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Las brigadas de Stalin en España

Uno de los mitos propagandísticos de la época de Stalin más asombrosamente vivos es el que presenta a la última Guerra Civil española (1936-1939) como una contienda romántica entre la democracia y el fascismo. Que la democracia y la libertad aparecieran uncidas al comunismo, su más feroz enemigo en el siglo xx, fue un mero ardid propagandístico de la Komintern en la época de los Frentes Populares, después de la identificación de la socialdemocracia como socialfascismo y antes del pacto nazi-soviético. Ardid tan justificado como exitoso si se atiende al fin para el que se creó, que era la implantación del totalitarismo comunista en todo el mundo. Pero la izquierda que se autodenomina democrática no ha renegado nunca de su complicidad y colaboración con el totalitarismo soviético y sigue apegada a esa patología sectaria que la presenta como la Izquierda, con mayúscula, sin distinción de matices entre demócratas y totalitarios, y única defensora auténtica de las libertades y la dignidad humana en el siglo xx. Resulta así que uno de los episodios más siniestros de sumisión política y policial de la izquierda occidental democrática al estalinismo, que eso es lo que fue la participación extranjera en el bando republicano durante nuestra guerra, sigue gozando de un crédito tan ajeno a la realidad histórica como ofensivo para la causa de la libertad y el respeto a la verdad.

Casi todo lo que hoy se enseña sobre la Guerra Civil, dentro y fuera de España, es una falsificación deliberada y sistemática tanto de las razones de la sublevación de 1936 como de los fines políticos que perseguía el Frente Popular, a través del Gobierno y de las fuerzas políticas que lo representaban. Después de treinta años de apología de los vencedores, llevamos otros treinta de apología de los vencidos, incluyendo en la apología a los carniceros estalinistas, rusos y españoles. Y esa apología tiene en las Brigadas Internacionales su epopeya más popular, alentada por la cobertura que en los EE.UU. sigue teniendo bajo forma de mito lo que en realidad no fue sino historia. Una historia, por cierto, en la que los fabricantes de mitos norteamericanos, al servicio tácito o expreso de la URSS, desempeñaron y desempeñan un papel tan frívolo como abyecto, exceptuados Bolloten y pocos más. Por eso es muy de agradecer el esfuerzo de actualización histórica y documental sobre las Brigadas Internacionales que ha realizado César Vidal.

La consulta de los archivos soviéticos no añade nada que no hubieran sospechado ya Bolloten, Gorkín, Olaya Morales, De la Cierva y otros críticos de la política estalinista en España, tanto de simpatías franquistas, como socialdemócratas, anarquistas o liberales. Pero añade a la suposición, la comprobación; a la hipótesis, el dato; al apunte, el desarrollo; y al bosquejo verosímil, la constatación inapelable. Si Furet pudo asumir en el prólogo a El fin de la inocencia de Stephen Koch que la Historia puede ser o realizarse como una conspiración, la verdadera historia de las Brigadas supera las expectativas del anticomunista más paranoico. La verdad sobre una mentira tan gigantesca resulta estremecedora. Y por qué no decirlo, también indignante. Porque había indicios para sospechar de casi todo. Si se apartó la sospecha hay que temer que se intente ocultar también la evidencia.

Por resumir esa evidencia en unos pocos puntos, estos serían: las Brigadas fueron organizadas directamente por Stalin, dos meses después de iniciada la Guerra y sobre dos premisas: su financiación a cargo de las reservas de divisas del Banco de España, elemento previo y fundacional, negación de cualquier hipótesis de ayuda desinteresada, antes al contrario, y la utilización de esos fondos para construir un Ejército Popular de la República cuya columna vertebral fuera de estricta obediencia soviética y cuyas acciones militares obedecieran en cada momento a las necesidades de Stalin en la escena política internacional, especialmente al proyecto de pacto con Hitler que se realizó poco después de culminada la tragedia española. El envío del oro español a Odessa sigue siendo uno de los atracos consentidos más cuantiosos de la historia occidental. La desvergüenza con que desde entonces graduó Stalin su empleo bélico no sólo se muestra en el distinto trato que se dio a las unidades comunistas y a las que no lo eran para recibir el armamento, sino en la abierta rebeldía de las Brigadas a cualquier orden que proviniera de las autoridades militares republicanas.

El mito de que las Brigadas salvaron a Madrid de Franco no es sólo falso sino documentalmente bochornoso. Por días enteros estuvieron negándose a combatir en Madrid, hasta que la jefatura de los asesores soviéticos (Gorev) les dio permiso. No fueron decisivas, ni siquiera importantes, en la defensa de Madrid frente a las avanzadillas de Franco en el otoño del 36, sino puramente ornamentales, porque esa batalla se decidió previamente y sin su concurso por las tropas leales al Gobierno del Frente Popular. Lo único que hicieron es desfilar por la ciudad ya a salvo, recogiendo en la propaganda lo que no habían querido hacer en las trincheras.

La composición de las Brigadas por "voluntarios de la Libertad" queda igualmente descartada o ridiculizada con algunos datos espeluznantes. Ni de la libertad (fueron prácticamente todos comunistas de obediencia soviética) y ni siquiera voluntarios, porque los partidos comunistas tenían que cumplir la cuota impuesta por Moscú. Y cuando no llegaban, es cuando recurrían a voluntarios antifascistas, que nunca fueran anticomunistas, y que luego fueron vigilados, controlados e incluso exterminados. El caso de la Brigada Lincoln provee de anécdotas patéticas a un martirologio más digno del humor negro que de la épica rosa.

