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Germanoesclerosis


Si hace diez años alguien hubiera dicho que la economía alemana se iba a transformar en una rémora para el desarrollo de toda Europa, nadie le habría creído. El correspondiente lector de entrañas habría sido tachado de perturbado. Y, sin embargo, el virus de la enfermedad ya estaba encapsulado, aunque faltaba el desencadenante último, la "fusión por absorción" con la Alemania comunista. Las manifestaciones de la crisis alemana son múltiples: crece menos que la mayoría de los países europeos; ha pasado de absorber millones de inmigrantes, a expulsarlos y colocarse con un desempleo de más de 4 millones de personas, el 9% de la población activa; de defender el valor del marco alemán, como eje de la política económica, a aceptar el euro e intentar forzar al Banco Central Europeo a que bajara los tipos de interés a corto y a que desvalorizara el euro, o a que llegara a un acuerdo con la Reserva Federal norteamericana para manipular el tipo de cambio entre el euro y el dólar; de ser el impulsor de un confuso federalismo europeo a perderse en el marasmo de la confusión de la reducción de la aportación neta alemana al presupuesto comunitario (el 0,6% del PIB alemán) y ni siquiera defender con firmeza la ampliación hacia los países del este de Europa.

Una transformación tan profunda no es repentina. Las causas últimas tienen que ser muy anteriores. De hecho la tentación es creer que lo excepcional en la historia alemana ha sido el tándem Adenauer-Erhardt, que impusieron una política liberal en contra de la opinión de los aliados, los empresarios, los sindicatos, los grandes bancos y el sentir más profundo de los partidos políticos, todos deseosos de impulsar los grandes acuerdos nacionales, de una política de consenso y, simultáneamente, desconfiados de los frutos que pudieran producir la competencia y la libertad económica. Temor a la libertad presente desde la creación de la nación alemana, que abrazó las teorías de List sobre las industrias nacientes y la necesidad de poner límites al liberalismo económico hasta que el país estuviera suficientemente desarrollado, para poder competir en condiciones de igualdad con el resto del mundo. No en vano triunfó en Alemania el historicismo económico, que proclama que no hay leyes económicas universales y que cada país en cada circunstancia puede adoptar las decisiones que considere necesarias para desarrollarse. En el caso de Alemania, éstas eran el proteccionismo, el nacionalismo económico, el reparto del mercado y acuerdos políticos de ámbito nacional para repartir la renta entre los distintos actores económicos. En los últimos años, el factor clave para explicar la evolución de la política económica alemana es el cambio ideológico. Los políticos alemanes, dirigidos por el canciller Khol, han reforzado la construcción de la nación en torno a lo que significa el estado del bienestar. A cambio de dosis crecientes de estatismo, los sindicatos aceptaron, durante años, crecimientos salariales reducidos, que producían unas envidiables cifras de crecimiento e inflación. Hasta la caída del Muro el sistema de concertación social funcionó, aunque con dificultades crecientes para pagar la factura de los gastos sociales.

Nada ejemplifica mejor el desprecio por la libertad de mercado que la decisión del canciller Khol de llevar a cabo la unión monetaria entre las dos Alemanias, al tipo de cambio de un marco occidental por otro oriental. La instantánea riqueza no ganada, conseguida por los recién incorporados alemanes orientales, permitió al canciller Khol ganar dos elecciones generales, pero hizo inevitable que perdiera las últimas. El actual malestar en Alemania oriental es reflejo de una tasa de paro del 11%, hecho inevitable por ese tipo de cambio, que significaba precios no competitivos para la mayor parte de lo allí producido. La falta de competitividad se ha agravado porque, de acuerdo gobierno y sindicatos, los salarios en esa parte de Alemania han crecido hasta casi igualarse a los del resto de Alemania, con absoluto desprecio por lo que ocurría mientras tanto con la productividad del trabajo. Lo que ocurría es que, a pesar de las inversiones en infraestructuras, las subvenciones a la inversión privada y a la creación de empleo y los fondos dedicados a la formación de la mano de obra, la productividad ha crecido muchos menos que los salarios. Muchas de las empresas instaladas en el este de Alemania han sido incapaces de aguantar la competencia; el desempleo ha vuelto a crecer, las transferencias públicas para hacer frente a los subsidios de paro se han incrementado, de tal forma que el esfuerzo fiscal extraordinario para pagar la construcción de los estados orientales, se ha consolidado en torno al 5% del PIB. Incluso se ha producido un aumento de la emigración a los estados occidentales de Alemania, uno de los objetivos últimos que querían evitarse dando capacidad de compra a los orientales. Correlativamente, los votantes orientales han pasado del agradecimiento a la desesperanza pues, dígase lo que se diga, a nadie le gusta vivir permanentemente de los subsidios; entre otras razones, porque siempre hay un momento en el que se reducen drásticamente o se terminan.





