Menú

¿Por qué Panamá es pobre?

El título de mi artículo es una pregunta directa y crucial: ¿Por qué Panamá es pobre? Pregunta que puede responderse con una respuesta rápida e hiriente como un latigazo: porque su sociedad no crea suficiente riqueza, y la que crea, generalmente, sólo alcanza y beneficia a un pequeño porcentaje de la población. Lo que inmediatamente nos abre la puerta a otra ráfaga de incómodas indagaciones. ¿Cómo lo sabemos? ¿Por qué ocurre este fenómeno? ¿Hay formas de corregirlo? ¿Qué consecuencias tiene no hacerlo?

Situémonos en perspectiva

Ante todo, empecemos por restar dramatismo a la cuestión, o, al menos, por situarla en sus justas proporciones. En el mundo, grosso modo, hay seis mil millones de habitantes repartidos entre 266 países o territorios organizados. Ahí se inscriben nuestra veintena de repúblicas con sus 400 millones de habitantes mal contados. Cuando se saca un promedio planetario de condiciones de vida llegamos a un per cápita anual en torno a los $6 500 dólares, 63 años de vida, ochenta por ciento de personas de 15 años capaces de leer y escribir, mortalidad infantil de 58 por 1000 nacidos vivos y un desempleo en torno al 30 por ciento de la población en edad de trabajar.

Panamá, de acuerdo con el Índice de Desarrollo Humano publicado por Naciones Unidas en 1999, alcanza los $6 700 per cápita, el más alto de Centroamérica, suma a la que se llega teniendo en cuenta su capacidad adquisitiva real, es decir el "purchasing power parity". Su expectativa de vida es cercana a los 70 años, casi el noventa por ciento de la población ha sido alfabetizada, la mortalidad infantil es de 21 por 1000 nacidos vivos y el desempleo es algo menor al 15 por ciento. Es decir, si estos datos de la ONU se ajustan a la realidad, los índices de bienestar de los panameños son superiores a la media de los habitantes del planeta.

El problema, naturalmente, radica en que la media planetaria es una abstracción estadística con la que difícilmente los panameños pueden establecer un contraste que los deje satisfechos. Nunca olvidaré una conversación que tuve con un presidente panameño de los elegidos dentro de las normas democráticas , una persona que me pareció muy inteligente, a quien le pregunté si Panamá iba a profundizar su relación con los demás países centroamericanos. Recuerdo que se quedó pensando unos segundos, y me respondió: "para los panameños, Montaner, la referencia cultural no es Tegucigalpa o Guatemala sino Dadeland, el mall famoso de Miami". En realidad no había ironía ni crítica en sus palabras, sino la convicción realista de que los parámetros utilizados por los panameños para situarse en el mundo, sus coordenadas sociales, eran, para bien o para mal, las de Estados Unidos.

Y en realidad nada perverso existe en el hecho de que los latinoamericanos intentemos encontrar nuestro lugar relativo comparándonos con Estados Unidos o Canadá. A fin de cuentas, las historias de las Américas, la nuestra, de raíz hispana, y la de procedencia anglosajona, forman parte de una misma matriz europea. La diferencia estriba en que la colonización de Panamá comenzó ciento cincuenta años antes que la de Estados Unidos, pero las referencias de unos y otros eran muy parecidas: religión judeocristiana, derecho romano germánico, cosmovisión helénica, lengua indoeuropea, alfabeto latino, números arábigos y un extenso etcétera de coincidencias innegables. Lo que probablemente carece de sentido es tratar de establecer nuestro modelo de comparación en África, basados en que muchos de los latinoamericanos tienen ancestros negros, o en nuestras desgraciadamente orilladas y debilitadas etnias precolombinas. La cultura abrumadoramente dominante en nuestro mundo, como les sucede a los estadounidenses, es la de procedencia europea, independientemente del color de la piel que sujete nuestro esqueleto.

Fuera prejuicios y falsas explicaciones materiales

Descartemos, ahora que hemos mencionado el factor raza, unos cuantos prejuicios y falsas explicaciones con los que se intenta explicar el desarrollo o subdesarrollo de ciertos pueblos.

Cuando se examinan esos papeles de la ONU a que he hecho referencia, y se hacen dos listas, la de los 30 países más habitables y acogedores, los que ofrecen mejor calidad de vida, y se enfrenta a la de los 30 más miserables e inhabitables, en la primera, en la lista "buena", sólo comparece un país americano que no sea Estados Unidos y Canadá. Ese país es una pequeña y próspera isla del Caribe llamado Barbados, situada en el número 29, por delante de Corea del Sur y justamente debajo de Portugal. Los negros barbadienses, a juzgar por esta clasificación, han logrado una calidad de vida de "primer mundo". Por otra parte, entre los 30 países extremadamente pobres, los de la lista "mala", casi todos situados en África, pero con algunas naciones asiáticas entre ellos, sólo hay un país de América, y tampoco, curiosamente, es de raíz ibérica: me refiero a Haití, el número 23, cuyo pavoroso nivel de vida se coloca entre Senegal y Zambia.

