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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Quema de iglesias

En Majadahonda han intentado quemar una iglesia. Católica, desde luego. ¿Por qué no una sinagoga, siendo que los autores del atentado –que permanecerán en el anonimato para siempre porque nadie los va a buscar– proceden de la misma cepa ideológica?

En Majadahonda han intentado quemar una iglesia. Católica, desde luego. ¿Por qué no una sinagoga, siendo que los autores del atentado –que permanecerán en el anonimato para siempre porque nadie los va a buscar– proceden de la misma cepa ideológica?
Porque esto es España y la cerril izquierda tradicionalista es activamente anticatólica. Y no es que no sean judeófobos, sino que los judíos, además de ser pocos por aquí, pertenecen al segundo plano en su imagen del país, que no podemos llamar nación sin entrar a matizar.

La izquierda española era decimonónica en el siglo XX, y en el XXI ha pasado a ser dieciochesca: "La única iglesia que ilumina es la que arde", ha escrito en Público el señor Manuel Saco, en su prosa populista y desamortizadora. Dejando caer también la sospecha de que el atentado podría ser obra de los propios católicos: "(...) más parece una burda manera de explotar el victimismo que una amenaza verdadera", apunta.

La verdad es que nada de esto me asombra en esta Tercera República fundada por el fantasma del abuelo del presidente y por el recuerdo del más grande error de don Manuel Azaña, que cometió unos cuantos a pesar de sus buenas intenciones: me refiero a esa afirmación que hizo el 14 de octubre de 1931, en sede parlamentaria y como ministro de la Guerra: "España ha dejado de ser católica". La frase es recordada; no así la que continúa el discurso: "El problema político consiguiente es organizar el Estado de forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español".

El actual gobierno –un contubernio de intereses espurios e ideólogos de la más baja estofa intelectual– quiere hacer las dos cosas a la vez: por un lado, legisla como si España hubiese dejado de ser católica, cosa que está tan lejos de ser cierta como en tiempos de Azaña; por el otro, acosa a la Iglesia en todos los planos, empezando por el ataque sistemático a aquellos que, sin ser católicos practicantes, hacen una labor constante de defensa del catolicismo y de la derecha española: lo curioso es que hayan logrado ya que los obispos hayan prescindido de la voz de FJL, que le dio a la COPE todo el prestigio que posee, y que dirigentes del gran partido de la derecha hayan llevado al mismo personaje a los tribunales.

Mi extrañeza, que viene de antiguo, no me la producen las izquierdas bárbaras en las que se inscribe –por libre, pero no por ello con menor ferocidad– más o menos la mitad de la sociedad española. Al menos, en términos electorales: en términos activos son muchos menos, pero bastan a matarse entre ellos y a los demás cuando la ocasión da para una FAI o para el bolchevismo sectario que acabó con Nin, con Durruti y con el POUM, víctimas pero no por ello menos bestias que los otros.

La sorpresa me la dan los católicos españoles. Los sucesos de Majadahonda dan para una movilización general, para una protesta amplia y serena en la que se reclame a los gobernantes –y eso incluye, desde luego, al parlamento y, en él, a la oposición– una actitud activa de investigación y de reparación. Que el señor Rubalcaba, nuestro Fouché doméstico, ponga las barbas en remojo. Pero nadie le está exigiendo nada. Al contrario, se actúa como si nada pasara. Quizá sea cierto aquello de que en Madrid nunca pasa nada y si pasa no importa, aunque esto me parezca especialmente grave.