La represión interna de los izquierdistas no sometidos servilmente a Stalin queda perfectamente dibujada en este libro como lo que era: una continuidad de las purgas en la URSS. El asesinato en España o de vuelta a Moscú de muchos militares y agentes soviéticos era parte de las purgas estalinistas anteriores a la II Guerra Mundial. Nada distinto, nada nuevo y sin embargo todo oculto o camuflado por la propaganda izquierdista -no sólo comunista- sobre la Guerra de España. La cantidad de asesinatos por razones políticas sólo es superada por los fusilamientos continuos por indisciplina militar. Estos voluntarios a la fuerza de una libertad en la que no creían lucharon de forma muy acorde con su coherencia moral. O sea, muy mal. La gran cantidad de bajas de algunas unidades no se justifica por el heroísmo sino por una reiterada incapacidad militar que en muchos casos se trocó en culto a la desbandada. Uno de los aspectos más sólidos del libro es su minuciosa reconstrucción de los episodios propiamente militares de las Brigadas y su, por lo común, desastrosa eficacia en combate. Cuando las Brigadas funcionaron era porque ya la mayoría de sus hombres eran españoles. Esa es la triste verdad, por otra parte lógica, aunque se compadezca poco con la propaganda.

Pero acaso lo más novedoso y significativo del libro, también lo más instructivo políticamente, sea comprobar cómo los "románticos" luchadores por la libertad al soviético modo salieron de la guerra de España tan sumisos y feroces estalinistas como entraron, con la dureza adquirida en fechorías tan repugnantes como la liquidación de Nin y del POUM o asesinatos como el del amigo de Dos Passos, José Robles, una historia a la que Ken Loach nunca le dedicará una película. Una demostración de cómo el silencio intelectual por la "caza de brujas" siguió pesando en Estados Unidos mucho después de la caída de McCarthy y en un sentido exactamente contrario al habitual. Por qué Dos Passos tenía más miedo a contar la realidad de la guerra civil española que los propios acusados ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas es una buena base para reflexionar sobre el funcionamiento de la represión intelectual interna dentro de la izquierda, mucho más dura e implacable que la represión exterior. Para los brigadistas, el silencio ni siquiera se planteaba como hipótesis: fueron pieza clave en los más feroces mecanismos represivos de los estados satélites de la URSS tras la II Guerra Mundial y desempeñaron -recuérdese a Mercader- las más sórdidas y arriesgadas actividades de espionaje al servicio de la URSS durante décadas, tanto en los EE.UU. como en los lugares que Stalin y sus sucesores les encomendaron.

Puede objetarse al libro cierta parcialidad o benignidad en la reconstrucción de los orígenes de la Guerra en los años de la República, presentando como legítimo a un Gobierno que tenía demasiado poco en cuenta la legalidad -incluyendo las rebeliones del 34- como para pretender representar una legitimidad republicana de la que media España quedaba excluida. Pero es un elemento accesorio y prescindible con respecto a lo esencial del libro, que es el recorrido de esa "fuerza de intervención soviética en España", como denominó Castell a las Brigadas Internacionales, por las oficinas moscovitas, las trincheras españolas y los meandros de la Guerra Fría. César Vidal añade en un jugoso apéndice documental algunos textos verdaderamente espectaculares sobre la condición de siervos repugnantes del régimen del Gulag que ostentaron los mismos líderes comunistas que luego han utilizado el matadero español como crisol de esa imposible identidad de la izquierda democrática y totalitaria en la común lucha antifascista. Tanto el jefecillo del comunismo estadounidense como los comunistas franceses o el mismo Tito sólo se decidieron a luchar contra los nazis, después de la Guerra de España, cuando Hitler invadió la URSS. Hasta ese momento colaboraron abiertamente con el fascismo que decían combatir en España. Ni un disparo hicieron en ningún país, ningún adjetivo gastaron estos "voluntarios de la Libertad" para combatir a los nazis mientras Hitler respetó el pacto nazisoviético. Más de un año de miseria política, moral e intelectual sobre la que los comunistas de siempre, los socialistas de entretiempo y los liberales al modo norteamericano pasan de puntillas o prefieren ignorar. Todo antes que mirar frente a frente la verdadera causa a la que sirvieron las Brigadas Internacionales en la Guerra de España. Cualquier cosa antes que afrontar la verdad del comunismo en el siglo xx.

Esta época de estrecha y lógica colaboración entre Hitler y Stalin después de la Guerra Civil española debería hacer reflexionar a los diputados españoles que concedieron en un alarde de demagogia risible y patético nada menos que la ciudadanía española a estos matarifes al servicio de la Unión Soviética. Por los años de lucha común contra las decadentes democracias liberales, deberían compartirla con sus aliados nazis y fascistas del año 40, y puesto que la aventura española de los totalitarios de uno y otro signo les parece tan emocionante a los políticos españoles, acompañarla con la Medalla al Mérito Turístico y una pensión en euros. Pagar en el símbolo contante y sonante de una Europa que representa todo lo contrario que la Legión Cóndor o las Brigadas Internacionales sería un signo de generosidad exento de toda dignidad moral, pero muy coherente con la estupidez y la cobardía intelectual que presiden casi todas las rememoraciones de esa hecatombe de la libertad que supuso la década de los años 30, una epopeya al revés en la que España puso el decorado y los muertos de una fantasmagoría publicitaria tan repelente como resistente. Un pellizco de los fondos estructurales de la UE podría destinarse a la erección en Albacete de un monumento a André Marty.

César Vidal, Las Brigadas Internacionales. Madrid, Espasa Calpe, 1998.

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