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DIGRESIONES HISTÓRICAS

Regeneracionismo y nacionalismos, factores de disgregación

El regeneracionismo es un término algo vago, que encuadra tendencias diversas y que no dio lugar a un movimiento propiamente dicho, pero sí a un estado de opinión o una actitud difusa, pero reconocible, después del “Desastre” del 98.

El principal teorizador de esa corriente fue Costa, y en ella entraron muchos de los más dotados intelectuales de la época, como Ortega, Azaña o Maeztu, aunque con evoluciones diversas. Sobre España y sus problemas, los regeneracionistas coincidían en tres puntos característicos: condena del pasado español, identificación de “Europa” como bálsamo a las heridas del país, y hostilidad extrema a la Restauración y su ideología liberal.

Cada punto merece atención. En cuanto al primero, concluía un Costa conmocionado por el “Desastre”, la historia española constituía una fundamental desviación hasta desembocar en “una nación frustrada”. Así, preconizaba “fundar España otra vez, como si no hubiera existido”. Sus remedios, compendiados en el lema “Escuela y despensa”, no dejaban de sonar razonables —también algo simples—, pero se envolvían en una visión histórica dramatizada y caricaturizada hasta extremos pueriles. Ortega, Azaña y muchos más también consideraban al país una nación sin formar, o deformada, o anormal. Se puso de moda especular sobre lo que debía haber sido España o cuándo había empezado la desviación o la pérdida de la “normalidad”. Azaña opinaba que desde la derrota de los comuneros en Villalar, en el siglo XVI, todo había ido a tuertas; otros renegaban del rumbo euroamericano tomado en aquel siglo por la política española, la cual, argüían, debiera haberse volcado en África, su campo de expansión “natural”. No faltaba quien llevaba el origen de la desviación hasta el siglo VI, con la conversión del rey godo Recaredo al catolicismo, engendradora de la nefasta alianza entre la oligarquía y el clero. Dentro del racismo de los tiempos —harto diluido en España—, no faltaban avisos descorazonantes sobre la escasez del elemento “ario” en el país. Tan vanas especulaciones pasaban por ejercicios intelectuales de envergadura.

Las antaño consideradas hazañas y glorias hispanas, como el descubrimiento de medio mundo, las conquistas y colonización de América, la evangelización, la fundación de ciudades y universidades, el establecimiento de relaciones entre todos los continentes habitados, la Reforma católica, la contención de los turcos y de los protestantes, etc., eran miradas con desprecio o con burla, o simplemente ignoradas por los refundadores. Para ellos, España había sido el país de la Inquisición y de los genocidios, de la miseria, el oscurantismo y la superstición, y las supuestas glorias debieran más bien avergonzarnos. Los “buenos” habían sido, precisamente, los enemigos de España, empezando por los cultos y refinados musulmanes. La cultura del Siglo de Oro suscitaba despego, excepto algunos autores prestigiosos, en particular Cervantes, a quienes se pretendía convertir en precursores de las ideas de los críticos. Para concluir, España y sus clases dirigentes habían estado “enfermas” durante siglos, aseguraba Ortega, y nada debía esperarse de sus tradiciones. Azaña llegaría a comparar estas últimas, ya en 1930 y sin protesta de nadie, con la sífilis hereditaria. Por suerte, y gracias a sus aclaraciones, “los españoles estaban vomitando las ruedas de molino que durante siglos estuvieron tragando”.

El desdén por lo español alcanzó tales cotas que Menéndez Pelayo, quizá el investigador y ensayista más notable de su tiempo, protestó en sus conocidas frases: “Presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado por gárrulos sofistas (…) emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan (…), hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia hizo de grande, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, la única cuyo recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía (…) Un pueblo viejo no puede renunciar [a su cultura] sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil”. Sin embargo, la voz de Menéndez Pelayo quedó aislada. Desde luego, muchos otros pensaban como él, pero callaban ante el ímpetu, la seguridad y el derroche de indignación moral con que los regeneradores envolvían sus diatribas.

Frente a tan calamitosa “anormalidad”, los regeneracionistas solían proponer una solución no muy precisa, sintetizada por Ortega en una frase ilógica, pero de impacto publicitario: “España es el problema, y Europa la solución”. De la primera no podía esperarse nada, por tanto. Pero ¿en qué consistía esa “solución”? Su visión al respecto era tan ingenua como atrabiliario su ataque al pasado hispano. Por sorprendente que resulte, la fe y el entusiasmo por Europa no fructificó en un solo estudio o análisis medianamente serio, o siquiera en alguna concreción descriptiva de ella. Ni aun produjo libros de viajes de alguna enjundia. “Europa” quedaba así poco más que como una expresión mágica.

