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El mito de los 'precios predatorios'

Cuando la teoría económica ortodoxa trata de describir cómo sería un mercado muy competitivo recurre a la entelequia del modelo de competencia perfecta. En ese mundo de fantasía, cuya vinculación con la realidad es afortunadamente nula, nos encontramos con una enorme cantidad de diminutos productores que venden, todos ellos, el mismo producto a idéntico precio. Por eso ningún empresario tiene el suficiente poder de mercado como para influir sobre el precio de su mercancía, de ahí que éste sea similar al coste de fabricación de la misma. Dicho de otra manera: ningún capitalista obtiene nada parecido a unos beneficios extraordinarios.

Todo precioso: la imagen del pequeño empresario que con esfuerzo y dedicación dirige una compañía cuasi familiar en medio de un océano de pequeños empresarios que con esfuerzo y dedicación dirigen sus compañías familiares. Un mundo a todas luces irreal pero que parece apetecible y deseable; salvo por un problemilla: como ya han advertido economistas tan notables como Hayek, Kirzner o Huerta de Soto, en ese escenario de competencia perfecta nadie está... compitiendo. ¿Dónde queda acaso la competencia real, ese proceso de rivalidad por el que las empresas luchan entre sí, cuando todos los empresarios están predestinados a vender la misma mercancía al mismo precio?

La respuesta es que en ninguna parte. En la competencia perfecta nadie compite, y como consecuencia todos los capitalistas se convierten en pasivos rentistas que tienen por único mérito el sentarse sobre una montaña de billetes destinados a ser reinvertidos en modelos de negocio que en nada se diferencian unos de otros.

En este modelo ideal, pues, no caben los Warren Buffet, los Steve Jobs, los Sam Walton, los Bill Gates, los Amancio Ortega o los Page y Brin, esas personas que han elevado nuestra calidad de vida hasta cotas que nunca hubiéramos podido imaginar. La competencia perfecta es un modelo demasiado estrecho como para dar cabida a la genialidad, a la eficiencia, a la excelencia, a la innovación constante, a la diferenciación, a las ventajas logísticas, a la reducción persistente de costes, a la retención de clientes mediante la fidelización de los mismos, a la integración de modelos empresariales en busca de sinergias; o, por decirlo más llanamente, a la competencia...

La competencia perfecta parece ser el ideal hacia el que ha de tender el mercado, aun a costa de destruir a las empresas punteras. Así, cuando la economía real se desvía un ápice de ese distópico mundo de competencia perfecta, se encienden todas las luces de alarma y se acaba conduciendo a alguna (gran) compañía a pasar por la trituradora del Tribunal de Defensa de la Competencia. De hecho, toda estrategia empresarial que de alguna forma altere el estado ideal de la competencia, es decir, toda estrategia empresarial que busque, simplemente, la competencia, es considerada automáticamente una práctica monopolística que da lugar a resultados subóptimos, o sea, que provocará que los precios sean más altos y que haya menos productos en el mercado.

La publicidad, el cuidado de la marca, las mejoras en los productos, las fusiones empresariales, las franquicias, etc., serían ejemplos de maquiavélicas tretas que abocan al mercado al temido "monopolio único" que ya predijera Marx. Se impone, pues, el control y la vigilancia. Pero lo cierto es que no quiero ni imaginarme en qué penosas condiciones viviríamos si las empresas no se publicitaran (¿estaríamos al tanto de la existencia de otros teléfonos móviles que aquellos que se produjeran al lado de nuestra casa?), o no se identificaran con una marca (¿cómo distinguiríamos a las buenas de las malas compañías?), o no diferenciaran sus productos (¿acaso los gustos de los consumidores son idénticos?), o no se fusionaran o compraran las unas a las otras (¿las empresas redundantes sólo deben salir del mercado con dolorosas quiebras que expulsen a todos sus trabajadores y directivos del sector?), o no se franquiciaran (¿un MacDonald's vendiendo ordenadores personales y otro limusinas?); en cambio, muchos parecen estar dispuestos a censurar este tipo de prácticas antes de plantearse siquiera qué función desempeñan. Sin embargo, otros pocos se muestran más abiertos a aceptar la existencia de un proceso de competencia empresarial demasiado complejo como para encasillarlo en un esquema simplista y empiezan a aceptar que esas prácticas monopolistas tal vez sean instrumentos esenciales para la coordinación entre consumidores y empresarios, y que, por tanto, en su ausencia la cantidad producida de bienes no sería mayor, sino más bien inexistente.

