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Juan Ramón Rallo, ¿impostor o heterodoxo?

Un par de columnas de Juan Ramón Rallo sobre el concepto y las consecuencias de la desigualdad económica provocaron una respuesta de varios economistas en la que discutían su interpretación sobre los hechos relevantes, los significados de las expresiones usadas y el manejo de las fuentes de evidencias que respaldaban lo anterior. Nada nuevo bajo el sol académico. Si no fuera porque los economistas imputaban a Rallo, además, deshonestidad intelectual, es decir, hacer una lectura no equivocada sino torticera debida a intereses espurios o ideológicos. Titulaban los críticos su respuesta a Rallo de esta guisa: "Desigualdad, pobreza y desvergüenza intelectual", lo que suscitó, como corolario, una catarata de descalificaciones de la honorabilidad de Rallo en las redes sociales por parte de economistas preocupados, como decía alguno, por la posible influencia del propio Rallo (también se mencionaba a Daniel Lacalle y, ya puestos, a Manuel Llamas) en los policy-makers.

En cualquier reunión académica, los enfrentamientos hermenéuticos suelen ser duros en el fondo y más o menos corteses en la forma. Sin ir más lejos, acabo de salir de un seminario sobre las doctrinas estéticas de Schiller en el que la discusión sobre un poema de Hölderlin poco menos que ha llegado a las manos (dialécticamente hablando). Volviendo al tema de la economía y la desigualdad, a raíz del libro del Premio Nobel Edmund Phelps Mass Flourishing (en el que defiende que el progreso económico en los países capitalistas ha supuesto mejoras que han beneficiado sobre todo a los más pobres), Joel Mokyr escribió una reseña en la que criticaba su tesis de que la desigualdad no es mala cuando surge de la libre competencia. La cuestión de la desigualdad es quizás la más debatida hoy en día en ciencias sociales, como muestra el ensayo del filósofo Harry Frankfurt Sobre la desigualdad, porque, una vez que la izquierda ha dejado de poner en cuestión la libertad como eje fundamental de una sociedad abierta, le toca el turno a la igualdad como valor que marca las políticas de diseño institucionales.

Rallo pertenece a una escuela de pensamiento económico y filosófico que podríamos denominar a grandes rasgos austríaca o anarco-capitalista. En los últimos tiempos ha cobrado una gran relevancia a través de distintos medios, think tanks, foros y revistas fuera de la élite dominante. Los economistas que han discutido su artículo hasta llegar a lo personal forman parte, por el contrario, de instituciones más académicas, con filtros estandarizados según una serie de pautas, formales e intangibles, a las que hay que adaptarse si se quiere tener relevancia escolástica. Pero, como ha denunciado Jonathan Haidt, en las facultades de corte social los científicos asociados a lo que se percibe como "conservadurismo" suelen ser minoría y, en el peor de los casos, se les acosa hasta el boicot, como le sucedió recientemente a Charles Murray en una universidad norteamericana, donde un grupo de estudiantes de izquierdas llegaron a la violencia física para impedirle hablar.

A veces surgen conflictos de paradigma entre diversos modos de enfrentar una disciplina. Fue famoso el caso Sokal, cuando un físico teórico con intereses humanistas pretendió desenmascarar a los filósofos agrupados bajo la etiqueta de postmodernismo que estarían usando nociones científicas de un modo completamente falaz, sin el más mínimo interés por comprobar la validez de sus argumentaciones para alcanzar la verdad. El título del libro de Sokal es Imposturas intelectuales. ¿Es Rallo un impostor?

A lo largo de la historia del pensamiento se han producido ataques de miembros de la academia ortodoxa contra aquellos que dentro de la disciplina han ensayado procedimientos alternativos, revisionistas o negacionistas, que se alejaban en mayor o menor grado de lo que se consideraba la metodología adecuada. En filología tenemos el caso de Friedrich Nietzsche, que fue violentamente atacado por su colega Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff, que defendía la filología tradicional contra el método hermenéutico heterodoxo que proponía aquél, gran iconoclasta.

Casos más o menos semejantes en los que las críticas han traspasado lo meramente técnico para entrar en el plano de lo personal o del intrusismo se encuentran en todos los campos. Por ejemplo, la publicación por parte de Antonio Escohotado de Caos y orden, un libro sobre la física de la complejidad, condujo a una agria polémica con algunos profesores de física que defendieron que "el público no sabe distinguir entre el manjar y la bazofia". A Escohotado le va especialmente esto de ser una rara avis, ya que, como él mismo cuenta en su autobiografía, sus tesis ante los tribunales suelen ser evaluadas con categóricos ceros.

