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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

Regreso a Dioslohizo

Desde que publiqué, a principios de mayo, creo, mi crónica sobre Dieulefit, Michel Schilovitz, quien fue uno de los chavales judíos protegidos, bajo el apellido más francés de Sarlat, me ha llamado varias veces por teléfono, y me ha aconsejado comprar el libro de Anne Vallaeys Dieulefit ou le miracle du silence (Dieulefit o el milagro del silencio), que relata esa resistencia silenciosa de toda una aldea a la ocupación nazi.

Desde que publiqué, a principios de mayo, creo, mi crónica sobre Dieulefit, Michel Schilovitz, quien fue uno de los chavales judíos protegidos, bajo el apellido más francés de Sarlat, me ha llamado varias veces por teléfono, y me ha aconsejado comprar el libro de Anne Vallaeys Dieulefit ou le miracle du silence (Dieulefit o el milagro del silencio), que relata esa resistencia silenciosa de toda una aldea a la ocupación nazi.
Este libro, escrito en un estilo que me resultó repelente por su buenísimo, contiene informaciones que concretan y amplían lo que yo sabía por tradición oral. Yo no sé si habrán leído mi crónica, en la que hablaba de esa pareja que dirigía la escuela de Dieulefit y que hizo, si no milagros, al menos hazañas para proteger a los perseguidos por el nazismo y los hombres de Vichy. Esta pareja de señoras, Marguerite Soubeyran y Catherine Krafft, y el libro, pese a su estilo ampuloso, confirman lo que yo intuía, o sabía por tradición oral, o sea, que su obra de resistencia pasiva fue apoyada hasta por el ayuntamiento, donde se fabricaron los documentos falsos necesarios para proteger a los perseguidos, y concretamente a los judíos.
 
También habla este libro de dos amigos míos. Ambos estuvieron en la escuela milagrosa de Dieulefit, y ambos se alistaron a los 15-16 años en la resistencia armada: el propio Michel Schilovitz, con el que compartí andanzas en el teatro radiofónico, y Daniel Anselme Rabinovitz, mucho más amigo mío (perdón, Michel), y durante muchos más años. Daniel, quien firmaba sus poemas, artículos y novelas como Daniel Anselme, tirando su apellido judío a la basura, era el hombre más gordo de París y uno de los más gordos de Europa; fue también y sobre todo un periodista comunista, un novelista discreto y un magnífico holgazán. No tanto como su (nuestro) amigo Albert Cossery, que el necio de Octaví Martí presentaba, con motivo de su muerte, como amigo íntimo de Albert Camus, cuando apenas se conocían.
 
Daniel Anselme, quien rompió con el PCF en 1956-57, como muchos intelectuales permaneció en el ámbito de una extrema izquierda que, en su caso, yo calificaría de "sindicalismo revolucionario", totalmente propalestino y antiisraelí. Tuvimos homéricas discusiones, pero seguimos viéndonos, de cuando en cuando, hasta su muerte.
 
Michel Schilovitz, con motivo de nuestras conversaciones sobre Dieulefit y la persecución de los judíos en aquellos tiempos, acaba de enviarme un dossier sobre Michel Junot, subprefecto del Loiret en 1942-43. Me preguntarán, tal vez, qué tiene que ver esto con Dieulefit. Pues mucho, porque si en esa aldea y en esa escuela se protegía a niños judíos, en ese departamento del Loiret estaban situados los campos de reagrupamiento de judíos, que luego eran enviados a Drancy y a los campos nazis de exterminio, como Auschwitz, Treblinka, etc. Estos campos del Loiret estaban situados en las localidades de Pithiviers y Bône-la-Roland, y de lo que Schilovitz quiere convencerme (ya lo estaba) es de que este subprefecto fue tanto o más culpable que Maurice Papon de la deportación de los judíos durante la ocupación nazi. Sin embargo, él, Junot, no fue detenido, y acaba de morir con los honores debidos al resistente.
 
Si es totalmente cierto que son dos historias paralelas y semejantes, de dos perfectos canallas funcionarios de Vichy, colaboradores de los nazis, que se hacen resistentes a última hora, cuando la victoria de los Aliados resulta evidente, y después de la Liberación tienen carreras aparentemente dignas y, en todo caso, confortables, aunque la de Papón más, ya que llegó a ser ministro con Giscard D'Estaing, mientras Junot pasó de teniente de alcalde de París, con Jacques Chirac, y cosas así.
 
Todo esto creo que se merece dos breves comentarios de mi parte: toda la administración del Gobierno de Vichy, presidido por el mariscal Petain, colaboró con las fuerzas de ocupación nazis. Pero esa administración tenía un apego tal a lo que yo calificaría de burocracia estatal, que incluso cuando los prefectos y subprefectos no decidían quiénes debían ser deportados, en este caso cuáles y cuántos judíos, eso lo decidía la Gestapo, los SS, la policía de Vichy, se exigía, sin embargo, para que todo fuera legal, que los prefectos y subprefectos redactaran y firmaran los documentos que permitían el transporte hacia los campos de la muerte. Fácil es imaginar que si se hubieran negado a participar, administrativamente, en la deportación de los judíos, habrían sido fulminantemente castigados y sustituidos. El caso es que uno solo se negó, todos los demás fueron cómplices del crimen, cumplieron con sus obligaciones de funcionarios de la colaboración. Según una encuesta del diario Libération publicada durante el proceso Papón, el único de todos los prefectos de Francia y de Navarra fue el prefecto de Tolosa, quien dimitió y desapareció. Nadie, bueno, ni yo ni Libération, sabe cuál fue su destino, después de negarse a firmar autorizaciones administrativas para deportar. ¿Entró en la resistencia clandestina? ¿Se fue a Londres? ¿Fue detenido y deportado, o fusilado? No se sabe.
 
Lo segundo que quiero señalar, y lo más grave, desde un punto de vista moral, es que si toda esta ralea que colaboró con los nazis y sus súbditos de Vichy, los Papon, Junot, Bousquet, Mitterrand, y miles más, pudieron convertirse tan fácilmente, y a veces realmente, en resistentes, pese a sus crímenes contra los judíos, fue porque para la Resistencia oficial y política esa colaboración en la deportación de los judíos sólo constituía un pecado venial, o ni siquiera eso. Dicho de otro modo: el antisemitismo nazi les importaba un bledo. Fue sólo después de la Guerra, con la horrenda evidencia de los campos de exterminio y de la Shoa, que tantos fingieron escandalizarse, y más intentaron ocultar sus fechorías. Esto puede, tal vez, explicar por qué las redes clandestinas de ayuda a los judíos no fueron políticas, sino más bien religiosas: protestantes, como en Dieulefit (o la red de Couve de Murville), o católicas, como la de mi difunto cuñado Jean-Marie Soutou. En Francia, el antisemitismo nazi no fue jamás una prioridad para la Resistencia política.
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