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Verano del 14

Este texto es un extracto de la obra homónima –subtitulada "Una crónica diplomática"– que acaba de publicar el autor.

Domingo, 28 de junio

Buchlov

Aquel domingo, el conde Leopold von Berchtold, como siempre que sus obligaciones se lo permitían, pasaba el fin de semana en Bohemia, en su finca de Buchlov. El conde era un aristócrata a la vieja usanza. Sus antepasados conservaron para él una enorme cantidad de tierras que le proporcionaban rentas suficientes para vivir con el desahogo propio de su clase. No sólo, sino que Berchtold era, en muchos sentidos, la quintaesencia del aristócrata austro-húngaro. Hablaba alemán, checo, eslovaco, húngaro y, por supuesto, francés, pero no terminaba de considerarse originario de ninguna de las trece nacionalidades que había en el imperio. Cuando un periodista le preguntó qué se sentía, contestó que vienés. Su meteórica carrera política lo situó al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores en 1912, a la increíblemente temprana edad de 48 años.

Berchtold nunca aspiró a igualar la habilidad e inteligencia de su predecesor, el conde Aehrenthal, pero, como a todos aquellos que creen que no es el talento sino la alcurnia el origen de todos los derechos, no le importaba. Su máxima aspiración no era pues brillar con ingenio y agudeza, sino atenerse a lo que le habían imbuido desde niño. Esto es, a comportarse del modo que cabía esperar de un noble. Para él, tan importante era tratar a una dama con la debida cortesía como despachar con un embajador extranjero en el tono adecuado a los intereses de su soberano.

Ser ministro de Asuntos Exteriores de cualquiera de las seis grandes potencias europeas en 1914 era un cargo de extraordinaria importancia. No obstante, en el caso de Austria-Hungría todavía lo era más. La derrota a manos de la poderosa Prusia obligó a reconvertir el imperio austro-húngaro en Doble Monarquía. El emperador Francisco José fue, desde 1867, un rey con dos reinos, Austria y Hungría. Y por serlo tenía dos primeros ministros, el austríaco y el húngaro. Pero como la política exterior no podía ser más que una, la que fijara el emperador, sólo era necesaria una persona para dirigirla. Así, el ministro de Asuntos Exteriores de Austria-Hungría era, en muchos sentidos, el cargo político más importante del doble reino.

Sin embargo, había limitaciones. En 1914 nada podía hacerse sin el consentimiento de los húngaros. Cualquier política exterior que quisiera perseguir Berchtold necesitaba el apoyo del poderoso conde Tisza, un noble magiar de aguda inteligencia, que presidía el Gobierno de Hungría. No era el conde un separatista. Estaba convencido de que a su país le interesaba formar parte de la Doble Monarquía, pero siempre y cuando la política común fuera la que a Budapest convenía. Hungría constituía pues esa parte del imperio a la que constantemente había que adular y mimar para que quisiera seguir formando parte de él, siquiera con renuencia. Así, Francisco José nunca tomaba una decisión importante sin haber escuchado antes la opinión de su primer ministro húngaro.

La situación habría sido intolerable para cualquier político francés, heredero a la vez del absolutismo borbónico y del jacobinismo revolucionario. Pero a Berchtold, de origen bohemio, le parecía muy natural que, entre sus funciones, estuviera la muy fatigosa de conformar un consenso alrededor de cualquier política exterior que la Doble Monarquía quisiera emprender para que pudiera llamarse austro-húngara y no sólo austriaca. Su lealtad no estaba consagrada a un Estado. Berchtold era leal al emperador y no creía que tuviera que serlo a nada ni a nadie más.

Aquella tarde de domingo del 28 de junio, el conde Berchtold no estaba especialmente preocupado por el futuro de la Doble Monarquía. Su relación con el emperador era buena y su política moderada parecía producir el mejor de los resultados posibles, la Doble Monarquía sobrevivía y era reconocida en el Concierto de Europa como una de sus seis grandes potencias. Mientras leía, el conde disfrutaba de la silenciosa compañía de la condesa Nandine, que se entretenía con una primorosa labor. La tranquilidad de la sobremesa se vio interrumpida por la entrada inopinada, convertida casi en irrupción, de un lacayo que, tras una leve inclinación, se acercó al ministro y le entregó un telegrama que acababa de llegar.

Berchtold, sin dejar traslucir ninguna emoción, leyó el texto con la seriedad de quien consulta el detalle de adeudos y haberes de una cuenta corriente. Cuando terminó de hacerlo, dobló cuidadosamente el telegrama, se levantó de su butaca, guardó el papel en el bolsillo exterior izquierdo del batín que vestía y se colocó delante de su esposa adoptando el gesto formal de quien tiene algo importante que comunicar. La condesa, sin levantar los ojos de la costura, preguntó:

–¿Malas noticias?

El conde se ajustó el cuello de celulosa para permitirse hablar con más comodidad y, repartiendo sus ojos entre su mujer y el retrato de una antepasada suya que le miraba con severidad por encima de la otomana donde cosía su esposa, le dijo:

–Querida: esta mañana han asesinado en Sarajevo a Su Alteza el archiduque Francisco Fernando y a la condesa Sofía.

Nandine, convulsa, soltó la tela que sostenían sus manos y se apretó el rostro con ellas para sujetar el espanto que se asomó a él. Tan sólo acertó a decir:

–¡Dios mío!