El ejemplo es perfecto porque descarta cualquier conclusión racista: eliminados Estados Unidos y Canadá de la comparación, las dos sociedades extremas de América, la más exitosa y la más desgraciada, son negras, de donde debe deducirse que la raza carece de la menor importancia cuando se trata de explicar el fenómeno de la creación de riqueza. Algo que también se comprueba dentro de una misma etnia: los chinos continentales, en su inmensa mayoría, subsisten dentro de modos de vida calificables como de "tercer mundo", los de Taiwan, en su inmensa mayoría, se acercan a los niveles de desarrollo del "primero".

Ahora hay que referirse a otro clisé universalmente difundido: la idea de que el tamaño y la población son factores clave para lograr el desarrollo. La verdad es que algunas de las naciones más ricas del mundo son realmente pequeñas y cuentan con poblaciones muy limitadas: Holanda, Bélgica, Suiza, Dinamarca, Andorra, Luxemburgo o Liechtenstein. Mientras que algunas de las mayores y más pobladas están, precisamente, entre las más pobres: la India, Pakistán, Bangladesh, China. Es preciso, pues, revisar el concepto de economía de escala. Lo importante no es el tamaño o la población del país productor, sino sus redes de integración con el resto del mundo. Hong Kong es un buen ejemplo de lo que digo. Israel podía ser otro, pero el más impresionante acaso sea Singapur, una ciudad-estado con un per cápita más alto que el de Inglaterra. Un enclave perdido en el Pacífico que ha conseguido, mientras se desarrollaba, erradicar casi totalmente la pobreza.

¿Tal vez Singapur logró ese milagro económico como consecuencia de sus recursos naturales? No, naturalmente. Ésa es otra falacia. Singapur carece de cualquier don concedido por la naturaleza. Por supuesto que es muy conveniente contar con riquezas minerales o con un suelo fértil, pero ahí tampoco se esconde el secreto de la prosperidad. Un país como Holanda ha tenido que crear riqueza luchando contra la naturaleza, no aprovechándose de ella. En el otro lado del espectro, Venezuela y Brasil tal vez sean las naciones mejor dotadas por la naturaleza, pero esos bienes que poseen son potenciales, y muy poco sirven a los pueblos si no existen otros elementos de carácter cultural que permita explotarlos racionalmente. En todo caso, por ahora quiero limitarme a fundamentar una conclusión elemental, pero que no hay que perder de vista: no existe la menor justificación étnica o material para que Panamá no esté entre las naciones más prósperas, justas y felices del planeta. Incluso más: las condiciones materiales, geográficas y sociales de Panamá son muy promisorias si se comparan con las de otras sociedades pobres del planeta. Acerquémonos ahora a las naciones desarrolladas del planeta con el ánimo de tratar de saber cómo llegaron a la posición que ocupan.

El perfil de las naciones prósperas

¿Cuáles son esas naciones prósperas del primer mundo? En general, todas las que descienden del tronco británico: la propia Inglaterra, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, y últimamente, con un ímpetu tremendo, Irlanda, el país de la Unión Europea de economía más dinámica. Junto a ellas, las que tienen una raíz germánica: Alemania, Holanda, Austria. Todas las escandinavas: Islandia, Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia. Pero también países latinos o greco latinos: Italia, Francia, España, Portugal, Grecia, Chipre. Y los híbridos: Suiza, Bélgica y Luxemburgo, que son una combinación de la cultura latina y la germánica. Incluso, los hay asiáticos: Japón, Singapur, Taiwan, Hong Kong, en menor medida Corea del Sur, y varios casos excéntricos: la mencionada isla de Barbados, el sultanato de Brunei, que es un pozo de petróleo al servicio de muy poca gente, o Israel, que es o devino en una nación culturalmente europea, montada sobre tradiciones semitas y reinstalada en su histórico solar asiático del Medio Oriente.

¿Es posible encontrar rasgos comunes que expliquen por qué esas naciones han alcanzado unos altos niveles de desarrollo? Tal vez las reflexiones actuales más interesantes sobre este tema son las que los investigadores Lawrence Harrison y Samuel Huntington reunieron recientemente en el libro "Culture Matters", pero no hay duda de que la obra pionera en este campo es "La ética protestante y el espíritu del capitalismo". En efecto, hace casi cien años, en 1905, el sociólogo alemán Max Weber creyó encontrar una respuesta en la raíz religiosa halló en el calvinismo o puritanismo ciertos valores que no veía con igual vigor en el catolicismo , pero hoy es difícil sostener esa hipótesis, aunque no la base en que se origina: lo fundamental es entender que lo que hace a una sociedad mejor o peor creadora de riquezas son las actitudes, valores y conocimientos prevalecientes en un porcentaje amplio de las personas que la componen, la cosmovisión que de todo ello se deriva y el consecuente comportamiento que provoca.

