Menú
CALENTAMIENTO GLOBAL

Reflexiones de un escéptico

En lo relacionado con el calentamiento global, ni soy creyente ni soy negacionista; soy un escéptico que cree, instintivamente, que no puede ser muy bueno bombear un porrón de CO2 a la atmósfera, pero que está igualmente convencido de que los sabihondos que dicen saber qué va a pasar exactamente desbarran.

En lo relacionado con el calentamiento global, ni soy creyente ni soy negacionista; soy un escéptico que cree, instintivamente, que no puede ser muy bueno bombear un porrón de CO2 a la atmósfera, pero que está igualmente convencido de que los sabihondos que dicen saber qué va a pasar exactamente desbarran.
Las predicciones que auguran catástrofes dependen de unos modelos, y esos modelos dependen a su vez de unos supuestos relacionados con unos sistemas tremendamente complejos, en los que se tiene en cuenta desde las corrientes marinas hasta la formación de las nubes, que absolutamente nadie entiende por completo. He aquí la razón de que los modelos sean inherentemente imperfectos y cambiantes. Los escenarios apocalípticos asumen que se producirá una catarata de sucesos tremebundos, cada uno de los cuales tiene determinadas probabilidades de ocurrir. La improbabilidad de que todos ellos tengan lugar simultáneamente convierte en meramente especulativas todas las previsiones de tal cariz.
 
Pues bien, los ecologistas, así como los científicos y los políticos que les bailan el agua, se basan en dichas especulaciones para abogar por la imposición de regulaciones radicales en los terrenos económico y social. "La mayor amenaza para la libertad, la democracia, la economía de mercado y la prosperidad ya no es el socialismo", ha advertido el presidente checo Václav Klaus, "sino la ambiciosa, arrogante e inescrupulosa ideología del ecologismo".
 
Si cree que lo de "arrogante" no viene al caso, eche un vistazo a esa portada de Newsweek en la que se declaraba cerrado el debate sobre el calentamiento global. Si, tras doscientos años de confirmaciones indefectibles, las leyes de Newton sobre el movimiento de los cuerpos podrían quedar refutadas, se necesita poseer una suerte de fervor religioso para creer que el calentamiento global, algo infinitamente más complejo, especulativo y falto de pruebas, es un asunto zanjado.
 
Claro, que darlo por zanjado tiene sus ventajas: no sólo se desprecia a los escépticos, esos perros falderos de la reacción, o sea, de la Exxon, de Cheney y de Klaus; es que además se da un gran espaldarazo a la izquierda intelectual.
 
Durante un siglo, una clase intelectual ambiciosa, arrogante y carente de escrúpulos, así como sus aliados políticos de la izquierda, se arrogaron el derecho a gobernar en nombre de la oprimida clase trabajadora (comunismo) o, en su forma más benigna, por su pericia incomparable para, planificación estatal mediante, alcanzar las más altas cotas de progreso social (socialismo). No obstante, tanto el comunismo como el socialismo mordieron el polvo hace dos decenios, y quedaron sepultados por el capitalismo de mercado, cuya superioridad quedó demostrada en todas partes, tanto en la Inglaterra de Margaret Thatcher como en la China de Deng Xiaoping, donde la mera abolición parcial del socialismo permitió sacar de la pobreza a más gente (y a mayor velocidad) que nunca antes en la historia de la Humanidad.
 
Pero justo cuando se encaminaba hacia el vertedero de la historia, la izquierda dio con su tabla de salvación: el ecologismo. Los sabios sapientísimos no regularán ya su vida en nombre del socialismo fabiano o de la clase obrera, sino, dónde va a parar, en nombre de la mismísima Tierra.
 
Los ecologistas son los sacerdotes de Gaia. Están aquí para guiarnos, y para excomulgar a quienes se nieguen a rendirles pleitesía. Tras haber proclamado el mandamiento definitivo: No Emitirás Dióxido de Carbono, están urdiendo todo un corpus legislativo que regulará cuántas veces podremos viajar, qué tipo de luz habremos de emplear para leer, a qué temperatura tendremos que poner la calefacción del salón... 
 
El otro día, una comisión del Parlamento británico propuso que se dotara a la gente de una tarjeta de emisiones de carbono, que debería mostrar a la hora de echar gasolina, tomar un avión o consumir electricidad. En la tarjeta de marras figuraría la ración anual de carbono de cada ciudadano, que iría reduciéndose a medida que su titular viajara, comprara, echara gasolina, etcétera.
 
Nada confiere más poder social que el racionamiento; y no hay un instrumento de control social más poderoso que el racionamiento de la energía (excepción hecha del racionamiento de los alimentos), pues de ella depende todo lo que se hace y consume en una sociedad avanzada.
 
Así las cosas, ¿qué propone como alternativa el agnóstico en materia de calentamiento global? En primer lugar, que se investigue más y mejor, sin manipulaciones cosas por el estilo, con el objeto de saber si a) las emisiones antoprogénicas de carbono son, climáticamente hablando, relevantes o carecen de importancia al lado de fuerzas de la naturaleza como las corrientes marinas o las manchas solares, y b) si la actividad humana es verdaderamente significativa, si el sistema climático del planeta dispone de mecanismos homeostáticos de compensación. En segundo lugar, que reduzcamos nuestras emisiones de CO2 atendiendo a lo factible y no a lo económicamente ruinoso y socialmente destructivo. Para ello, nada mejor que prestar cada vez más atención a la energía nuclear, las más limpia entre las limpias en términos atmosféricos.
 
Aquí volvemos a topar con los sabihondos ungidos. Y es que entre los dogmas de la Iglesia Ecologista está el que proscribe la sola mención de la energía nuclear. Habemus tabú.
 
Qué listos son, ¿verdad? Si quitas de en medio ese importante sustituto del carbón, el racionamiento gana todavía más posiciones. ¿Y a que no se imagina quién se encargara de repartir las raciones?
 
 
© The Washington Post Writers Group
0
comentarios