Por fortuna, la publicidad, las marcas y las fusiones ya no son universalmente vistas como malas, pues se entiende que tienden a reforzar y no a restringir la auténtica competencia. Sin embargo, hay una práctica empresarial cuya buena prensa no se ha incrementado lo más mínimo y que, de hecho, sigue siendo vista como una treta cortoplacista por la cual las grandes empresas logran explotar a los consumidores; una práctica de la que se cree no puede salir nada bueno y que está en la raíz de la desaparición de muchos pequeños comerciantes honrados que no pueden competir con los grandes. Me refiero a la política de los precios predatorios.

La política de precios predatorios consiste en colocar el precio de un producto por debajo de su coste con la esperanza de acaparar el mercado y eliminar así a todos los competidores; para, acto seguido, imponer unos precios elevadísimos a unos consumidores carentes ya de alternativas. En definitiva: con los precios predatorios se atrae a los consumidores a una trampa segura de la que no podrán salir.

Ciertamente, muchas personas piensan que las políticas de precios predatorios son algo relativamente habitual en el mundo de la gran empresa. Al fin y al cabo, sólo ellas disponen del músculo financiero suficiente como para aguantar durante largos períodos de tiempo unos precios de venta inferiores a los de coste; en cambio, las pequeñas compañías apenas tienen la opción de aguantar unos meses de malas ventas. Un motivo más, pues, por el que esa jungla que es el capitalismo sea férreamente regulada y sometida a controles estatales.

Claro que toda persona que apele a las estrategias empresariales de precios predatorios para justificar el intervencionismo estatal se encontrará, de entrada, con un problema: no existen experiencias históricas de políticas exitosas de precios predatorios. No hay constancia empírica de empresa alguna que haya conseguido imponer precios altísimos tras seguir una agresiva estrategia de precios bajos.

Tal es el divorcio entre teoría y realidad, que el Premio Nobel George Stigler llegó a decir que le parecía vergonzoso que los economistas profesionales se siguieran tomando en serio las políticas de precios predatorios.

Vergonzoso o no, la teoría que nos han legado los defensores del artificio de la competencia perfecta parece razonable. ¿Quién puede negar que a las grandes empresas les interesa convertirse en monopolios tras eliminar a toda la competencia con una política de precios artificialmente bajos? El sentido común parece conducirnos a acusar a las grandes corporaciones de querer y poder dominar el mundo. Mucho me temo, sin embargo, que no es tan sencillo. Si la experiencia se da de tortas con la teoría, quizá sea porque la teoría no esté demasiado bien construida: tal vez, por ejemplo, existan obstáculos insalvables para que una gran empresa logre eliminar de manera permanente a sus competidores vendiendo por debajo del coste.

Empecemos por lo básico. El beneficio de una empresa es el resultado de multiplicar sus ventas por el margen de ganancia unitario, esto es, de multiplicar el número de unidades vendidas por lo que se gana al vender cada unidad. A su vez, este margen de ganancia unitario es el resultado de restar al precio de venta los costes medios de fabricar cada unidad. Así:

Beneficio = (Precio – Coste) x Ventas

La estrategia de precios predatorios consistiría precisamente en que el precio fuera inferior al coste –lo que arrojaría durante un tiempo ciertas pérdidas– para, una vez quebrada toda la competencia, colocar el precio muy por encima del coste y amasar enormes beneficios.

Como decía, suele pensarse –erróneamente– que son las grandes empresas las que tienen mayor cintura para acometer esta estrategia, por su capacidad para soportar pérdidas durante largo tiempo. Sin embargo, conviene fijarse en la fórmula anterior: una gran empresa vende muchas unidades de un producto, de modo que si reduce su precio por debajo del coste, las pérdidas que soportará serán enormes. Imaginemos dos empresas que ofrecen un precio de 10 euros por un producto que les cuesta producir 5. La primera vende anualmente 100.000 unidades, mientras que la segunda apenas llega a las 1.000. Si, como se piensa generalmente, fuera la empresa grande la que llevara a cabo una política de precios predatorios –dejándolo en 2 euros, por ejemplo– para eliminar a la pequeña, tendría que soportar unas pérdidas anuales de 300.000 euros; en cambio, si fuera esta última la que se decidiese por tal práctica, tendría unas pérdidas de apenas 3.000 euros.

En otras palabras: pese a la percepción mayoritaria, las empresas grandes están peor situadas que las pequeñas para colocar sus precios por debajo de los costes, ya que pierden dinero sobre un número mucho mayor de unidades. ¿De verdad nos creemos que un tigre se lanzará al abismo para cazar cualquier mosca que ande por ahí revoloteando? Si una empresa ya tiene un tamaño considerable, tenderá a desentenderse de las pequeñas –al menos mientras no crea que constituyen una amenaza potencial–, y desde luego no recurrirá a vender a pérdida millones y millones de unidades con el objetivo de sacarlas del mercado. Sería tanto como decir que Amazon vigilará si resurge una librería en algún barrio de Madrid y se preparará para, si efectivamente resurge, hundirla a base de vender en todo el mundo sus libros por debajo de coste. Mal negocio.