Es decir, estamos hablando de personas portadoras de lo que hoy llamaríamos "un valioso capital humano", algo que va mucho más allá de la mera instrucción académica y de la experiencia profesional. ¿Cómo son esas personas, cómo fueron formadas por la sociedad, independientemente del patrimonio genético que cada una de ellas traía? Como regla general, podemos suponer que el comportamiento de esas personas exhibía ciertas características estimuladas por los sistemas educativos y por los valores familiares prevalecientes: eran emprendedoras, estaban dotadas de cierta audacia lo que confiere seguridad y una razonable autoestima , y sentían alguna urgencia por destacarse. Asimismo, habían aprendido a respetar las reglas, aceptaban sus responsabilidades como individuos, entendían que las relaciones interpersonales están hechas de derechos y deberes, y, hasta cierto punto, acataban las estructuras jerárquicas y la disciplina.

Pero esa criatura, educada de esta forma peculiar, para dar sus mejores frutos tenía que desplegar sus actitudes en un medio social propicio que alentara la curiosidad científica, proporcionara medios para adquirir una buena formación y estimulara tanto el trabajo en equipo como la saludable ambición individual. De nada le hubiera servido a un potencial "capitán de industria" haber vivido en una sociedad que penalizara moralmente la creatividad individual, como sucede en Cuba o en Corea del Norte, o, en el caso de una mujer enérgica y laboriosa, si le hubiera tocado vivir en el Afganistán de los talibanes. Por el contrario, si esa inquieta criatura se mueve dentro de un ambiente éticamente hospitalario que, sin olvidar los impulsos solidarios, aplauda los éxitos individuales cuando son el resultado del esfuerzo y la inventiva y no del quebrantamiento de las leyes, lo probable es que las figuras más exitosas se conviertan en "role models" que provoquen el deseo de imitación entre los más jóvenes. Ése es el caso de personajes míticos como Bill Gates, surgido de la nada como un meteoro en medio de la admiración de los estadounidenses, que no sienten como una agresión, sino como un triunfo, el que este empresario se haya convertido en el hombre más rico del planeta en el curso de una década.

Obviamente, tanto las virtudes personales como los valores de la sociedad necesitan de un marco institucional adecuado para que ambos rasgos puedan concertarse adecuadamente. Mucha veces ocurre que ciudadanos ejemplares, grandes creadores potenciales de riqueza, viven en sociedades encorsetadas por instituciones y tradiciones rígidas, como parece ser, por ejemplo, el caso de los hindúes, la minoría más exitosa actualmente en Estados Unidos, procedentes, sin embargo, de una nación desastrosamente pobre, fragmentada en dos centenares de castas y dividida en etnias que se odian y hostilizan incesantemente. Cuando el Estado, en cambio como sucede en la Unión Americana , garantiza la paz, fomenta la convivencia, protege eficientemente la vida, la seguridad y la propiedad, y se rige por leyes que no establecen diferencias ni otorgan privilegios a ciertos ciudadanos, cuando las leyes son administradas por jueces razonablemente justos, esos mismos hindúes, condenados a una existencia miserable o mediocre en su país de origen, consiguen situarse en un nivel de creación de riqueza, medido por el ingreso familiar, superior al de la media de los norteamericanos blancos.

Bien: ya tenemos a un individuo con los trazos sicológicos idóneos, que actúa en un medio social acogedor, protegido por un Estado de Derecho que le garantiza la posesión y disfrute de los bienes logrados mediante actividades lícitas. Pero estos tres elementos no dan sus mejores frutos en todos los modelos económicos, sino en aquellos que poseen ciertas características. ¿Cuáles? De acuerdo con la experiencia acumulada, en donde existe un cuadro macroeconómico estable y predecible: moneda fuerte que no pierda rápidamente su valor adquisitivo, inflación y deuda bajo control, presión impositiva que no impida la formación y reinversión del capital, equilibrio fiscal suficiente para cumplir con las obligaciones básicas del sector público sin incurrir en déficit o con muy poco déficit.

A esas señales macroeconómicas hay que añadirles, además, las que facilitan la multiplicación de las transacciones: normas comerciales dictadas por el mercado y no por la burocracia, vinculaciones a los grandes centros financieros agrícolas e industriales del mundo, sistemas bancarios severamente controlados en el terreno legal para evitar fraudes y actos irresponsables con los dineros de los depositantes, y mercados abiertos sin sectores subsidiados (o con la menor cantidad posible de ellos de acuerdo con el realismo político) que distorsionen la economía, y sin los blindajes arancelarios que provocan el encarecimiento de los bienes y servicios que requiere el consumidor. En otras palabras, un clima que favorezca la creación de empresas, pues resulta evidente que es aquí, en el aparato productivo, donde únicamente es posible generar riquezas.

