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FIGURAS DE PAPEL

Octavio Paz: "Sonreír es aprender a ser libres"

Paz fue ciertamente un faro de nuestro tiempo. Una voz necesaria. Alguien, como dice Vargas Llosa, de quien no puede hablarse sin decir que el suyo fue el lenguaje de la pasión. De la pasión por la libertad.

Recorriendo con Germán Yanke hace unos años una exposición de documentos de y sobre Unamuno, en la Biblioteca Bidebarieta, en Bilbao, estuve leyendo unos manuscritos del gran escritor vasco. En una de sus cartas decía Unamuno que, para hablar de algunos hombres numerosos, sobresalientes, bastaba con seguir algunas de sus múltiples facetas, ya que ellas iluminaban, aunque en escorzo, el continente. Pensé que Unamuno estaba hablando de sí mismo, mientras escribía aquella carta que estaba destinada a Paul Grussac, quien se encontraba en Buenos Aires. Mi ambición es, hoy, hablar de Octavio Paz, de cuya muerte se acaban de cumplir (el pasado 19 de abril) cinco años, y buscaré seguir aquel consejo.

Paz fue ciertamente un faro de nuestro tiempo. Una voz necesaria. Alguien, como dice Vargas Llosa, de quien no puede hablarse sin decir que el suyo fue el lenguaje de la pasión. De la pasión por la libertad. Octavio Paz, más que un escritor fue, acaso, un continente. Sus poemas, que cobijan su gloria, al igual que sus ensayos sobre literatura, sobre pintura, sobre la cultura de ayer y de hoy, sobre temas históricos, sociales y políticos, están ahí para demostrarlo. Porque Paz fue, como todo verdadero escritor, un hombre de su tiempo, un vasallo de su tiempo; estuvo adherido a él en cuerpo y alma. Aquello que lo distingue es, justamente, su carácter de intelectual representativo de su época, con una sed de universalidad que no se deja intimidar y que no prescinde de nada, y nada pasa por alto. Ese es uno de los rasgos de su modernidad.

Cierta vez Octavio Paz se preguntó por qué y para quiénes escribía sus libros. Recuerdo que me dijo (lo señalé en una ya lejana y extensa entrevista) que escribir es un oficio que luego se convierte en vocación y acaba convirtiéndose en un destino. ¿Dónde hallaba la respuesta para aquellas preguntas? Decía que, en su caso, podía encontrarlas, primero, en su infancia, y luego en las épocas turbulentas que le tocó vivir, y que padeció con desamparo. Su vida se halla entre guerra y guerra, porque eran la cara más fuerte del asombro. Era, para decirlo con palabras de Malraux, “el tiempo del desprecio”. En otras épocas, el asombro era un espejo del que suele hablarse a gusto, calmamente. Pero luego, aquel liso estanque fue destrozado en varias oportunidades, y ya no reflejaba una sola, sino muchas imágenes, que eran una cifra de la tensión que vivimos.

En 1937 Octavio Paz fue partidario de los republicanos; estuvo en España por primera vez. Golpeado por la “guerra incivil”, como dice Fernando Díaz-Plaja, ello perturbó su sistema ideológico. Y, al terminar 1945, se estableció en París, que dejó indeleble huella en su vida. Octavio Paz seguía con los ojos abiertos los debates entre los filósofos y los políticos, y fue allí donde sintió que estaba verdaderamente en su patria intelectual. Y en el verano de 1949 comenzó a escribir, estimulado por el entusiasmo y el deseo de saber dónde iba a llegar, su famoso libro El laberinto de la soledad. Mientras, lee con entusiasmo a Gide, a Válery y a Malraux. Por esos mismos tiempos, Stalin, al decir de Paz, “consolidó su tiranía en el exterior y en el interior se tragó a media Europa”.

La amistad entre Paz y Albert Camus, que fue estrecha, se sustentaba en la defensa de la mesura en un mundo de desmesuras, así como en la defensa la duda. Proponerla, como respuesta, revelaba una extraordinaria independencia de espíritu. “Aprender a dudar es aprender a pensar”, decía Paz; y también, “aprender a sonreír es aprender a ser libres”. En México fundaría dos famosas revistas, Plural y Vuelta, atentas a “los problemas de la vida y la cultura de nuestros días, sin excluir a los asuntos públicos”. Andando el tiempo, fue tildado de “derechista” y de “conservador”, adjetivos ciertamente anticuados, y más aún aplicados a quien, adelantándose a casi todos, percibió en la “perestroika” un camino de libertad. Ya en 1980 vio la crisis soviética. Escribió luego, tras la rápida implosión de la URSS: “La conciencia de la ilegitimidad de su poder debe haber sido abrumadora en los últimos tiempos”.

Obtuvo el Premio Cervantes en 1981, y en 1990 el Premio Nobel. Los galardones hacían justicia con un poeta mayor y una mente poderosa, libre y en acción. Nacido en 1914, fallecido hace cinco años, le adivinamos hoy un ancho porvenir abierto, ajeno al tiempo de los relojes, porque es dueño de su inmortalidad.

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