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1. ENIGMAS DE LA HISTORIA

¿Por qué fracasó la alianza de Felipe II con Inglaterra?

A mediados del siglo XVI, la ubicación de Inglaterra entre el campo de la Reforma y el de la Contrarreforma distaba mucho de estar definida. Tras el cisma —que no la Reforma— impulsado por Enrique VIII, Inglaterra había regresado a la obediencia a Roma bajo el reinado de María Tudor.

A mediados del siglo XVI, la ubicación de Inglaterra entre el campo de la Reforma y el de la Contrarreforma distaba mucho de estar definida. Tras el cisma —que no la Reforma— impulsado por Enrique VIII, Inglaterra había regresado a la obediencia a Roma bajo el reinado de María Tudor.
Carlos V concibió entonces la idea de una alianza hispano-inglesa que no sólo recuperara la isla atlántica para Roma sino que además pudiera enfrentarse con éxito a la expansión del protestantismo. Sin embargo, los resultados del proyecto distaron mucho de ser los esperados. ¿Por qué fracasó la alianza de Felipe II con Inglaterra?
 
Desde hacía varias décadas, una de las preocupaciones que más quebraderos de cabeza había ocasionado a Carlos I, emperador y rey de España, había sido el inicio de la Reforma protestante. Ciertamente, los protestantes se proclamaban leales a la autoridad civil y tan sólo solicitaban que se les reconociera el derecho a la libertad de conciencia pero su cuestionamiento, a partir de la Biblia, de buena parte del edificio doctrinal católico mal podía casar con un personaje como Carlos V, que soñaba con revivir el imperio romano-germánico de la Edad Media.
 
A la sazón, amplias zonas del imperio alemán —que incluía regiones de las actuales Hungría, Polonia o Chequia— y de los Países Bajos parecían ganadas, al menos de momento, para la Reforma. De igual manera, la influencia de las ideas reformadas era obvia en países como Francia o las monarquías escandinavas. Sin embargo, lo que pudiera quedar al final de ese influjo era difícil de adivinar y no resultaba en absoluto disparatado pensar que algunas zonas de Europa que se habían desgajado de la obediencia a Roma pudieran regresar a ella. El caso más obvio al respecto era el de Inglaterra, ya que en este país nórdico no se había producido realmente una reforma sino meramente un cisma —al que nos referimos en un enigma anterior— en el curso del cual los protestantes ingleses fueron encarcelados, torturados y ejecutados y en no escaso número huyeron al continente.
 
Inglaterra presentaba, pues, características peculiares en el enfrentamiento entre la Reforma y la iglesia católica. Que se había separado de ésta era obvio pero no lo era menos que compartía su corpus doctrinal y que se manifestaba claramente enemiga de la Reforma. La muerte de Enrique VIII fue precisamente la que proporcionó a los protestantes la oportunidad de iniciar la Reforma en Inglaterra pero, al morir Eduardo VI, hijo y sucesor de Enrique VIII, el temor a una alteración demasiado drástica de la situación política permitió en tan sólo unos días que María Tudor, hija de Enrique VIII y hermana de Eduardo VI, precipitara un golpe de estado que puso la corona en sus manos. Para Carlos V, la llegada al trono de María Tudor significó un acontecimiento de enorme relevancia. Ante él se abría la posibilidad de reconducir a Inglaterra a la obediencia a Roma y así reconstruir la alianza hispano-inglesa contra Francia que había existido en los primeros años de Enrique VIII. Con tal finalidad, solicitó la mano de María en nombre de su hijo que, a la sazón, era viudo desde hacía nueve años. Que la reina tuviera doce años más que el príncipe Felipe, que resultara poco agraciada o que fuera tía segunda del pretendiente no se consideraron obstáculos para el plan. Las dos primeras circunstancias eran pequeños sacrificios naturales en los matrimonios de Estado como lo era aquel y la tercera exigía una dispensa papal que, obviamente, se consiguió con facilidad.
 
Sin embargo, la razón de Estado, en este caso impregnada de motivaciones religiosas, no era fría por ambas partes. A diferencia de Felipe que manifestó a su padre por carta que se sometía al proyecto porque “soy hijo obediente y no tengo más deseo que el suyo (el del emperador)”, María sí estaba profundamente ilusionada con la idea del enlace. Las capitulaciones se firmaron en Londres, representando a la parte española el conde de Egmont, y la boda se celebró por poderes el 5 de enero de 1554. El mes de mayo del mismo año, Felipe inició su viaje a Inglaterra. Como muestra de las finalidades del matrimonio, resulta significativo que se le atribuyera la frase “Yo no parto para una fiesta nupcial, parto para una cruzada” y que entre los acompañantes de Felipe tuviera un papel especial el cardenal Carranza al que se había encomendado incluso la redacción de un catecismo que facilitara la reincorporación de Inglaterra a la causa de Roma.
 
