Menú
LIBREPENSAMIENTOS

Santa cólera y justa indignación

Pese a que la cólera y la indignación componen, en compañía de otros vocablos enérgicos, una galaxia de pasiones del alma altamente inflamable y muy ruidosa, o quizás precisamente por ello, es habitual distinguir estas emociones desatadas con unos adjetivos muy solemnes y cualificados. Desde Aristóteles es costumbre interpretar la indignación como una honorable descarga de espíritu justiciero (la "justa indignación"). La cólera se considera, asimismo, como una exaltación propia de dioses y héroes (la "cólera de Aquiles"). De la irrupción de estas turbaciones es preciso precaverse por lo que conllevan de actuación y maquillaje, así como de quienes se sirven de ellas con fines espurios.

Pese a que la cólera y la indignación componen, en compañía de otros vocablos enérgicos, una galaxia de pasiones del alma altamente inflamable y muy ruidosa, o quizás precisamente por ello, es habitual distinguir estas emociones desatadas con unos adjetivos muy solemnes y cualificados. Desde Aristóteles es costumbre interpretar la indignación como una honorable descarga de espíritu justiciero (la "justa indignación"). La cólera se considera, asimismo, como una exaltación propia de dioses y héroes (la "cólera de Aquiles"). De la irrupción de estas turbaciones es preciso precaverse por lo que conllevan de actuación y maquillaje, así como de quienes se sirven de ellas con fines espurios.
Una muestra más de estas virtualidades apasionadas ha quedado confirmada en la reciente manifestación convocada por la Asociación Víctimas del Terrorismo, en la que algunos árboles no han dejado ver el bosque y unos cuantos han querido sacudirlos a fin de recoger sus frutos. O hacer como que son zarandeados con similar propósito. Curiosamente, advertimos esta actitud en personas a quienes les ofende, irrita e indigna sobremanera que otros hagan algo así a los suyos, aunque ciertamente su ira retroceda y disminuya en el momento en que los humillados y ofendidos pertenecen a una parroquia compuesta por fieles, o infieles, con los que uno no comulga en absoluto.
 
No hay que extrañarse demasiado por este fenómeno de sectarismo y travestismo político y social, puesto que no evidencia una anomalía de la fenomenología de la cólera y la indignación, sino la exacta definición de su sentido y significación. Es característico de ambas pasiones lo selectivo y partidista de su empleo. Asociada comúnmente a la idea distributiva de la justicia (y no, por ejemplo, conmutativa), se da a entender que quien expresa cólera e indignación ante una determinada acción o situación ya tiene inmediatamente asegurada la legitimación, quedando su reivindicación sólidamente blindada. No hay, pues, razones para indignarse.
 
Ocurre que uno ya tiene razón por el hecho de indignarse. Si rojo de ira y vibrante de cólera expone una denuncia o queja, por algo será, algún motivo tendrá… No es insólito escuchar esto. Mas suceden cosas más serias: aquel que se refugia tras la fama y la flama de estas emociones encendidas no suele reconocer en el otro el derecho a esgrimirlas. En consecuencia, hay quienes tienen derecho a indignarse y montar en cólera a la menor ocasión, persuadidos de que su causa es incuestionablemente justa, hasta el punto de que, de hecho y derecho, el paradigma de la justicia les pertenece, y hay a quienes no se les reconoce el derecho de disfrutar de ese don. He aquí una distinción, por lo demás, inapelable y que salta a la vista.
 
Fernando Savater, días después de la citada manifestación ciudadana en contra de la re-legalización de Batasuna y de cualquier clase de entendimiento y negociación con el terrorismo, y en referencia a ciertos participantes en el acto que presuntamente se insolentaron contra la autoridad, de lo militar, por supuesto, escribe indignado: "Está meridianamente claro que el radicalismo obtuso de ese grupo, fuera más o menos numeroso, no expresaba ninguna santa cólera, sino sólo el pataleo intransigente de quienes siempre están deseando rebasar y pervertir los cauces de expresión democráticos en nombre de las supuestas urgencias incontenibles del pueblo ultrajado" (Fernando Savater: 'La orejas del lobo', El País, 27/1/2005).
 
