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¡Dejadnos en paz!

Bien pudiera esta exhortación –más bien grito–, acuñada por el incombustible activista republicano Grover Norquist, ser el leitmotiv de la nueva revolución americana. Mal que les pese a muchos, tras ésta no hay conspiraciones ni conjuras de malvadísimos magnates, sino una plétora de ultraconservadores, conservadores, anticomunistas, neocon, liberales, libertarios..., en fin, una vasta coalición derechista que ha decidido plantar cara al intervencionismo estatal y reconquistar posiciones para la libertad. A esta "tropa liberal-conservadora" dedica José María Marco su más reciente libro, titulado precisamente La nueva revolución americana, un brillante ensayo, un utilísimo manual de historia, un sobresaliente trabajo periodístico.

Mientras Europa reniega de sí misma y se transforma en un paraíso burocrático donde se excomulga (laicamente) a quien osa reivindicar sus propias raíces o pone en cuestión el consenso socialdemócrata, Estados Unidos vira a la derecha sin complejos para seguir estando donde siempre, en los dominios de la democracia y de la libertad, sometidos a asedio permanente.

Nuestro continente ha sufrido en carne propia el socialismo real, pero no ha escarmentado. Estados Unidos, en cambio, no lo ha vivido. Porque no ha querido. Ha sido, en este punto, la "excepción"; aunque, como dice Marco, "la anomalía, casi siempre monstruosa, fue el socialismo". ¿Qué sindicato europeo hubiera invitado en 1975 a Alexandr Solzhenitsyn a dar una conferencia como la que dio en Washington a instancias de la mayor central obrera norteamericana?

En esta socialismofobia radica en buena medida la incomprensión europea de EEUU, así como el rancio antiamericanismo de los progresistas, catalizador de sus inconfesables frustraciones. Para espanto de éstos, Marco sostiene que EEUU es "la única utopía europea que ha arraigado y perdurado con éxito"; una gran república democrática que encarna los auténticos ideales europeos, ésos de los que reniegan los progres en sus propios países.

En La nueva revolución americana Marco constata y levanta acta de la célebre máxima de Richard Weaver: "Las ideas tienen consecuencias". Los primeros pasos del actual movimiento liberal-conservador no fueron nada fáciles; los dieron unos pocos visionarios, individuos comprometidos con la libertad que nadaron durante largo tiempo contra la corriente. Marco se remonta a mediados de la década de los 60, cuando el presidente Lyndon B. Johnson decidió pasar de la socialdemocracia generada tras el New Deal a la Gran Sociedad y a la Guerra contra la Pobreza. Años después, en 1972, llegaría la candidatura a la Presidencia de George McGovern por el Partido Demócrata. Fueron los años de Medicare, Medicaid, la discriminación positiva de las minorías y la ingeniería social en el mundo de la educación y la cultura. "Era algo hasta entonces inconcebible en la tradición antigubernamental, individualista e irreverente de la democracia norteamericana", apunta Marco. Pretendía imponerse la igualdad, cuando los norteamericanos "nacieron iguales", sin revoluciones que librar ni vergonzantes pasados que superar.

Si bien el movimiento liberal-conservador que dio un vuelco a ese estado de cosas cristalizaría con la llegada de Ronald Reagan a la Presidencia (1980), hay que buscar a sus founding fathers en los años 60. Eran los cuatro visionarios de que hablábamos antes, gentes como William F. Buckley, fundador de la National Review y de la Young Americans for Freedom (YAF), o Barry Goldwater, el de la "derrota fecunda" (Marco dixit) de 1964. Ciertamente, Johnson barrió en las presidenciales de aquel año, pero ahí estaba, en germen, el republicanismo de nuevo cuño que acabaría instalando en la Casa Blanca el inolvidable Reagan.

Se habían puesto los cimientos para que el Partido Republicano iniciara su expansión hacia el Sur y el Oeste. Aparecen los neocon, con Irving Kristol a la cabeza y The Public Interest en la mesilla. Demócratas convencidos y defensores del New Deal, los neocon atisbaban la amenaza que representaba la "Gran Sociedad". Marco recalca que su aproximación a la derecha obedeció a razones de orden empírico, no ideológicas: sus análisis sociológicos pusieron de manifiesto los efectos perversos del intervencionismo de Johnson y compañía; y que se volcaron en la elaboración de justificaciones morales del capitalismo. En esto iban más allá que algunos liberales clásicos. También se diferenciaban de éstos en su defensa de que se legislase la moralidad desde el Estado.

Y llegó el gran momento: el triunfo de Reagan y del nuevo republicanismo (tras la infausta década de los 70, con la humillante salida de Vietnam, el Watergate, Jimmy Carter en la Casa Blanca...). Era la hora del Mandate for a Leadership de la Heritage Foundation y de la "resplandeciente ciudad sobre el monte". La hora de hablar claro ("El Gobierno es el problema", Reagan dixit) y actuar en consecuencia. Se combatió y derrotó al comunismo, y por fin un hombre de mando encarnaba la nueva derecha norteamericana, que aunaba liberalismo y conservadurismo. Hasta hoy, nada ha vuelto a ser igual.