Lo que el filósofo madrileño, recientemente entrevistado por Federico Jiménez Losantos, llama "peaje de la independencia" ha tenido que ser soportado por muchos autores incontestables ante el acoso o la incomprensión de sus pares. Así, el gran filósofo conservador Arnold Gehlen no pudo conseguir una cátedra en Heidelberg porque Theodor Adorno y Max Hokheimer, sus adversarios filosóficos marxistas, escribieron un informe secreto contra él por su justificación del autoritarismo y la interpretación supremacista que hacía de Nietzsche.

También ocurren estos ataques personales en el terreno de las ciencias duras. Sostenía Hugh Everett:

Una vez aceptamos que cualquier teoría física es en esencia solo un modelo que nos hacemos del mundo de la experiencia, tenemos que renunciar a toda esperanza de encontrar la teoría correcta… ya que la totalidad de la experiencia nunca nos será accesible.

Everett era un físico que propuso para su tesis de máster una curiosa interpretación para el problema de la medida en la mecánica cuántica que mantenía el carácter determinista de la realidad física al precio de multiplicar los universos al infinito. Cuando fue a Copenhague para exponer su idea ante el pope de la mecánica cuántica, Niels Bohr, casi lo tiran al mar a la altura de la Sirenita. Uno de los pupilos de Bohr describió al físico norteamericano como "indescriptiblemente estúpido que no podía comprender ni la más mínima cuestión de la mecánica cuántica". Hoy en día la interpretación de Everett es la dominante, aunque su reconocimiento no llegó lo suficientemente a tiempo para la reforzar autoestima del físico norteamericano.

Volvamos a la economía. La suerte de la así llamada Escuela Austríaca pareció estar echada cuando Samuelson y Friedman cambiaron el modelo de paradigma económico inclinándolo hacia la física y hacia un modelo más positivista que fenomenológico. Sin embargo, el Nobel a Hayek en 1974 la hizo revivir, crear una academia paralela y ganarse el favor de gran parte del público cultivado, en la intersección entre la filosofía, la política y la economía. Un caso de libro de lo que Thomas Kuhn había denominado paradigmas inconmensurables.

Precisamente fue Thomas Kuhn el protagonista de otra historia de intransigencia académica. En 1972 arrojó un cenicero a la cabeza de Errol Morris, entonces alumno suyo de Filosofía en Princeton, porque insistía en asistir al seminario que iba a impartir Saul Kripke sobre su teoría causal de la referencia, lo que constituía la némesis absoluta del relativismo epistemológico de Kuhn. Y es que de vez en cuando funciona en el ámbito intelectual aquello que defendía Carl Schmitt en el terreno político: no hay adversarios sino enemigos. Esa enemistad académica llevó a Eric Voegelin a describir a Leo Strauss la obra maestra de Karl Popper sobre los totalitarismos (La sociedad abierta y sus enemigos) como un "escándalo sin paliativos"; además, describió inmisericordemente el concepto de sociedad abierta como "basura ideológica" y acusó a Popper de ser un "intelectual fracasado", lo que fue la gota que colmó el vaso para que éste fuese rechazado por la Universidad de Chicago, donde enseñaba Strauss.

En realidad, toda teoría científica es un visión muy compacta de la realidad que trata de describirla y predecirla de la manera más objetiva posible, teniendo en cuenta posibles refutaciones de la misma por parte del experimento. No sólo es complicado distinguir entre teorías legítimas verdaderas y falsas, también las que no cumplen los requisitos para ser ciencia estrictamente hablando. Cuanto más nos acercamos a los átomos, más fácil resulta ser objetivo. Cuánto más nos acercamos a los humanos, más complejo es deslindar nuestros presupuestos ideológicos de los postulados razonables. Nada nuevo desde que Max Weber escribiera sobre la necesaria distinción entre el político y el científico para que no hubiera una interferencia negativa de la esfera política en la científica. Una posible solución sería que los científicos sociales se abstuviesen de intervenir a través de los medios de comunicación, las redes sociales o los partidos políticos, porque ello afecta necesariamente a su compromiso científico. ¿El precio? Nos quedaríamos sin Paul Krugman y sin Juan Ramón Rallo. La otra solución pasaría por establecer espacios de debate públicos de igual alcance pero mayor intensidad, como lo fue La Clave en la televisión pública.

Aunque el objetivo fundamental en la ciencia es la búsqueda de la verdad, lo cierto es que los científicos tienen un ojo puesto en la misma pero el otro en objetivos más mundanos, del prestigio a los premios pasando por el poder, lo que lleva a adscribir modas académicas, del trotskismo a los estudios de género, a las ciencias sociales o a seguir a algún líder de opinión científica como si fuese Moisés redivivo. Escribió Aristóteles que era amigo de Platón pero todavía más de la verdad (Amicus Plato, sed magis amica veritas). Parafraseando al sabio griego, podríamos concluir que, por muy adversarios de Rallo que seamos, tenemos que respetar ante todo la verdad y, obviamente, las reglas de la cortesía académica, entre las que no se encuentran la falacia del hombre de paja, los argumentos ad hominem o el cherry picking.

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