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LIBREPENSAMIENTOS

Opinión pública, perezas privadas

Para bien o para mal, las sociedades modernas, hoy contemporáneamente democráticas y abiertas, tienden a constituirse por su propia naturaleza y evolución en artefactos dominados por la vox populi, por la opinión pública. Aun siendo caprichosa, voluptuosa y voluble, a la opinión pública hay que tomarla en serio, lo cual no significa someterse siempre a lo que dispone. Entre otras razones porque, ente ficticio y sublimador donde los haya, no siempre queda claro lo que quiere y dice.

Para bien o para mal, las sociedades modernas, hoy contemporáneamente democráticas y abiertas, tienden a constituirse por su propia naturaleza y evolución en artefactos dominados por la vox populi, por la opinión pública. Aun siendo caprichosa, voluptuosa y voluble, a la opinión pública hay que tomarla en serio, lo cual no significa someterse siempre a lo que dispone. Entre otras razones porque, ente ficticio y sublimador donde los haya, no siempre queda claro lo que quiere y dice.
Según sostiene Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, la existencia de la opinión pública, su soberanía ejercida sobre el conjunto de la sociedad, es un suceso tan antiguo como la propia ordenación y organización social. De hecho, define en su célebre ensayo a la opinión pública como la fuerza radical que en las sociedades humanas produce el fenómeno de mandar; y, en efecto, "es cosa tan antigua y perenne como el hombre mismo", hasta el punto de que su ley actúa cual "gravitación universal de la historia política".
 
La opinión pública no constituye, por tanto, un fenómeno moderno ni actual. Otra cosa sería determinar su ubicación y relevancia en la acción de gobierno y en el acto de mandar, esto es, si se coloca a los bueyes delante o detrás de la carreta para ver así quién tira de quién.
 
No puede comprenderse la verdadera dimensión de la opinión pública sin enlazarla con su conceptualización pareja –el Poder público– y sin enmarcarla en la perspectiva sociológica en que se despliega. Jürgen Habermas, por ejemplo, describe la constitución del público como el proceso por el cual "personas privadas raciocinantes se apropian de la publicidad reglamentada desde arriba, convirtiéndola en una esfera de crítica del poder público" (Historia y crítica de la opinión pública).
 
El público, por cuyo advenimiento la práctica del poder social y la dominación política se han sometido efectivamente al mandato democrático de la publicidad, es un producto de la comunicación o, por mejor decirlo, de la necesidad de comunicación. Se constituye en el momento en que la información y el juicio de los agentes sociales adquieren publicidad y cada vez más notoriedad e influencia, es decir, en el momento en que se dan a conocer sin barreras; cuando se hacen públicos, pues.
 
Jürgen Habermas.En este sentido, publicidad pasa por entenderse como sinónimo de transparencia, notoriedad y repercusión pública, formas propias del ejercicio del poder en las sociedades democráticas. Sin ir más lejos, sin remontarse a los siempre inciertos orígenes intemporales, se traduce en expresiones como la glasnost, distintiva de la transición democrática de los países sometidos a la dominación soviética, y, en general, del tránsito que experimentan las sociedades cerradas hacia las sociedades abiertas. Sin publicidad, sin conocimiento ciudadano de la acción de gobierno, el control y la crítica del poder no son posibles, y la tiranía se impone sin freno.
 
Con todo, el decurso de la opinión pública en el seno de las sociedades democráticas ha presentado diversas anomalías o perversiones. Una de ellas acontece en el momento en que grupos, fuerzas o instituciones diversas aspiran a convertirse en sus voceros o representantes privilegiados. Ocurre que la opinión pública, en sentido estricto, no existe como entidad real, todo lo más existen opiniones no públicas que actúan en "nutrido plural" (J. Habermas), es decir, criterios personales. Mas, de pronto, aparece quien con inmenso arrojo y atrevimiento toma la decisión de hablar en nombre de muchos, o de todos, y no con intención de representarlos, lo cual supondría un propósito razonable y aun justificado en el horizonte de una democracia representativa, sino de suplantarlos.
 
El 15 de febrero de 2003, entre 15 y 20 millones de personas se manifiestan en un gran número de ciudades del planeta en contra de la intervención de la coalición internacional, comandada por Estados Unidos, para derrocar el régimen genocida de Sadam Husein y facilitar así la instauración de un orden democrático, en Irak y en la región, que coadyuve a generar un clima de mayor seguridad y estabilidad mundial. Convoca el Foro Social Europeo de Florencia, siguiendo la estela del autodenominado Movimiento para la Justicia Social y otros colectivos compinches de naturaleza ecologista y antiglobalizadora.
 