Por otra parte, y simultáneamente, se comprobaba que el aumento de la factura del estado de bienestar había afectado al saldo de las finanzas públicas; esta constatación provocó un cambio de comportamiento en los últimos años del gobierno Khol, que se tradujo en algunos recortes en los subsidios de los parados y en un intento para intensificar el control del absentismo. Así como una propuesta de reforma fiscal, que nunca se llevó a cabo.





La coalición socialdemócrata-verdes ha derogado esos pequeños cambios, ha aumentado los impuestos a muchas empresas y aprobado incrementos salariales en la Administración Pública del 3,1%, absolutamente incoherentes con una inflación del 0,2%. Este acuerdo salarial ha sido, simplemente, reflejo del acuerdo en el sector metalúrgico, que ha firmado una subida del 4%. Todo ello con el visto bueno del Ministerio de Finanzas, que creía que por esa vía lograría aumentar la demanda del consumo, en una burda aplicación de primitivos mecanismos keynesianos, que han dejado de funcionar en todo el mundo hace mucho tiempo.





Al margen de esos cambios sólo la retórica se ha modificado durante el breve mandato del incompetente Lafontaine, que dedicó la mayor parte de su tiempo a exigir al BCE que redujera los intereses para incrementar la demanda, en contra del espíritu y la letra del Tratado de Maastricht, que consagra que la política monetaria tiene como único objetivo mantener estable el nivel de precios. El histrionismo del ex-ministro alemán le hizo olvidar su principal argumento para pedir el descenso de los tipos de interés, la baja inflación alemana. Si lo hubiera hecho habría obligado al consejo del BCE a un difícil ejercicio, pues habría tenido que explicitar cual era la inflación y el nivel de precios de referencia que tenía que controlar, los del área euro, o los de los países centrales, máxime en un momento coyuntural en el que los precios en España, Portugal e Irlanda crecen bastante más que en el resto de los miembros de la Unión Monetaria.





Al margen de los problemas provocados por el populismo de un omnipresente estado de bienestar, de los derivados directamente de la integración de una economía socialista atrasada tecnológicamente y sin referencia alguna al mercado, de los derivados de la implantación del euro y de la financiación de la Unión Europea, hay otros que también están influyendo en la forma en que se abordan el conjunto de los problemas. Sin olvidar que el tipo de revolución tecnológica que estamos experimentando se adapta mejor a unas sociedades que a otras. Y parece que la estructura de capital, la organización empresarial y la experiencia industrial alemana no son las más positivas para lograr éxito en esas tecnologías.





La actual revolución tecnológica afecta a las comunicaciones, la informática, la capacidad de los ordenadores y la biotecnología; prima a los innovadores más flexibles y rápidos y penaliza a las empresas más burocratizadas, que son las predominantes en Alemania. A las grandes empresas les obliga a hacer enormes ajustes en las plantillas que se compensan, a nivel nacional, con la creación de muchos más nuevos puestos de trabajo. Un marcado contraste con la anterior revolución industrial, cuyos efectos han durado cincuenta años, que premiaban la concentración de recursos, financieros y humanos, para conseguir mejoras tecnológicas en actividades básicamente industriales. Cambio de paradigma que también ha afectado a Japón. Sin querer extremar los parecidos, la simbiosis banca-industria es una característica común a Alemania y Japón; con una enorme diferencia: en Alemania los bancos tienen la capacidad de decisión, mientras en Japón los empresarios son los dueños de los bancos, con los devastadores efectos que se observan en la economía nipona.





Una faceta social, que no estoy seguro por qué vías afecta a su funcionamiento económico, pero que tiene que influir en las decisiones que supongan introducir flexibilidad y competencia, es la composición étnica y geográfica de la población que vive en Alemania. De los 80 millones de habitantes, 7 millones no tienen nacionalidad alemana, por ser inmigrantes y no tener derecho a la ciudadanía, a la que sólo se accede por derecho de sangre, según la ley alemana de 1913; otros 17 millones tienen como experiencia vital un entorno comunista; finalmente, como en otros países europeos y en Japón, se está produciendo un envejecimiento muy acelerado de la población, lo que preocupa tanto a los trabajadores como a los gobiernos, pues el sistema de pensiones no capitalizado, que es el vigente en Alemania, introduce grandes incertidumbres para el futuro. Para hacerse una idea de la magnitud del problema, se ha calculado que en Alemania el capital que sería necesario para financiar las pensiones devengadas alcanzaría el 250 % del PIB. Una situación muy parecida a la francesa. Y muy diferente de la del Reino Unido pues, aquí, las reformas introducidas durante los gobiernos de la Sra. Thatcher y mantenidas por el actual gobierno laborista, han permitido privatizar y capitalizar una parte importante del. sistema de pensiones, de tal forma que el compromiso de gasto publico en pensiones sólo suma el 40% del PIB.