Osama ben Laden.Es la primera. Antes, sólo habían hecho majaderías ofensivas contra sinagogas, pero como estamos en Europa eso se consideró normal. En otras partes del mundo, las masacres de cristianos son cotidianas: en Indonesia, en la India, en Pakistán, y, aunque no se comenta sino con la boca pequeña y no sale en la prensa sino en sueltos y al margen, es verdad que la Iglesia no está cumpliendo con su labor de denuncia. Sólo hay mártires musulmanes, y son voluntarios. Se tiene la extraña impresión de que, en el Vaticano como en las parroquias, el texto completo de la declaración de Ben Laden sobre los objetivos de su organización ha caído en el olvido, sobre todo en lo referente a su lucha "contra los judíos y los cristianos", lo que a su modo de ver implica a Europa y las neoeuropas, en término empleado por Jaime Naifleisch –las Américas, Australia y todos los lugares en que la tradición judeocristiana haya dejado semilla–. No amenaza a Bush, ni ahora a Obama, sino a todo lo que legítimamente podemos llamar Occidente. Y como la creación de ese Occidente, incluido el descubrimiento de tierras y el establecimiento en ellas de las neouropas, es una tarea que ha descansado durante siglos en las espaldas de la Iglesia católica –creación que, por cierto, implicó defensa: de ahí las Cruzadas, como explica Robert Spencer en la Guía políticamente incorrecta del Islam y de las Cruzadas, que reseñé en su día en este periódico–, es deber de esa misma Iglesia mantenerse en la primera línea de combate.

Hasta el siglo XX, la Iglesia no se había movido de su sitio y el papado había tenido una voz constante, fuerte y clara, que no se concilia con el multiculturalismo reinante, que ha impuesto a Benedicto XVI momentos especialmente duros en su reciente visita a Tierra Santa, de los cuales no parece el pontífice haber aprendido la necesidad de radicalizar sus posiciones. El cristianismo no es consensual ni conciliador: es una completa Weltanschauung que se predica como religión verdadera, y a la cual es ajena la igualdad con las demás creencias, aunque la diplomacia del Estado Vaticano la reclame de tanto en tanto y por un momento. Y esa idea del mundo es la nuestra, hasta cuando lo ignoramos.

No es posible defender la vida sin defender, con uñas y dientes, a la Iglesia misma. Y eso no se está haciendo. Ya sé que, después de escribir esto, recibiré de algunos lectores cartas de repudio por lo brutal de mis afirmaciones –si la Iglesia hubiera escuchado a Savonarola, se podrían haber evitado un Lutero y un Calvino, que, contra lo que suele afirmarse, no representaron progreso alguno: que se lo pregunten a Servet–. También me escribirán representantes de grupos católicos militantes para explicarme lo que ellos hacen por la Iglesia. Y no me bastará, porque la Iglesia toda, hoy, agredida –insisto en que Majadahonda marca el principio de un proceso, nada más–, no reacciona a la altura de las expectativas que su historia permite abrigar. No es lo bastante crítica con las podredumbres de las izquierdas, desde el multiculturalismo, que ha asumido tras confundir bondad con buenismo, hasta la alianza de civilizaciones.

Es obvio que el suicidio de Occidente, en el que nos encontramos empeñados hasta el punto de estar buscando quien nos ayude a pasar al otro mundo –y, para colmo, lo alimentamos y lo llamamos "amigo"–, no puede dejar de ser el suicidio del catolicismo. Pero el suicidio, en la tradición judeocristiana, es gravísimo pecado, no mérito de terrorista para ganar huríes como quien junta cromos o para liberar la patria vasca de la opresión a la que la estamos sometiendo, que queda en evidencia en cualquier sociedad gastronómica del Norte.

Insistimos muchas veces en que Israel tiene derecho a existir y a defenderse, cuando en realidad tiene el deber de hacer las dos cosas. Y ese otro pequeño Estado con ciudadanos potenciales repartidos por toda la faz de la tierra, el Vaticano, tiene idéntico deber. Los obispos, aunque los haya hasta separatistas y aun rojos, encarnan la voluntad de los fieles de persistir hasta el final de los tiempos.

Y en ese proceso, eterno, la pretensión de quemar una iglesia en la España de 2009, ya no en la de 1936, plantea un problema muy serio. Como lo plantean los cristianos perseguidos y asesinados en el mundo entero cada día, a los que tan poco se recuerda.


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