Resumo lo dicho en un párrafo que recoge la idea central de este epígrafe: la cantidad de riqueza que una sociedad es capaz de crear estará en función de estos cuatro factores que se conjugan de manera inextricable: primero, el tipo de sicología individual que prevalece; segundo, los valores subyacentes en la comunidad en que ese individuo actúa; tercero, la clase de Estado en el que desempeña su trabajo; y cuarto, el modelo económico dentro del que realiza sus transacciones. No hay sobre la tierra ninguna sociedad perfecta, sino diversos grados de adecuación entre estos cuatro elementos. Hay sociedades en las que la educación y los valores subrayan más la obediencia y la disciplina, como sucede en Japón con respecto a Estados Unidos, que parece poner su acento en la libertad y la responsabilidad individuales. Las hay que se destacan por las garantías de su sistema judicial Inglaterra, Suiza , o las hay con sectores públicos más obesos, como es el caso de las escandinavas. Pero todas las naciones exitosas, sin excepción, se mueven dentro de estos parámetros de comportamiento, lo que acaso explica por qué las sociedades que las habitan son mejores creadores de riquezas que otros pueblos menos afortunados.

Un cuestionario para los panameños

Si diéramos por sentado que lo que acabo de señalar es correcto, vale la pena responder al largo y farragoso cuestionario que sigue, preguntas, además, perfectamente válidas para todos los pueblos de nuestra estirpe, razón que me autoriza a utilizar un plural que me involucra directamente. Naturalmente, como no soy yo un conocedor profundo de la realidad panameña, quienes deben responder a estas preguntas son los verdaderos especialistas y lo que en el mundillo académico llaman "fuentes históricas primarias", es decir, testigos directos o partícipes en los hechos y cuestiones sobre los que se intenta indagar.

Primero concretémonos al ámbito de la formación de la personalidad: ¿educan nuestras familias y nuestras escuelas para la disciplina, la búsqueda de la excelencia, la sujeción a la autoridad legítima, el respeto a la jerarquía, el cumplimiento de normas, incluida la puntualidad, y el establecimiento de metas individuales procuradas por procedimientos lícitos? ¿Predicamos la ética de la responsabilidad y enseñamos a nuestros hijos y alumnos a colocarse siempre bajo la autoridad de la verdad? ¿Fomentamos en ellos un espíritu de tolerancia, de curiosidad intelectual, de competencia sana?

Sigamos con la atmósfera en la que respiran nuestras sociedades: ¿estimulamos la admiración por quienes han alcanzado el éxito económico o preferimos zaherirlos contrastando sus medios de vida con los de las personas desvalidas? ¿Censuramos con severidad a quienes quebrantan las normas y violan los derechos de los demás y los excluimos socialmente, o no hay sanciones morales para ellos? ¿Reconocemos nuestras responsabilidades con los gastos comunes y afrontamos seriamente el abono de los impuestos que fija la ley, o tratamos de evadir estas obligaciones y ni siquiera nos indigna que otras personas las incumplan? ¿Participa voluntaria y entusiastamente la sociedad civil en organizaciones espontáneamente creadas para ejercer la solidaridad con los necesitados, con los marginados, con los que requieren ayuda? ¿Ejerce esa sociedad civil la fiscalización y vigilancia de los actos de gobierno, o se comporta de una manera estricta y honorable dentro del marco de la familia y los amigos y de una manera laxa y complaciente en el terreno de la vida pública, como si no le concerniera directamente lo que sucede en este sector? ¿Participa la sociedad civil activamente en la vida política seleccionando a los mejores candidatos y respaldando a los partidos de su predilección, o rechaza y esquiva cualquier forma de vinculación con una actividad que le parece "sucia" o "deleznable"? ¿El espíritu que anima a la comunidad universitaria profesores, estudiantes, administradores es el de la investigación, la colaboración con el sector productivo y el acatamiento de las reglas, o predomina el gusto por el desorden y la protesta sistemática?

Y ahora el Estado: ¿protege nuestras vidas y propiedades adecuadamente? ¿Es confiable nuestro sistema judicial? ¿Son realmente independientes nuestros jueces? ¿Son realmente iguales ante la ley todas las personas que componen nuestra sociedad? ¿Elegimos a nuestros funcionarios y establecemos las jerarquías en el sector público mediante un sistema de reclutamiento basado en los méritos de las personas o nos guía el clientelismo y el amiguismo? ¿Las relaciones entre el Estado y las empresas privadas están basadas en la transparencia y el mercado o en vínculos políticos y clientelismo? ¿Son honrados nuestros funcionarios y políticos? Cuando no lo son, y se demuestra, ¿resultan apartados de sus cargos y debidamente juzgados y castigados conforme a lo que establece el código penal? ¿Responden los funcionarios y los políticos electos de sus actos de gobierno? ¿Dan cuenta periódica y de forma transparente de la ejecución de los presupuestos y de los dineros confiados a su cargo? ¿Se cuenta con una burocracia imbuida del espíritu de servicio que acepta, humildemente, que su función es trabajar en beneficio de quienes pagan sus salarios por medio de los impuestos? ¿Se ofrece en los planteles públicos, o en los concertados con el sector privado, incluidas las universidades, una educación de calidad, moderna y equiparable a la de las naciones desarrolladas, acompañada de una buena formación cívica? ¿Garantiza el sector público de la salud, o pacta para ello con el sector privado, que todas las personas tengan acceso a un mínimo de atención sanitaria y alimentos en la época de la infancia, de manera que pueda decirse, seriamente, sin incurrir en una suerte de cinismo, que se trata de una sociedad abierta en la que los adultos pueden competir limpiamente y procurar su felicidad individual?