Por entonces predominaban en el continente regímenes liberales más o menos democratizados, y la propia Rusia seguía ese camino, pero a los europeístas hispanos no era ése el aspecto que más les subyugaba. Apenas pasaban de constatar que “Europa” (es decir, Francia y en alguna medida Inglaterra y Alemania), gozaban de un orden social, una riqueza y una expansión popular de la cultura muy superiores a los de España, y en ello veían el fruto de una “normalidad” que a España faltaba desde siglos atrás, si alguna vez había disfrutado de ella. No estaba claro si esa ventaja europea provenía de un mayor aporte racial “ario”, de una mayor humedad climática, de una menor influencia del clero y de los militares, del espíritu protestante, o de todo ello junto. Será inútil buscar en los regeneracionistas un esfuerzo intelectual superior a estas concepciones simples, o, menos aún, algún rastro de una percepción crítica de los problemas y conflictos que no tardarían en llevar a la Europa más desarrollada a la I Guerra Mundial. La actitud de los regeneradores hacia los países más ricos tenía algo de embobamiento provinciano. Como expresaba Ortega en una carta, él aspiraba a ir por el extranjero sin sentir vergüenza de ser español.

Con respecto al tercer punto, los regeneracionistas competían en repugnancia por la Restauración. Para Costa, el régimen se resumía en dos rasgos profundamente negativos: oligarquía y caciquismo. El país estaba dirigido por una “minoría absoluta, que atiende exclusivamente a su interés personal, sacrificándole el bien de la comunidad”, por una “necrocracia”, por el poder de lo muerto, de lo inútil, losa aplanadora de las energías populares. Aplanadas al punto de que el pueblo había perdido la voluntad, era incapaz hasta de “leer periódicos”, y carecía de “ciudadanos conscientes”. Por tanto, necesitaba un “cirujano de hierro”, un dictador altruista que le sacase del marasmo. Cualquier mejora empezaba por “declarar ilegítima la Restauración”. Azaña no le iba a la zaga en dicterios: “He soñado destruir todo ese mundo”. Ortega la define como “estos años oscuros y terribles”, como la “España oficial” empeñada en asfixiar a “la España vital”. Cánovas, muy respetado en toda Europa como fundador del régimen que había dejado atrás el estancamiento y las convulsiones hispanas del siglo XIX, era despachado como “el gran corruptor”, “maestro de corrupción”. Por contraste, el epiléptico período anterior a la Restauración solía ser mirado con simpatía, como una edad “vitalista”. Muchos escritores y artistas embellecían incluso el terrorismo anarquista, como Valle-Inclán, o aplaudían al socialismo, como ocurrió con Unamuno u Ortega.

Desde luego, las críticas de unos y otros a dicho régimen (la corrupción electoral y municipal, la escasa atención a la enseñanza, la desprotección de los trabajadores manuales, etc.) estaban a menudo bien fundadas. El problema residía en la exageración y radicalidad de esas críticas, y, sobre todo, en las soluciones propuestas, mesiánicas o arbitrarias en su mayoría, y conducentes a un grave riesgo de guerra civil.

La defección de los intelectuales, muchos de los cuales habían gozado de una privilegiada educación en las mejores instituciones del país, de becas para viajes de estudio, etc., supuso para la Restauración una irreparable calamidad. Dejaba al régimen a la defensiva, privándolo de quienes hubieran podido defenderlo en el plano intelectual contra la marea crítica y política alzada contra él por los extremismos.

No es difícil observar que el regeneracionismo expresaba un peculiar nacionalismo español de extraordinaria semejanza con el vasco y el catalán. Los regeneracionistas despreciaban el pasado real de España como Prat de la Riba o Arana despreciaban el pasado real de Cataluña y de Euzkadi, supuesta historia de opresión consentida hasta con abyecta alegría. Aunque, a diferencia de éstos, los regeneradores no sembraban el odio o el resentimiento hacia alguna parte de España, coincidían en fomentar también la aversión por el común legado hispano y por la liberal Restauración, así como en una acrítica y subjetiva identificación con “Europa”. También se parecían mucho sus estilos, entre plañideros y amenazantes, y sus tonos exagerados y un tanto megalómanos, sin gran sustancia intelectual. No deja de resultar curiosa la divergencia en las conclusiones a partir de las mismas premisas: unos aspiraban a “refundar” la nación española, los otros a desarticularla de una vez. Pero, basadas en una visión caprichosa de España, las manías refundadoras se combinaban, más que se oponían, a las desarticuladoras.

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