Los comentarios de los contemporáneos señalan que la mayor preocupación de todos era que María quedara embarazada cuanto antes y, al respecto, no eran pocos los ingleses que afirmaban que, una vez encinta de un heredero, Felipe podía regresar a España por donde había venido. La tarea no debió ser fácil porque María, profundamente enamorada, gustaba de prodigar a Felipe innumerables ternezas que éste soportaba de la mejor manera posible. Ruy Gómez de Silva, escribiendo a Francisco de Eraso, secretario de Carlos V, indicaría, por ejemplo, que si María hubiera utilizado los “vestidos y tocados (españoles).se le parecería menos la vejez y la flaqueza” y señala de manera bien abierta que “para hablar verdad con vuestra merced, mucho Dios es menester para tragar este cáliz; y lo mejor del negocio es que el Rey lo ve y entiende que no por la carne se hizo este casamiento, sino por el remedio deste Reino y la conservación destos Estados”.
 
Con todo, no cabía engañarse. El placer que Felipe, presumiblemente, no encontraba en María, no tardó en hallarlo en otros cuerpos femeninos. Durante su breve estancia en Inglaterra, Felipe iba a tener relaciones íntimas, como mínimo, con Catalina Laínez, con una panadera y con Magdalena Dacre, doncella de honor de la reina María Tudor. Según se desprende de fuentes de la época, fruto de aquellos devaneos extraconyugales fueron algunos bastardos. Aquellas circunstancias no tuvieron mayor relevancia, en parte, porque eran práctica habitual; en parte, porque María Tudor conocía su oficio y estaba profundamente enamorada, y en parte, y no escasa, porque a comienzos de 1554 comenzó a extenderse la noticia de que la reina estaba embarazada. El aumento de tamaño del vientre regio así como la desaparición de las reglas constituían buenas razones para creer en ello. El optimismo que esto provocó en el clero católico fue inenarrable.
 
El cardenal Pole llegó a saludar a la reina diciéndole “Dios te salve María, bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre”. Sin duda, rozaba el prelado la irreverencia pero no era cosa baladí recuperar Inglaterra para Roma. A finales de noviembre, se comunicó al Consejo oficialmente la existencia del embarazo dándose cuentas igualmente al Parlamento. De manera bien significativa, se ordenó a los obispos la celebración de misas de acción de gracias así como que en todos los oficios divinos se incluyeran preces por los reyes y el futuro príncipe. No menor fue la satisfacción del emperador Carlos V. Su hijo Felipe, a la sazón rey de Inglaterra, estaba garantizando con su simiente el triunfo de la iglesia católica y del proyecto imperial. Por si fuera poco, el 3 de enero de 1555, el Parlamento, que se mostró tan dócil con María como con su padre, votó el regreso a la obediencia a Roma y el final del cisma. Inglaterra volvía a ser oficialmente católica.
 
Los cálculos señalaban los finales del mes de abril como fecha del parto y con la intención de facilitar éste se dispuso el traslado de la reina María al palacio de Hampton Court. Sin embargo, llegó la fecha, pasó, y no se produjo el esperado alumbramiento sino una notable reducción del vientre de la reina. Para cuando la corte —y los reyes— se desengañaron, María había sufrido dolores de parto, los sacerdotes de Hampton Court habían elevado innumerables preces e incluso se habían disparado salvas desde los barcos, volteado las campanas y cantado Te Deum en las iglesias. Posiblemente, María padeció un embarazo histérico y, de hecho, estuvo durante varios días sentada con la cabeza a la altura de las rodillas para facilitar un parto que nunca tuvo lugar.
 
Tan fiados estaban María, Felipe y las cortes católicas en que Dios tenía que ayudar la causa romana con aquel nacimiento que el golpe resultó descomunal aunque no faltó enseguida quien pensó en obtener beneficio de la situación. Bonner, el obispo de Londres, anunció a la reina que el episodio no era sino un castigo divino por no llevar a cabo con suficiente entusiasmo la persecución de los protestantes. María tomó buena nota del consejo episcopal y en los tres meses siguientes fueron quemadas en la hoguera cincuenta personas relacionadas con la fe de la Reforma. Sin embargo, a esas alturas, las esperanzas de embarazo habían disminuido considerablemente. Felipe, que había desempeñado hasta entonces su deber conyugal con innegable tesón, decidió abandonar el país y el 29 de agosto de 1555 zarpó en dirección a Flandes. Llegado a este lugar, escribiría que “su mujer le estuvo haciendo creer un año entero que se hallaba encinta para retenerle a su lado, y que de ello estaba tan confuso y sentido, que si él volvía a España no saldría jamás de allí para no sufrir otro bochorno semejante”.
 
 
La próxima semana terminaremos de desvelar el ENIGMA del fracaso de la alianza de Felipe II con Inglaterra.
 
 
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