Refirámonos, por último, al modelo económico: ¿se cuenta con una moneda estable? ¿Es justa o excesiva la presión fiscal? ¿Están bajo control la inflación, el déficit fiscal y la deuda pública? ¿Son transparentes las licitaciones y concursos públicos para suministros? ¿Se derrochan los dineros públicos o el gasto se mantiene dentro de límites razonables? ¿Funciona el mercado libremente, sin aranceles discriminadores, sin subsidios y sin privilegios fiscales que favorezcan a ciertos sectores en detrimento de otros? ¿Hay controles de precios y salarios fijados por burócratas? ¿Hay libertad para negociar salarios y condiciones de despido? ¿Actúan los sindicatos responsablemente? ¿Hay estrictas regulaciones e inspecciones a las entidades bancarias y financieras que impidan la comisión de fraudes? ¿Existe una ley de quiebras que garantice suficientemente el derecho de los acreedores? ¿Se cuenta con leyes claras que garantizan el cumplimiento de los contratos y sanciones severas para quienes los incumplen dolosamente? ¿Son sencillos los trámites para establecer o cerrar las empresas? ¿Hay libre movimiento de capitales? ¿Se puede comprar y vender, exportar o importar libremente, sin trámites engorrosos? ¿Hay garantías jurídicas para las inversiones nacionales y extranjeras? ¿Existe una tradición comercial fundada en la confianza y en el cumplimiento de los acuerdos, es decir, en los principios éticos a los que está obligado cualquier empresario, o lo que predomina es la picaresca y la trampa? ¿Intentan modernizarse nuestras empresas adquiriendo las técnicas de producción, administración y mercadeo que aumentan su eficiencia y productividad haciéndolas más competitivas local e internacionalmente? ¿Prevalece entre nuestros empresarios un espíritu de riesgo e innovación?

La teoría de dependencia

Tras esa agotadora batería de preguntas es conveniente reiterar algo expresado anteriormente: ninguna sociedad del planeta, ni Suiza, que es el país más estable, pacífico y rico que existe, ni Estados Unidos, que es la potencia económica y militar más grande que ha conocido la historia, pueden responder a todas estas preguntas con entera satisfacción. Es sólo cuestión de grados: de cuánto nos alejamos de la perfección ideal va a depender el nivel de desarrollo y prosperidad que hemos sido capaces de alcanzar.

También, a estas alturas, es útil aclarar al lector algo que probablemente le extrañe: ¿por qué no se han señalado las responsabilidades que han jugado en nuestro destino las grandes potencias planetarias? Al fin y al cabo, durante todo el siglo XX las teorías más exitosas para explicar el subdesarrollo y la pobreza de nuestras gentes se basaban en la explotación atribuida a los poderes imperialistas. Explotación que hasta implicaba, como señalaban los apóstoles de la "Teoría de la dependencia", que ni siquiera era posible abandonar el círculo de la miseria porque los países del "centro", los que formaban el corazón del sistema, les imponían a los de la "periferia", los nuestros, el tipo de producción a que debían dedicarse, convirtiéndolos en una especie de satélites empobrecidos cuya función principal era nutrir a los países poderosos de las materias primas que necesitaban o de ciertos bienes y servicios que resultaba más conveniente producir en el tercer mundo.

En realidad no vale la pena dedicar demasiado esfuerzo a desmontar esta explicación de la pobreza, basada esencialmente en el análisis que Marx hizo en el siglo pasado de las relaciones entre la India e Inglaterra, porque la realidad y la experiencia han desmentido totalmente esta teoría. Ningún poder contemporáneo ha tratado de impedir que algunos países de la "periferia" que se lo han propuesto Taiwan, Singapur, Hong Kong, Corea del Sur desarrollaran exitosamente industrias capaces de competir con las del primer mundo. Incluso, cuando algún país latinoamericano, como es el caso de Chile hoy el más rico de la región , aceptó el reto de la globalización, abrió sus mercados y comenzó a producir dentro de las normas de precio y calidad del mundo más próspero, frente a los que vaticinaban el desastre, logró dar un salto impresionante: de doscientas empresas exportadoras, pasó a más de dos mil, mientras el porcentaje de personas calificadas como "pobres" pasaba del 42 por ciento a apenas el 20.