En La nueva revolución americana se da minuciosa cuenta de las mil y una instituciones erigidas por "la tropa liberal-conservadora": think tanks como The Heritage Foundation (con un presupuesto de alrededor de 40 millones de dólares, de los que el 40% provienen de aportaciones individuales de entre 25 y 50 dólares), el American Enterprise o el Cato Institute; fundaciones como el Institute for Human Studies (IHS), la Philantropy Roundtable o el Atlas Economic Research; medios de comunicación como la cadena Fox, The Weekly Standard (fundada por uno de los miembros de la nueva generación neocon, Bill Kristol, hijo de Irving), la National Review; editoriales como Regnery o Basic Books. También escribe largo y tendido de mecenas de la derecha como Joseph Coors (sí, el de la cerveza), Richard Mellon Scaife, Charles Koch, o John M. Olin, entre tantos otros. Y es que la nueva revolución americana no hubiera sido posible sin el aporte de la sociedad civil, esa entelequia que, por desgracia, sólo parece materializarse en los Estados Unidos, ya saben, la Tierra de los Libres.

Antes de que surgieran o se consolidaran varias de las instituciones citadas en el párrafo anterior, Newt Gingrich ganaba en 1994 las elecciones de medio mandato con su Contrato con América, un programa de diez puntos de contenido liberal (en lo económico) y conservador (en lo moral) que había sido consultado con buena parte de la tropa.

La "unidad ideológica" apuntalada por Gingrich fue extendiéndose a los diferentes frentes en que batallaba la gran familia liberal-conservadora. En educación comenzaba a plantearse el cheque escolar, ideado por Milton Friedman, así como el homeschooling (se calcula que, a día de hoy, más de un millón de jóvenes norteamericanos están siendo educados en sus propias casas); se abrían debates por asuntos morales que habían hecho saltar a la escena pública a los evangélicos ya a mediados de los 70; mujeres como Pat Millete o Karen Hughes (asesora de comunicación de Bush) hacían suyas las reivindicaciones del auténtico feminismo... "Las ideas tienen consecuencias". Y tanto: el peso de las defendidas por los liberal-conservadores ha llegado a ser tal que la no hace mucho campeona de los demócratas progres, Hillary Clinton, habla ahora de la tragedia que representa el aborto.

Resulta tremendamente atractivo el relato que elabora Marco sobre el Arquitecto, Karl Rove, artífice de las victorias de George W. Bush en 2000 y, sobre todo, en 2004, cuando consiguió reunir en torno al candidato republicano a una aparentemente contradictoria "mayoría social", compuesta por empresarios, mujeres, hispanos, liberales, conservadores... He aquí la fórmula Rove para ganar unas elecciones: "Hay que tener un programa interior y exterior enérgico. No hay que arrugarse. Hay que ser audaz. La gente quiere oír hablar de cambios grandes, importantes. No quieren que les sometan a una dieta de micropolíticas minúsculas".

Sin embargo, de un tiempo a esta parte han comenzado a abrirse algunas grietas en la gran coalición que aupó a Bush a la Casa Blanca. El ala liberal no perdona al presidente que no haya emprendido la anunciada reforma de la Seguridad Social, ni que haya incrementado el gasto y el déficit públicos. Por otro lado, la gran mayoría de los libertarios se opone a la guerra de Irak, cuya mala gestión se pone de manifiesto a diario. Los demócratas han aprovechado la coyuntura para convertirse en el "partido antiguerra" y trasladar así su debilidad al Partido Republicano. Entretanto, la política "compasiva" del presidente no parece suscitar demasiado entusiasmo en sector alguno. Con todo, Marco afirma que Bush se la juega en lo relacionado con la seguridad nacional, el "punto principal" de su legado, y que las fisuras entre los liberal-conservadores no son tan grandes que no se puedan restañar. Además, no sería difícil hacerlo: bastaría con volver a practicar lo que la tropa lleva predicando desde hace tanto...

Marco sostiene que Estados Unidos es hoy más de derechas que hace 20 años, precisamente, porque el ideario liberal-conservador ha calado hondo, muy hondo. En el Partido Republicano, en la sociedad... y en el Partido Demócrata, que ha recuperado el control del Legislativo, en buena medida, debido a que ha pescado innumerables votos en caladeros que se decantaron por Bush en las presidenciales de 2004.

Una última cuestión: al leer La nueva revolución americana, a muchos les resultará inevitable verse invadidos por una sana envidia ante lo que podría ser hoy, y no es ni de lejos, Europa. ¿Puede avanzar una revolución semejante en nuestro país? Difícil. Nos separa un abismo, aunque la catarsis que supuso McGovern al otro lado del Atlántico podría equipararse a la que padece la derecha española desde que José Luis Rodríguez Zapatero se instaló en La Moncloa. La nueva revolución americana ofrece las claves del crecimiento de la primera potencia mundial. Muchas de ellas son extrapolables... ¿A qué estamos esperando?

José María Marco, La nueva revolución americana, Ciudadela, Madrid, 2007, 416 páginas

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