Una secuela añadida de la falta de ahorro privado es la estrechez de los mercados financieros alemanes, que dificulta la posibilidad de capitalizar nuevas empresas.





La desconfianza que parece atenazar a la sociedad alemana y a su clase dirigente se trasluce en las relaciones con el resto de los países europeos. Sorprendidos por el cumplimiento de los criterios de Maastricht por diez países, cuando todo el mundo esperaba que la Unión Monetaria comenzara por un pequeño núcleo de países aglutinados histórica, política y económicamente en tomo a Francia y a ellos mismos, se están mostrando incapaces de liderar el reto que, sin duda, significa la Unión Monetaria.





La rapidez con que se produce la caída del Muro, el desmantelamiento del imperio soviético y la integración con Alemania del Este, desconciertan a la clase política alemana.





La economía alemana pasó, en un par de años, de ser un mercado de 60 millones de habitantes, el más próspero de la Unión Europea, aunque repleto de rigideces, altos costes salariales y elevados impuestos, a tener que subsidiar a 17 millones de alemanes y reconstruir un país devastado por el comunismo, además de tener que actuar de prestamista, inversor y garante de la multitud de países que aparecen al estallar la URSS. Especialmente oneroso fue, aunque desconocemos las cifras totales, el coste del repliegue del ejército soviético y los créditos a Rusia.





Las repercusiones se dejaron sentir no sólo en Alemania. A nivel europeo los costes de la reunificación alemana significaron una subida general de los tipos de interés y el estallido del Sistema Monetario Europeo. Y no está de más recordar que, aunque durante algunos años Alemania y Francia se beneficiaron de tipos de cambio artificialmente minusvalorados de sus monedas, en apenas unos meses soportaron devaluaciones del orden del 30%, incluso del 40%, de países como el Reino Unido, España o Italia.





Desde la firma del Tratado de Roma, ningún país ha sido más europeísta que Alemania, que se sirvió de la idea de Europa para consolidar su democracia, desarrollar la economía sobre la base del libre mercado y plantear las relaciones internacionales como cooperación y no como enfrentamiento. Gracias a la flexibilidad alemana hasta la década de los ochenta, se produjo la integración inglesa, la posterior rebaja de la contribución de este país, nuestra propia integración y la aprobación de los Fondos de cohesión y estructurales, para facilitar la competitividad de las economías más atrasadas de Europa.





Habría sido milagroso salir airoso de la conjunción de toda esta serie de problemas económicos, políticos, demográficos, sociales e internacionales en tan corto espacio de tiempo. Era imposible abordarlos sin haber planteado un nuevo esquema fiscal, una revisión del estado de bienestar, una reconsideración de la política de competencia empresarial y una reforma de los esquemas financieros de la Unión Europea, tanto a nivel de ingresos como de gastos.





En los últimos meses hemos asistido al espectáculo del cambio de postura del gobierno alemán respecto a cómo financiar los reducidos gastos de la Unión Europea. La contribución neta positiva alemana a los presupuestos comunitarios pasa de ser una política deliberada de generosidad, europeísmo y ayuda a los países más atrasados de la Unión Europea, a ser una carga financiera aparentemente insoportable. Podría interpretarse como la pérdida del complejo de inferioridad política que Alemania arrastraba desde el final de la II Guerra Mundial. Pero es más probable que haya sido un mero cálculo contable de una clase política que no sabe cómo hacer de Alemania el líder de una nueva Europa, más abierta, más plural, más compleja y más necesitada de ayuda y de auténtica cooperación.





Desde un punto de vista económico, en lugar de volver a liberalizar mercados, como hicieron en su día Adenauer y Erhardt, en lugar de liderar la desregulación a nivel europeo, los dirigentes de los grandes partidos han optado por la cautela, por el mantenimiento de las "conquistas" del estado del bienestar.





Así, los ciudadanos alemanes se han visto asaltados por el populismo de cristianodemócratas y socialdemócratas que les aseguran, en la mejor de las tradiciones prusianas, seguridad pública para todas las eventualidades personales. En pocos años, la economía alemana ha pasado del éxito de un modelo industrial adecuado, eficiente, capitalizado, protegido, sin enfrentamientos entre sindica- tos, empresarios y clase política, sin apuros financieros, con un déficit controla- do y una deuda pública reducida, aunque siempre con un peso muy grande del gasto público -en torno al 50% del PIB- a la incertidumbre del futuro de un sistema de pensiones sin capitalizar, con una población en proceso acelerado de envejecimiento, teniendo que transferir cada año el 5% de su PIB a la antigua Alemania del Este, con una deuda pública elevada, en torno 50% del PIB, con dificultades para controlar el déficit y sin atreverse a introducir en su economía la flexibilidad que requiere el nuevo entorno internacional y el tipo de revolución tecnológica que estamos experimentando.





No parece posible salir de este marasmo sin una nueva política, más abierta, más europeísta y más dispuesta a asumir riesgos.


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