Por otra parte, la conducta observable en las grandes economías del planeta dista mucho de parecerse a la caricatura que ofrecen los enemigos del capitalismo. La verdad es que ante las crisis financieras de países como México, Brasil y Argentina, los tres grandes de América Latina, nunca ha faltado el apoyo de naciones como Estados Unidos por medio del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Claro que Estados Unidos, todavía bajo la influencia de Keynes en Breton Woods, no lo hace necesariamente por solidaridad, sino en busca de una estabilidad económica planetaria que evite las crisis en cascada que el mundo conoció en las décadas de entreguerras del siglo XX. Pero sea cual sea el motivo, lo cierto es que la moderna economía internacional no está basada en el saqueo de los débiles, sino en el comercio y la colaboración. Algo que puede comprobarse, por ejemplo, en el Tratado de Libre Comercio que vincula a Estados Unidos, Canadá y México. Objetivamente, ¿cuál de los tres países se ha beneficiado más de esos vínculos? ¿Cuál ha atraído más inversiones, ha multiplicado sus exportaciones y ha creado más fuentes de trabajo? Sin duda, México. ¿Es posible, ante este ejemplo evidente, continuar achacando nuestras deficiencias a la codicia sin límites de los países imperialistas? ¿No será mucho más sensato aceptar nuestras responsabilidades y tratar de corregir todo aquello que hacemos mediocre o defectuosamente?

Copiemos a los exitosos

Para solucionar un problema, cualquier problema, lo primero que hay que hacer es identificarlo. Nosotros, los latinoamericanos, dentro de una escala muy variada que va desde los países del cono sur, que rozan el umbral del primer mundo, hasta casos dramáticos de pobreza como Nicaragua, Honduras o Bolivia no digamos Haití tenemos un problema, y éste consiste en que no somos capaces de crear riquezas con la misma intensidad que las naciones punteras del planeta, y esto nos produce una ingrata sensación de agobio y malestar.

Una vez identificado, lo que se impone es comprobar si otras personas en situaciones parecidas han conseguido solucionar o aliviar sus problemas. Y aquí, afortunadamente, surgen casos que demuestran por dónde está la salida de la crisis. Chile, por ejemplo, si no se desvía de la ruta económica elegida en los años ochenta, si mantiene el rumbo contra viento y marea, a medio plazo probablemente será el primer país latinoamericano que dé el salto a la modernidad y al primer mundo, erradicando la pobreza extrema y creando amplias clases medias. Pero acaso hay otra nación de nuestra estirpe que merezca que nos acerquemos a su ejemplo. Me refiero a España. La "madre patria" fue durante casi todo el siglo XX un país bastante pobre del que emigraron millones de personas. Muchas de ellas fueron a parar a Argentina, Venezuela y Cuba, precisamente porque en estas ex colonias había muchas más oportunidades de desarrollo que en la propia España. ¿Qué quiere decir esa frase vaga "oportunidades de desarrollo"? Pues, sencillamente, que con el trabajo personal, la tenacidad, la inventiva y la astucia los inmigrantes en tierras americanas podían crear más riquezas que en su país de origen.

¿Por qué sucedía esto en España? Porque desde fines del siglo XIX se había impuesto un modelo de desarrollo "hacia dentro", basado en las reglas del mercantilismo. Modelo que fue exacerbado con el feroz nacionalismo de los vencedores de la Guerra Civil del 36, imbuidos del dirigismo y estatismo propios de los credos fascistas, al extremo de proclamar la autarquía como objetivo de la nación española. Es decir, España, que repudiaba cualquier forma de dependencia de los poderes extranjeros, sería capaz de autoabastecerse en todos los terrenos. Ese era el ideal.

Como resultaba previsible, este modelo fracasó en toda la línea, y en 1959 comenzó el camino de la apertura económica, no así la política, que debió esperar otra generación. España, en fin, espoleada por economistas más liberales, abrió sus mercados, estimuló las inversiones extranjeras y empezó a reproducir los modos de producción y administración de las naciones más prósperas del mundo. ¿Resultado? A fines de 1975, cuando Franco murió, la renta de los españoles alcanzaba al 75% de la media de lo que entonces se llamaba el "Mercado Común Europeo", el desempleo era mínimo, millones de españoles eran dueños de sus casas y autos, y poseían sus tranquilizantes cartillas de ahorro. España había dejado de ser un país pobre.

El ejemplo español ahora lo estamos viendo repetirse en Irlanda, país que era uno de los más miserables de Europa hace sólo veinte años y hoy supera a la media de los catorce que integran la Unión Europea. Y lo vimos en los cuatro dragones de Asia, tan insistentemente mencionados en estos papeles, y lo volvimos a ver en el caso de Nueva Zelanda, cuando en la pasada década de los ochenta emprendió su radical reforma hacia la apertura y la desregulación. Pero de todos los ejemplos que registra la historia contemporánea, ninguno es más elocuente que el de Japón.

