado un discurso de respuesta: Bill Richardson, con su aire de vaquero, y Hillary Clinton que vive un momento de gloria con la inauguración de la Biblioteca Presidencial de su marido.
 
Son los únicos que han hablado de una posible rectificación, o sea empezar a escuchar lo que han dicho los ciudadanos en las urnas. Los demás, cuando se les pregunta qué ha fallado en la campaña republicana, responden con otra pregunta que con diversas variantes repite el siguiente argumento. Teniendo en cuenta que Bush es un candidato sin personalidad, con una política económica poco brillante, sin una agenda de política social inconsistente, representante de la extrema derecha y que ha llevado al país a una guerra sin salida, ¿qué hay que hacer para que los americanos dejen de apoyar a figuras tan mediocres?
 
La pregunta es retórica e indica que los demócratas todavía no están dispuestos a hacer la menor crítica de lo ocurrido. Se les pasará probablemente. ¿O no? Si medimos la temperatura por las reacciones al nombramiento de Condoleeza Rice, lindantes muchas veces con el racismo, no hay razones para el optimismo. Y si se tiene en cuenta lo ocurrido después de la batalla de Faluya, que en vez de ser considerada como lo que es, una gran hazaña del ejército norteamericano, está siendo vilipendiada por la mayoría de los medios de comunicación, aún las habrá menos.
 
Habrá quien diga que en el fondo de estas diferencias se encuentren dos grandes fuerzas o mentalidades que siempre han estado presentes en Estados Unidos y conforman la base misma del alma norteamericana: una pragmática, realista, apegada al sentido común y al pacto; la otra intransigente, moralista, profundamente idealista y con una querencia irremediable a situar la conducta en el terreno de los principios. La combinación de estas dos mentalidades, su equilibrio y la forma en que conviven, a veces en un mismo individuo, es de los espectáculos más grandes que ha ofrecido siempre Estados Unidos.
 
Pero la novedad de estas elecciones no es que los demócratas se han alineado con la pulsión pragmática y realista, muchas veces conservadora, del alma norteamericana, y los republicanos con la puritana e idealista, en este caso considerablemente más innovadora. Ese reparto es más bien clásico y ha ocurrido muchas veces en la historia de Estados Unidos, aunque nunca de la misma manera.
 
La novedad de estas elecciones es que parece dibujarse un panorama en el que quienes han perdido no atribuyen su derrota a su falta de capacidad para convencer al electorado, sino a la ceguera misma del electorado, ante lo cual, evidentemente, poco se puede hacer en democracia.
 
Estamos muy lejos de la peculiar interpretación de la democracia por parte del progresismo español, según la cual la izquierda –es decir, el nacional socialismo- tiene el monopolio de la actitud democrática y todos los demás somos unos ultra-lo que sea, pero aquí también ha empezado a asomar esa tentación. Mi hipótesis para explicar esta deriva es que los progresistas se vienen creyendo, desde los años 70, que su dominio sobre los medios de comunicación y el medio académico les otorga el control ideológico de la sociedad. Algunos de buena fe, y muchos otros no tanto, el caso es que los progresistas han creído que se había alcanzado un nuevo consenso, fundamentado en el relativismo moral, una difusa nostalgia socialdemócrata y la legitimación de las elites para ejercer la ingeniería social.
 
La caída del Muro de Berlín, el colapso del socialismo y el derrumbamiento del consenso keynesiano en el mundo occidental no les llevó a plantearse el fondo de su posición. Allí donde los liberales y los conservadores –en un amplísimo espectro que cubre desde el conservadurismo puro y clásico hasta los libertarios- se esforzaron por sacar las conclusiones de lo ocurrido, los progresistas se han mecido en la ilusión de que ejercían el control ideológico de la sociedad. Los primeros han ido avanzando y los segundos siguen donde estaban.
 
Las elecciones norteamericanas les han hecho comprender de pronto algo que intuían aunque se resistían a aceptar, lo que explica su estupor ante el resultado. Han perdido la iniciativa del debate social y están perdiendo el control ideológico como demuestra la información en Internet y fenómenos como Fox News. Resulta que los votantes valoran la libertad individual, el matrimonio y la familia, el patriotismo, el coraje en la lucha contra el terrorismo, la posibilidad de asumir riesgos. Resulta que mucha gente piensa que el heroísmo es un ejemplo ético, que son muchos los que quieren que la religión ocupe su lugar en el espacio público, que no todo el mundo está dispuesto a aceptar el aborto como algo irremediable.
 
Ante esto, los progresistas se han quedado sin habla. Ofrecían un mundo cómodo, amable, solidario, escéptico e irónico, un poco agridulce por eso de la estética, donde los grandes problemas se habían desvanecido y la última frontera moral era el matrimonio gay. (Aquí no han llegado todavía a la podredumbre del progresismo español, capaz de considerar la eutanasia como el último avance en materia de costumbres.) Los demócratas no comulgaban completamente con esta oferta y de hecho no creían en ella. Los progresistas han hecho con ella una última apuesta por mantener el poder. El electorado, muy amablemente, sin levantar la voz, la ha rechazado. Les ha dicho a los progresistas que prefiere enfrentarse a los problemas e intentar solucionarlos y a los demócratas que se busquen otro aliado.
 
En contra de lo que dicen los progresistas, en la actitud del electorado no hay intransigencia. Hay seriedad, responsabilidad y una expectativa. Si se les pasa la fiebre progresista, si despiden a los mandarines progresistas del puesto hegemónico que han venido ocupando y si vuelven a querer representar a esa parte pragmática y moderada del alma norteamericana, los demócratas tienen mucho campo de trabajo. Si optan por seguir la senda de la izquierda europea y hacer del madarinato progresista su estandarte, seguirán en el agujero, y el agujero será cada vez más hondo.
 
Lo peor será que al final nos trague a todos.
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