Es cierto que las grandes empresas cuentan con más recursos para amortiguar las pérdidas, pero eso no quita para que la cantidad de capital que necesiten movilizar a fin de practicar el predatorismo sea mucho mayor que la que habrían de movilizar las pequeñas. Un banco puede fácilmente conceder un crédito a una compañía para que soporte durante un tiempo pérdidas de 3.000 euros, pero lo tendrá mucho más complicado para otorgar un crédito cien veces mayor (aun cuando la solvencia de la empresa grande sea superior a la de la pequeña).

Así las cosas, lo habitual será más bien que sean las empresas pequeñas las que inicien una política de precios predatorios para ir introduciéndose poco a poco en el mercado. Las campañas de lanzamiento –en las que una empresa rebaja el precio de su producto para que los consumidores lo vayan conociendo– están a la orden del día, y lo están obviamente en empresas que se introducen en un nuevo sector y cuya cuota de mercado es, al comienzo, del 0%.

Pero tampoco pensemos que todo el monte es orégano para las empresas pequeñas. Otro de los grandes problemas que tienen las políticas de precios predatorios es que, al rebajar exageradamente los precios, el número de consumidores que demandan la mercancía se dispara. Y pese a que algunos economistas crean que una mayor demanda genera automáticamente la oferta necesaria para satisfacerla, lo cierto es que esto no siempre es posible. La estructura productiva de una compañía, grande o pequeña, está adaptada para producir una determinada cantidad de productos. Si el número de sus clientes se dispara, la mercancía se agotará antes de que todos ellos puedan adquirirla al precio artificialmente bajo. Las pequeñas empresas no podrán, pues, penetrar demasiado en el mercado con políticas de precios predatorios, simplemente porque no tendrán capacidad para satisfacer toda la demanda.

Por esto, las políticas de precios predatorios tienen costes para una compañía muy superiores a los que hemos calculado. Primero, porque en el cálculo anterior hemos supuesto que las ventas se mantenían constantes cuando el precio bajaba de 5 a 2, pero obviamente hay que tener presente que aumentarán, y con ellas lo harán las pérdidas. Imaginemos que la gran empresa ve aumentar sus ventas de 100.000 a 200.000: las pérdidas se incrementarán de 300.000 a 600.000. Y, en segundo lugar y sobre todo, porque si una empresa quiere comenzar una estrategia de precios predatorios, deberá contar en todo momento con un excedente de capacidad productiva del que poder echar mano para abastecer a los demandantes. Ese excedente de capacidad productiva tiene un coste, pues parte de la maquinaria y de las instalaciones de la compañía permanecerán ociosas cuando la empresa supuestamente se convierta en monopólica, recorte la producción y suba el precio.

Claro que hasta que llegue el momento monopolístico puede pasar mucho tiempo. El hecho de que un competidor cierre sus instalaciones no significa que la gran empresa se haya librado definitivamente de él, pues siempre puede volver a poner en funcionamiento sus máquinas cuando aquélla incremente sus precios para explotar a los consumidores. Para eliminar definitivamente la amenaza de los competidores, las grandes empresas deberían mantener sus precios por debajo de sus costes el tiempo suficiente como para que las demás compañías pierdan por completo – y no sólo de manera temporal– la capacidad de producir la mercancía objeto del predatorismo.

Por supuesto, la gran empresa también tiene la opción de adquirir a todas las pequeñas compañías en lugar de tratar de destruirlas vendiendo por debajo de coste. Pero en este supuesto debería pagar precios crecientes por las mismas (el fondo de comercio de esas compañías, esto es, su capacidad para generar beneficios, hace que sus precios sean superiores a lo que cuestan por separado los activos que las componen). Así, ya sea desgastando a los rivales o comprándolos, la gran empresa se verá abocada a subir significativamente los precios durante un largo período de tiempo; no ya para obtener beneficios extraordinarios en el futuro, sino para recuperar las pérdidas pasadas. Sea como fuere, y aquí radica la clave del asunto, si en el mercado existe libertad de entrada, habrá una fuerte tendencia a que esa gran compañía que se ve impulsada a vender a altos precios se enfrente a nuevos competidores con costes más reducidos, que le irán arrebatando cuota de mercado...