En efecto, en 1853 Japón era todavía un país feudal acaudillado por un emperador al que se atribuían cualidades divinas, y en el que la clase dirigente tenía la voluntad de aislarse del mundo, especialmente de los bárbaros occidentales, para evitar la contaminación ideológica que ello acarreaba. Todavía Japón no conocía las máquinas de vapor y sus industrias no pasaban de talleres artesanales en los que se utilizaban métodos de producción que recordaban los de la época medieval. En ese año, varias cañoneras norteamericanas capitaneadas por el Comodoro Perry llegaron a sus costas y, mediante la intimidación, obligaron al país a firmar un tratado por el que se obligaba a abrir sus puertos al comercio.

Frente a esta situación, los japoneses se dieron cuenta de que tenían ante ellos tres caminos: primero, tratar de resistir por la fuerza las imposiciones de los imperialistas; segundo, admitir mansamente el control progresivo del país, como había sucedido en la India y, en cierta medida, en China; y tercero, aprender los modos de producción de los insolentes extranjeros que habían venido a importunarlos para nunca más tener que rendirse a sus intimidaciones.

Como todos sabemos, los japoneses eligieron el tercero de esos caminos. En 1867 se produjo una verdadera revolución, la de la etapa Meiji, y comenzó un furioso proceso de adquisición de saberes y quehaceres que se centró en el "saqueo" intelectual de las dos naciones que en ese momento parecían más poderosas: Inglaterra y Alemania. Se despacharon ingenieros a Inglaterra para aprender a construir máquinas industriales, barcos y a descubrir cómo se organizaba una marina de guerra; se enviaron militares, profesores y juristas a Alemania para, a su regreso, reorganizar el ejército, las universidades y el sistema legal.

Intuitivamente, los japoneses entendieron que la economía sólo podía funcionar eficientemente dentro de cierto contexto social e institucional mucho más amplio, así que no se limitaron solamente a los aspectos materiales. De nada valía copiar un artefacto si éste no se inscribía dentro de una atmósfera general en la cual cobrara sentido su existencia. ¿Resultado de este gigantesco esfuerzo de apropiación de saberes y quehaceres? En 1905 ya Japón era una potencia militar y naval capaz de poner de rodillas a Rusia, como se demostró en la guerra librada en aquel año, y muy pronto una cuarta parte de la producción mundial de tejidos de algodón saldrían de sus modernas hiladoras "made in Japan".

En realidad, la hazaña de Japón no era un fenómeno nuevo. Por el contrario: la historia del mundo occidental estaba basada en ese mismo método de imitación de la nación que lo encabezaba. Los griegos absorbieron la cultura y los modos de producción de Egipto y Mesopotamia. Los romanos tomaron de los griegos los elementos clave de su poderosa cultura. Las tribus germánicas se latinizaron hasta adquirir los rasgos del pueblo al que habían derrotado a partir del siglo V después de Cristo. Y el procedimiento no es algo perteneciente a la antigüedad: en el siglo XIX, frente a quienes les recomendaban que permanecieran siendo buenos agricultores, los alemanes optaron por industrializarse copiando a los británicos. En esa misma época, los norteamericanos impulsaron sus formidables universidades, especialmente las facultades de medicina, calcando a los alemanes. El método era ése: imitar primero, innovar después, y, por último, crear "ex novo". Y para nosotros, los latinoamericanos, estos ejemplos son especialmente importantes, pues tal vez hemos perdido demasiado tiempo buscando una originalidad que no se justifica, en lugar de mirar fijamente el modelo de las naciones de avanzada para aprender sus modos de creación de riqueza.

¿Qué hay que hacer? Hay que identificar los centros de excelencia y traerlos a nuestros países. Pongamos media docena de ejemplos de los varios centenares posibles. Hay que traer por la oreja a Harvard, con su excelente escuela de estudios empresariales, y a John Hopkins con su extraordinaria facultad de medicina. A la ENA francesa, la Ecole Nationale d´Administration que forma a los burócratas franceses, quizás los más competentes. Hay que aprender de los españoles lo que hacen las cooperativas Mondragón, con su centenar de empresas y sus decenas de miles de trabajadores razonablemente satisfechos y ejemplarmente productivos, o el desempeño de los catalanes en el prestigioso centro oftálmico fundado en Barcelona por el doctor Barraquer. Lo que quiero decir es que universidades, fábricas y centros de investigación extraordinarios existen en todo el mundo, y son mucho más accesibles de lo que supone el común de la gente, amén de que existen programas de colaboración entre naciones, programas de los que nuestras gentes pueden beneficiarse espectacularmente. Sólo un pequeño país como Israel cuenta con más de medio centenar de programas para ayuda al tercer mundo, muchos de ellos dedicados a algo en lo que los hebreos son grandes expertos: la agricultura. No aprovechar estas oportunidades es condenar a la pobreza, inútilmente, a millones de personas.