Por lo visto y leído, existen energúmenos de distintas clases: los que se cabrean y agitan legítimamente porque les mueve la cólera santa, pero laica, y tienen todo "meridianamente claro", y los "obtusos", los privados de cólera, sea santa o laica, que no tienen derecho al pataleo ni pueden sentirse "pueblo ultrajado".
 
El filósofo Fernando Savater.En el especial que publicó El País (siempre El País) a finales de la pasada centuria –'21 respuestas a las preguntas del siglo XXI'– Savater se ocupaba del interrogante "¿Qué será de la ética?". Allí afirma lo siguiente: "No creo que la indignación moral pueda suplir en modo alguno la reflexión política. Es más, puede obstaculizarla en lugar de purificarla y favorecerla". Con tales palabras, diríase que el autor abogaba por la adopción en la vida pública de una actitud medida y equilibrada, alejada, por tanto, de la némesis, y distante de aquellos dinámicos filósofos que dicen "entender la política como traducción práctica de la indignación moral" (Reyes Mate). ¿Será, será, que en esta ocasión nuestro autor ha abandonado la serena reflexión y se ha dejado llevar por la santa indignación, iluminado por la ciega justicia…? ¿O acaso juega a la equidistancia?
 
Aún hay más. Pues colmados estamos de ejemplos muy poco ejemplares. Hastiados de asistir a la exhibición diaria de las ocurrencias de los intelectuales, esos "portavoces de la indignación informada" (Peter Sloterdijk: El desprecio de las masas). Saciados de asistir a una inagotable profesionalización de la indignación, también conocida como "indignación del oficio" (David Gistau: 'Los indignados', La Razón, 30/8/2004). Verbigracia, del oficio del periodista, que, a la vista de los dos reporteros españoles muertos durante de la guerra de Irak, dobla las campanas –y se sulfura de rabia– por quien cae bajo las balas de los americanos, mientras se muerde la lengua ante la tumba de quien es muerto por fuego iraquí (¿fuego amigo?).
 
Algunos catedráticos de Ciencia Política no se quedan mudos tampoco. Vicenç Navarro se refirió no hace muchos años (8/1/2003) en El País (siempre El País) a la violencia practicada por el bando de la República en 1936 como un caso excepcional de "violación de los derechos humanos", aunque puntualizó a continuación que "por lo general tales actos fueron espontáneos, como resultado de la indignación popular por el golpe militar de 1936 y en respuesta a las brutalidades realizadas por el bando franquista".
 
Tampoco echamos en falta la inevitable fundamentación filosófica de la cosa. El teórico marxista Ernst Bloch distinguió en los años 70 entre el "odio de razas" y el "odio de clases". El primero, representado por Hitler, sería condenable; el segundo, excusable y aun ensalzable: "Tiene una fundamentación desde Espartaco hasta Marx y sus motivos son en parte elevados". Ocurre que "la ira", añade, "tiene motivos superiores […], es una fuerza que ha llevado al asalto a la Bastilla, a la derrota de Swing-Uri, a la indignación por dignidad humana".
 
Hoy, los profesionales de la indignación todavía hacen gala de una osadía sin freno. José Saramago, al cumplir los 80 años, y tras ser agasajado en un acto en Brasil, declara en el momento de los brindis: "En los años que me restan, habrá más libros y, sobre todo, más indignación". Amén.
 
"Santa", "justa" y da esplendor. A más de uno la indignación, "su misma bella indignación", escribe irónico Nietzsche, "le sienta bien, el injuriar es un placer para todo pobre diablo: es una pequeña embriaguez de poderío" ('Incursiones de un intempestivo', El ocaso de los ídolos).
0
comentarios