Por tanto, la práctica de precios predatorios arrojaría en las grandes empresas unas pérdidas iniciales tan descomunales (margen de ganancia negativo hasta que los competidores desaparezcan por entero del mercado, o sobreprecio por adquirir los activos de la competencia, más el coste de oportunidad de tener un exceso de capacidad que no se empleará más adelante) que para compensarlas deberían fijar unos precios de venta futuros tan elevados que supondrían todo un reclamo para la entrada de nuevos competidores, quienes vendieran a precios más ajustados a sus costes. Competidores que, para más inri, la gran empresa no podría eliminar, ya que en algún momento deberá empezar a compensar sus pérdidas dejando de vender por debajo de coste.

Además de todos estos problemas, existe otro importante obstáculo para aquellos empresarios que quieran incurrir en la práctica de precios predatorios, y que ilustra perfectamente el caso de Herbert Dow.

Tal y como suele explicar el historiador Thomas Woods, a finales del s. XIX Dow era propietario de una exitosa empresa química en Estados Unidos. Buena parte de su éxito se debía a su propio esfuerzo, que le llevaba en ocasiones a trabajar 18 horas diarias y a dormir en la propia sede de la empresa. Dow fue capaz de extraer bromo de la salmuera utilizando un método muy barato, por lo que pudo abastecer los mercados estadounidense y europeo a precios muy competitivos. Al expandirse por Estados Unidos no encontró resistencias importantes, pero en Europa dio con el cártel alemán del ramo, que le lanzó la siguiente amenaza: "Si osas entrar en nuestro mercado, iremos a Estados Unidos a vender el bromo a precios ridículamente bajos para arruinarte".

Dow no se amilanó, y comenzó a vender bromo en Inglaterra a 36 céntimos la libra, bastante por debajo de los 49 del cártel alemán. Al poco tiempo, éste cumplió con su amenaza y empezó a inundar el mercado estadounidense con enormes cantidades de bromo a un precio muy por debajo de sus costes: 15 céntimos la libra. El cártel esperaba que de este modo Dow se sometiera a sus exigencias. Sin embargo, lo que hizo fue empezar a vender en Europa a un precio extraordinariamente barato: 27 céntimos la libra, incluso por debajo de sus costes. Obviamente, el cártel no podía competir con esos precios, pues debía compensar las pérdidas que sufría en Estados Unidos con los beneficios extraordinarios que debería haber cosechado en el Viejo Continente.

Muchos pensaron que se trataría simplemente de una guerra de desgaste: si tanto el cártel alemán como Dow estaban vendiendo por debajo de coste, todo era cuestión de esperar a ver quién desaparecía antes del mapa. En un momento de desesperación, allá por 1908, el cártel alemán incluso llegó a vender el bromo a poco más de 10 céntimos la libra, pero Dow se mantuvo firme: cuanto más barato vendían los alemanes en Estados Unidos, más barato lograba vender él en Europa.

Finalmente se descubrió el pastel: Dow estaba dando instrucciones a sus agentes para que compraran todo el bromo que el cártel alemán vendía por debajo de coste en Estados Unidos con el objetivo de revenderlo con ganancias en Europa. El cártel germano estaba cavando su propia tumba. Al final llegaron a este acuerdo: Dow vendería en Estados Unidos, el cártel en Alemania y en el resto del mundo competirían.

Moraleja de esta instructiva historia: siempre que sea posible revender un producto, habrá importantes incentivos a que los productores y los intermediarios adquieran tanta cantidad de él como puedan a precios inferiores al coste para posteriormente revenderlo en el mercado: es una forma indirecta de producir a muy bajo coste... gracias a los tejemanejes de quienes pergeñan políticas de precios predatorios.

***

Llegados a este punto, podemos decir sin temor a equivocarnos que si en la práctica no se conocen experiencias exitosas de precios predatorios, en términos teóricos se trata de una estrategia monopolística sin consistencia alguna. Es el concepto cortoplacista y estático de la competencia, propio de ciertos modelos neoclásicos, lo que hace que nos olvidemos de los distintos procesos de coordinación empresarial que, a largo plazo, permiten incrementar la producción y reducir los precios... en contra de quienes ven y vaticinan monopolios por todas partes.

Lo de vender por debajo de costes sólo tiene sentido como parte de una campaña de lanzamiento de una empresa pequeña; y siempre que se controlen los riesgos de incurrir en una guerra de precios, dado que se podría correr el peligro de, en lugar de eliminar la competencia, volverla mucho más dura. Si alguna gran empresa decidiera iniciar una de esas campañas, el resultado final será sólo uno: durante un tiempo los consumidores habrían conseguido adquirir bienes extraordinariamente baratos a costa de hacerle perder mucho dinero. Lo demás es puro sesgo antimercado procesado por una teoría económica bastante deficiente.

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