El negocio de eliminar la pobreza

Sólo me quedan unas cuantas reflexiones sobre la pobreza de los panameños, sobre sus causas, y sobre cómo irla eliminando gradualmente. Sería útil preguntarse qué hacemos aquí nosotros examinando este problema. Ustedes son ejecutivos de empresas y, ciertamente, no son pobres. Por el contrario, casi sin excepción forman parte de las clases medias o altas del país, y los modos de vida que tienen o los códigos culturales que dominan los hacen intercambiables con personas que desempeñan trabajos parecidos en los países del primer mundo. Es decir, ustedes, como individuos, en muchos aspectos han dado el salto a la modernidad y a la prosperidad y no se diferencian sustancialmente de los holandeses, los belgas o los norteamericanos. El problema radica en el número: ustedes constituyen una minoría, y no parece que disminuya rápidamente el porcentaje de las personas miserables en el país. Según la cifra más generalizada, la mitad de los latinoamericanos sobrevive como puede, padeciendo algún grado de miseria, y eso es algo que debe preocuparle a cualquier persona que tenga el menor instinto solidario.

Sin embargo, yo les voy a proponer otra forma de análisis, totalmente descarnada, que acaso tenga más posibilidades de persuadirlos que las fundadas puramente en las consideraciones éticas. Para todos ustedes la pobreza de sus compatriotas sólo tiene un aspecto positivo, es bastante egoísta, y tenderá a desaparecer con el crecimiento económico sostenido: la abundancia de servicio doméstico barato. A partir de ahí todos son inconvenientes y problemas: la pobreza, lógicamente, fomenta la delincuencia y la inseguridad, afea el entorno urbano lo que ahuyenta al turismo , y propaga formas de convivencia terriblemente violentas y vulgares, socialmente inestables, en las que se multiplican los hogares monoparentales, con hijos que se crían sin padres, mal escolarizados y propensos a repetir en sus descendientes los hábitos aprendidos en su infancia, hasta crear lo que se llama la "cultura de la pobreza". Esto es, un mundo hermético y marginal que en América Latina acaso tiene su expresión más trágica en las infinitas "favelas" brasileras.

Todo eso, además, tiene un alto costo para la sociedad trabajadora y creadora de riquezas. No hay nada más ingenuo que pensar que los "excluidos" y los "marginados" no cuestan. Por el contrario, cuestan muchísimo en seguridad, como puede comprobar cualquiera que en Colombia, México o Venezuela, y últimamente en Ecuador, observe los muros que rodean las casas, las ventanas enrejadas, el enjambre de guardaespaldas o los coches blindados. Pero más cuestan como oportunidades perdidas, o, para usar el término clásico, como "lucro cesante". Cada pobre desempleado que no consume es una merma del mercado potencial. Cada persona que no tributa al fisco es una carga mayor para quienes tienen que hacerlo. A nadie, absolutamente a nadie, le resulta indiferente la existencia de personas que no crean riqueza con su trabajo. Eso, sin duda, nos perjudica y empobrece a todos.

Ustedes son ejecutivos, los mejores del país, y cada uno, dentro de su propia empresa, tiene la responsabilidad de producir y comerciar los bienes y servicios que genera cada una de sus compañías de la más eficaz manera posible. Para esos fines, sin duda, ustedes tienen instrucciones claras de que conquisten cuotas de mercado, y a luchar por ese objetivo dedican buena parte de sus energías. Y si esto es así, ¿no parece obvio que la mejor manera de ampliar ese mercado para todos puede ser ir rebajando a la mayor velocidad posible los índices de pobreza de manera que cada vez sea mayor el número de panameños integrados al aparato productivo y consumidor? Esa no es una labor que le corresponde únicamente al Estado. Es una labor que le conviene a toda la sociedad, pero, tal vez en primer término, a quienes tienen como tarea la de crear riquezas, es decir, a ustedes, empresarios y ejecutivos, a ustedes, motor y corazón económico de este país.

Del mismo modo, pues, que tiene toda lógica anunciarse en los medios de comunicación para aumentar cuotas de mercado, lo tiene ayudar a crear las condiciones para que cientos de miles, quizás millones de personas, puedan convertirse en consumidores de clase media, en ciudadanos productivos que con su prosperidad contribuyan a aumentar nuestro propio bienestar. El rasgo que, finalmente, unifica el perfil de las naciones desarrolladas es precisamente ése: existen en ellas unos vastos niveles sociales medios que crean y consumen riquezas para beneficio de todos. La pobreza de los otros es, qué duda cabe, un motivo legítimo de pena. Pero es más que eso: es una desgracia que nos afecta a todos. Incluso, es hasta un pésimo negocio.

0
comentarios
Acceda a los 5 comentarios guardados