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La Dama de Acero Inoxidable o cuando la política tenía que ser ética

Cuando yo llegué a Madrid en 1981, los liberales cabíamos en un taxi, y eso sólo si el taxista también era liberal, que es una hipótesis, ayer y hoy, mucho más probable en el conductor de un taxi que en un profesor universitario. Había una mínima estructura organizativa, la de los Clubes Liberales, en la línea del prematuramente desaparecido Joaquín Garrigues, pero que se organizaron –y murieron– como plataforma política de Antonio Garrigues al servicio de la Operación Roca en las elecciones de 1986. Y la contraseña por la que nos reconocíamos aquellos cuatro gatos liberales, a menudo periodistas, era la admiración por Margaret Thatcher, luego por Ronald Reagan y después por Juan Pablo II y la rebelión polaca y europea contra el comunismo. Pero la primera en cautivarnos fue Thatcher.

Y es que lo que identifica la fugaz revolución liberal de los años 80 del siglo pasado es, en primer lugar, un discurso. Las ideas, principios y valores que esgrime Thatcher para conseguir el voto en Gran Bretaña eran la negación de lo que por entonces era costumbre y obligación política en todas partes: un socialismo generalizado que convirtió la década de los 70 en la de mayor expansión del comunismo desde la II Guerra Mundial. Y la primera política que hizo frente a ese discurso de sumisión ante los poderes fácticos –medios, sindicatos, encuestas–, no sólo en la oposición sino en el Gobierno, fue Margaret Thatcher. La gran política la hizo Reagan, porque sólo los USA podían hacerla, siempre que el viejo actor lograra resucitarlos tras la calamitosa era Kissinger-Carter; y los resucitó. En cuanto al Papa, tuvo el valor no de oponerse al comunismo, que en un polaco es natural, sino de combatir la masiva presencia comunista dentro de la Iglesia misma, que desde el Concilio Vaticano II y con los jesuitas a la cabeza se había convertido en la cantera soviética de Iberoamérica, con Nicaragua y El Salvador como fábricas ideológicas y peones militares de Cuba y la URSS.

Reagan era un americano intuitivo, sagaz y optimista que creía en su país. Thatcher era, como bien ha recordado César Vidal, la hija del tendero en una Inglaterra atrapada en el consenso socialdemócrata y arruinada por la tiranía sindical, que había leído el Camino de servidumbre de Hayek, libro que marcó su trayectoria intelectual y justo lo contrario de lo que se llevaba en el Partido conservador. Thatcher basaba en su experiencia personal sus principios políticos y en el Gobierno no dijo nada en lo que no creyera y rara vez creyó en algo que fuera incapaz de defender. La excepción, por patriotismo o nacionalismo británico, fue hacer una guerra por las Malvinas pero entregar Hong Kong a la China comunista. Era no de hierro sino de acero inoxidable, pero, al cabo, política y humana.

Sin embargo, la ruptura del discurso socialista, que era también el del apaciguamiento y sumisión ante la URSS, nunca había alcanzado el Poder en un país importante, o que lo había sido y que gracias a Thatcher volvió a serlo. El mérito indiscutible de la Dama de Acero Inoxidable es que fue capaz de ir siempre por delante y muchas veces en contra de las encuestas, al revés que los políticos profesionales que hacen del oportunismo su verdadera profesión. Cuando Reagan salió elegido, Thatcher dejó de ser una rareza británica, normal en el país de las rarezas, y se convirtió en algo mucho más importante: la oradora de la guerra fría contra el comunismo y contra el socialismo, contra la URSS y contra los sindicatos, contra la capitulación exterior y la sumisión interior, también llamada consenso. Y ese discurso es el que marca el gran cambio de la derecha española desde 1990, que con Aznar al frente del PP desde 1989, justo una década después de que Thatcher ganase sus primeras elecciones, adopta ese discurso atlantista y liberal, sobre todo en lo económico, campo en el que cosecha mayores éxitos –la relación del sector público y el privado– que la propia premier británica.

No hace falta decir que, tres décadas y media después de la llegada al Poder de Thatcher, el Muro ha caído pero se ha vuelto a levantar la cortina de hierro del socialismo edulcorado, el intervencionismo generalizado y, naturalmente, la corrupción universal. Porque la política ha perdido esa dimensión ética sin la que sólo es cauce de ambiciones y desilusiones. Los que a principio de los 80 nos oponíamos al comunismo y al socialismo, y venerábamos a Thatcher, Soljenitsin, Hayek, Reagan, Walesa o Wojtyla, lo hacíamos por una razón esencialmente ética: la defensa de la dignidad humana, que sólo es posible mediante la libertad y la responsabilidad. La gran fórmula de Thatcher fue el capitalismo popular, una redundancia porque cuando la gente puede elegir lo que generalmente elige es la economía de mercado. Y que Thatcher defendió como nadie porque era la Hija del Tendero, la que decía que no existe la sociedad sino las familias y que el individuo es más importante que el Estado. Pero en aquel entonces, cuando los liberales cabíamos en un taxi, como en este turbio ahora, lo que la gente quiere, Libertad, Igualdad, Propiedad, ni lo creen ni lo quieren los políticos. Cualquier tiempo pasado no siempre fue mejor. Ni en los años 80. Pero en política, cuando Thatcher, sí. No es porque fuéramos más jóvenes y más pardillos. Es que teníamos la obligación de ser decentes.

(Libertad Digital, 8-IV-2013)

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