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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Orígenes de la superioridad moral de la izquierda

Todo comienza en la revolución francesa de 1789, bien distinta de la americana de 1776 y, desde luego, de la Gloriosa británica. Robespierre decía: "Las otras revoluciones no exigían sino la ambición: la nuestra impone virtudes".

Todo comienza en la revolución francesa de 1789, bien distinta de la americana de 1776 y, desde luego, de la Gloriosa británica. Robespierre decía: "Las otras revoluciones no exigían sino la ambición: la nuestra impone virtudes".
Cita la frase la profesora María Teresa González Cortés en su por demás brillante estudio introductorio a la obra de Graco Babeuf sobre El sistema de despoblación (Ediciones de la Torre, 2008), la gran crítica contemporánea al genocidio de la Vendée, el primero de la Modernidad. Libro recomendado, por cierto, por un lector habitual de esta columna.

Babeuf, que estaba a la izquierda de la izquierda, y se definía ya entonces como comunista, es el bien escogido protagonista de La conspiración de los iguales, novela ejemplar de Ilya Ehrenburg, que pretendía tomar distancias de la revolución francesa, en una velada y sutil crítica del estalinismo al que tan eficazmente sirvió, y al que sobrevivió gracias a una mezcla de astucia y milagro. Escribe la profesora González Cortés:
Los revolucionarios franceses hicieron girar todos sus pensamientos políticos en torno al concepto, de origen religioso, de perfectibilité. Amarrados a la búsqueda colectiva de la perfección, rápidamente se sintieron investidos de un plus de superioridad moral. Y más que una utopía, que también, la perfectibilité les hacía concienciar la necesidad de salir del laberinto del egoísmo personal. La perfectibilidad les arropaba con la convicción de trabajar por el bien de la patria y del género humano, al tiempo que les otorgaba la certeza, además del deber, de abandonar la cárcel de los intereses propios orillando para siempre la brújula, mezquina y ruin, del individualismo. La meta consistía en alcanzar la unidad; por tanto, el objetivo no era otro que pensar en grupo y actuar dentro del grupo.
La profesora González Cortés ha escrito otro libro ejemplar: Los monstruos políticos de la Modernidad. De la Revolución francesa a la Revolución nazi (1789-1939) (Ediciones de la Torre, 2007), en el que explica el modo en que las taras de la primera se fueron transmitiendo, casi se diría que de modo genético. Pero esto no es una reseña de sus obras, que la merecen, aunque me llegan con dos años de retraso respecto de su publicación, sino un artículo (sí, uno más) sobre la molesta y constante pretensión de superioridad moral de la izquierda, que tan pocas justificaciones tiene.

Creo que se entendería mejor aún el problema si se atendiera a una tesis que el profesor Miguel Artola expone en su celebérrimo libro sobre Los afrancesados y que, tengo la impresión, se ha dejado pasar sin atenderla lo suficiente. Escribe Artola:
Los déspotas han admitido la libertad del espíritu, por así decirlo, por un lado, en tanto que por otro han intentado sujetar, organizar y jerarquizar al individuo, situándolo en una escala graduada que va desde el campesino hasta el monarca; de quien, a fin de cuentas, depende todo. Estos reyes se han sentido conscientes de su cargo y de su responsabilidad. Federico II, José II, Catalina de Rusia, Carlos III de España, Gustavo III de Suecia, el margrave de Baden, el gran duque de Toscana, Leopoldo, etc.; todos los monarcas europeos –excepto Luis XV de Francia– llevan a cabo en sus Estados reformas políticas, sociales y económicas, hacen dar un salto a las culturas nacionales, acomodan sus reinos al espíritu de la época, de acuerdo con los conceptos y conclusiones determinados por las "luces".

A pesar de todo, comienza a hacerse patente la existencia de una diferencia de niveles entre la cultura, el espíritu y las correspondientes realidades políticas. A partir de la segunda mitad del siglo, la diferencia crece en proporciones alarmantes. La evolución política, iniciada bajo los auspicios de una rápida progresión intelectual, llega un momento –el del Despotismo Ilustrado– en que se para, cesa en su avance en busca de nuevos mundos más fáciles y justos. No ocurre lo mismo con el desarrollo de las ideas, que, amparadas en la libertad concedida a los sabios y al uso público de la razón, no rendirá viaje antes de alcanzar el liberalismo. La diferencia que el tiempo acentúa, alejando cada día más la posibilidad de una conciliación, anuncia ya el gran cambio que ensangrentará la Francia de final del siglo. Suspendida la evolución por la arbitrariedad de los monarcas, no quedaba más que una posibilidad, y ésta es la Revolución.
Y cita Artola a continuación a Philippe Sagnac (La renovation politique de l’Espagne au XVIII siècle):
A partir de 1760 en casi todos los países de la Europa continental se ha verificado una transformación política gradual, pero profunda. Únicamente en Francia no ha habido grandes reformas, y lo poco que hizo la monarquía, cada vez más debilitada, defraudó a los franceses, a los que cada retraso hacía inevitablemente más exigentes. Allí ha tenido lugar una evolución oportuna; aquí, a falta de esa evolución, impedida por los privilegiados, ha brotado repentinamente una revolución.
Al margen de que no sea posible atribuir la Revolución tan sólo a la falta de reformas de los Luises, porque el proceso es considerablemente más complejo, lo que vienen a sostener Sagnac y Artola es que donde los cambios más importantes fueron realizados por los déspotas ilustrados no hubo situaciones revolucionarias, y donde no fue así fue necesario un nuevo tipo de despotismo para hacer de forma rápida y violenta esas reformas. Fue el despotismo de la Revolución, el Despotismo Romántico. Porque, a decir de Rousseau, el pueblo "no siempre" ve el bien.

Los mecanismos totalitarios de las izquierdas, pese al uso y al abuso que se ha hecho de la expresión despotismo ilustrado, no son en general asociados al predominio de la Ilustración en un caso y del Romanticismo (siempre esencialmente reaccionario) en el otro. Porque si Catalina de Rusia se carteaba con Voltaire y hasta le ofreció asilo en su corte, y quiso poner en práctica la división de poderes de Montesquieu (guillotinado entre nosotros por Alfonso Guerra), los revolucionarios de 1789 tenían su catecismo en El contrato social de Rousseau, obra mucho más influyente en la práctica política de finales del XVIII que la Enciclopedia o De l'esprit des lois. Y no sólo en el XVIII: toda la izquierda de los siglos XIX y XX fue marcada por Rousseau, como bien nos explicó Carlos Rangel en Del buen salvaje al buen revolucionario (Gota a Gota, 2007, edición a los 30 años de la original), incluso esa pretenciosa rama podrida de la Ilustración que fue el positivismo, seducido por las razas y la eugenesia, eso sí, en nombre de la ciencia. La Ilustración hizo un camino mucho más breve, en la medida en que estaba reñida con la vulgarización del saber: sólo el utopismo romántico podía concebir la escuela pública como un modo de extender la Ilustración, escuela pública que se hace laica con la Revolución, pero que había empezado a existir realmente, a cargo del clero, con Luis XV.

Pues bien: la monarquía alumbró el despotismo ilustrado; la república, el despotismo romántico. La perfectibilité no es una noción propia de la Ilustración.


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