No me gustan las estadísticas, es decir, esas matemáticas concebidas, según Guillermo Cabrera Infante, como argumento de autoridad. Y añadiría yo, tema de eterna disputa y forcejeo numérico. Mas, ¿qué representan 15 ó 20 millones de personas en el conjunto de la población mundial, cifrada actualmente en más de 6.200 millones? ¿Dos milésimas partes de la misma, o algo así?
 
Sin embargo, los organizadores de la movida, junto a sus agentes, cronistas y corresponsales, ya hablaban al día siguiente de la Gran Parada en términos de "Manifestación Global", "Voz de la Humanidad", materialización y encarnación de la "Opinión Pública Global". ¿Pirueta de titiriteros en lucha, de "descamisados", malvestidos y mal hablados antisistema? ¿Desatino de agrupaciones marginales, extravagantes y rompefarolas? Hoy, cuando los desatinos tienen denominación de origen y despacho en los mismos ministerios de Asuntos Exteriores de Europa, o cuando vaqueras menos fermosas que las de la Finojosa irrumpen en las instituciones vascas a fin de ordeñarlas y sacar así su mala leche, todo está mezclado y la confusión de roles, vulgo papeles, es grandísima.
 
Muy pomposo y bien trajeado, por su parte, en el 50 aniversario de la ONU, Kofi Annan, a la sazón secretario general de la cosa, pero creyéndose un Hegel en la Sorbona, define a la Organización de Naciones Unidas nada menos que como la "Conciencia del Mundo".
 
Dicen estas cosas fantásticas quienes las dicen porque, desde el fondo de su alma oscura, se creen que mandan y tienen a quién mandar. Y además, que las tienen de su parte, a su favor, más que nada por costumbre, por el hecho consuetudinario que ellos y ellas gustan denominar "consenso". Olvidan, a la postre, algo primordial, apuntado por Ortega: mandar no es dar que hablar, sino dar quehacer a las gentes, meterlas en su destino, esto es, "impedir su extravagancia, la cual suele ser vagancia, vida vacía, desolación" (ibídem).
 
Retrato de Nietzsche (Edvard Munch).¿No se reducirá, pues, toda esta ética y política de la vox populi, esta sociología de la publicidad y lo público, toda esta disertación sobre la opinión pública, a una sencilla comprensión de la vagancia y la pereza de los hombres lentos y lánguidos, quienes para no complicarse la vida se dejan traer y llevar, contar y calcular, con un resultado que, finalmente, acaba beneficiando a los más desvergonzadamente rápidos con la calculadora?
 
Una sociedad que se deja llevar por las apariencias, que opina a bote pronto, que vota según impulsos primarios y da más importancia a la ficticia "opinión pública" que a su real, propio y privado criterio, o al que enuncian algunos pocos hombres discretos, acaba reduciéndose a un conglomerado manifiesto de mucha opinión difusa y mucho "conocimiento inútil" (J. F. Revel). Una sociedad, en fin, condenada al fracaso y aun al suicidio: "Y si con razón se dice del perezoso que 'mata el tiempo', habrá que cuidarse seriamente de que un periodo, una época, que cifra su salud en la opinión pública, es decir, en las perezas privadas, muera realmente de una vez" (F. Nietzsche, 'Schopenhauer como educador', Tercera intempestiva).
 
Consulto los estudios demoscópicos antes de unas elecciones y me parto de risa al cotejarlos con los resultados efectivos. Echo un vistazo al último barómetro o informe sobre opinión pública evacuado por el Consejo de Investigaciones Sociológicas y me digo: "Vallespín, ¡qué pillín!". Leo que, según sondeos emanados de la Comisión Europea durante la intervención aliada en Irak, el 59 por cierto de los encuestados consideraban a Israel el peligro número uno para la paz mundial, y otro 53 por ciento a EEUU igual de amenazador que Corea del Norte e Irán, ¡por delante de China!, y me echo a temblar.
 
Compruebo que en este ranking, en esta orgía estadística, la opinión pública española está en los puestos de cabeza en Europa en antiamericanismo y antijudaísmo, y, apretando los dientes, recuerdo para pacificarme el dictamen realista de Ortega, según el cual no se puede mandar en contra de la opinión pública. ¿Debemos, entonces, seguir la corriente?
 
Vuelvo, en busca de amparo e inspiración, a la lectura de Nietzsche, tenido muy perezosamente, por cierto, por no pocos opinantes públicos en asuntos de filosofía y letras como un prototipo de antisemita, defensor del ideal ario y alemán y precursor del nacionalsocialismo… Él, ecce homo, precisamente, o sea, Nietzsche.
 
"Qué grande debe de ser la repugnancia de las generaciones futuras al ocuparse de la herencia de una época en la cual no regían hombres vivos sino apariencias humanas con opinión pública; por eso, probablemente nuestro tiempo será, para alguna otra lejana edad posterior, el más oscuro y desconocido, en tanto que el periodo más inhumano de la Historia" (Nietzsche, ibídem).
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