Mientras exclamaba, sus pensamientos viajaron abruptamente desde la pobre Sofía, su amiga de la infancia a la que tantos sinsabores había producido un matrimonio que en Viena era considerado inapropiadamente desigual, hasta sus tres hijos, que concitaban toda su piedad.

Los pensamientos del conde, en cambio, volaron enseguida a Belgrado y poco después a San Petersburgo. Abrió el batín y extrajo su reloj de bolsillo sujeto al chaleco por medio de una leontina de oro. Lo observó y anunció:

–Partiré en el próximo tren a Viena.

Karlstadt

Conrad von Hötzendorf, jefe del Estado Mayor del ejército austro-húngaro, no era probablemente un hombre que sobresaliera por su inteligencia, pero sus pocas ideas eran muy claras y las defendía con vehemencia. Una vehemencia que ya había provocado que fuera cesado en una ocasión. Sin embargo, el archiduque Francisco Fernando consiguió que el emperador lo devolviera al cargo. Hötzendorf y el archiduque compartían el diagnóstico de la enfermedad que aquejaba a la Doble Monarquía, una infección provocada por dos virus. El primero, la joven Serbia, era agresivo y violento. El otro, la también joven Italia, permanecía escondido y emboscado. El nacionalismo que las dos recientes naciones fomentaban entre los súbditos austro-húngaros de origen italiano y serbio era muy peligroso porque no sólo aspiraba a separar los territorios que habitaban unos y otros, sino porque atentaba a la misma razón de ser del imperio. Pretender que toda nación merece un Estado y que ningún Estado puede serlo de más de una nación era tanto como negar el derecho de la Doble Monarquía a existir.

Pero aunque Conrad y Francisco Fernando coincidieran en el diagnóstico, diferían en cuanto al tratamiento. Conrad creía que Italia y especialmente Serbia sólo entenderían los argumentos de las armas. Sendas derrotas militares colocarían a los dos nuevos gallitos en el sitio que les correspondía dentro del corral europeo. Francisco Fernando, en cambio, creía que la única forma de mantener unido el imperio era la de otorgar a los súbditos de distintas nacionalidades los mismos derechos políticos que disfrutaban hoy sólo alemanes y húngaros. Pensaba Francisco Fernando especialmente en los eslavos, muy numerosos, que, sin embargo, se veían obligados a ser administrados por húngaros o austriacos. Si Francisco José era rey de Austria y de Hungría, ¿por qué no podía serlo también de los eslavos del sur? Los húngaros harían lo imposible para evitar que otros pueblos compartieran con ellos los privilegios que les atribuyó el Ausgleich de 1867, pero Francisco Fernando estaba decidido a acabar con esta injusticia: si no podía hacerlo centralizando, lo haría centrifugando. No deja de constituir una dolorosa ironía que sus asesinos fueran eslavos serbo-bosnios, esto es, parte de la etnia a la que más deseaba favorecer el futuro emperador que ya nunca lo sería.

Conrad no entendía estas sutilezas. Desde luego, aborrecía a los húngaros, especialmente desde que se empeñaron en que las órdenes en el ejército se dieran en el idioma de donde fuera originario cada regimiento, con lo que pusieron fin a la secular exclusividad del alemán. Pero creía que ésta y otras tendencias disgregadoras podían ser detenidas si se le daba al ejército la oportunidad de ofrecer a la Monarquía una brillante victoria en el campo de batalla frente a los nacionalismos serbio e italiano. Con Italia podía haber dudas, pero Serbia estaba pidiendo a gritos un correctivo. Al principio, cuando ganó su independencia formal del imperio otomano tras el Congreso de Berlín de 1878, la joven Serbia fue una gran amiga de Austria-Hungría. En 1882 fue reconocida como reino y a su frente Viena logró colocar a un Obrenovich, Milan I, que siempre fue leal a los Habsburgo. Sin embargo, en 1908 un cruento golpe de Estado dio la corona a la dinastía rival. Pedro I Karageorgevich convirtió inmediatamente el diminuto reino en la pesadilla de la Doble Monarquía. El irredentismo serbio clamó desde entonces por la anexión de todos los territorios de la Doble Monarquía habitados por eslavos. Tal hostilidad se concretó en constantes campañas de propaganda financiadas por Belgrado que prendieron especialmente en Bosnia-Herzegovina, territorio que Austria-Hungría administraba desde el Congreso de Berlín, tras haber perdido los turcos su control, y que se anexionó definitivamente en 1908.

Hötzendorf a menudo propuso aprovechar la inestabilidad en los Balcanes para poner a Serbia en su sitio. Nunca le hicieron caso por temor a que una guerra provocara una revuelta interna o, lo que es peor, la intervención de Rusia con la excusa de proteger a sus hermanos eslavos. Conrad era consciente de los peligros, pero creía que, cuando la dignidad obliga a hacer algo, ha de hacerse, sean cuales sean los riesgos.

Viudo, con cuatro hijos, en 1914 llevaba siete años asediando a la bellísima, y mucho más joven, Gina von Reininghaus, que estaba casada con un noble estirio y era ya madre de seis hijos. Su amor era tal que le escribía todos los días. Sus letras de aquel 28 de junio, desde Karlstadt, fueron:

Adorada amiga:

Ayer tarde dejé Sarajevo con mis ayudantes Metzger y Kundmann. Esta tarde, a las dos, en Zagreb, llegaron hasta mí, gracias a un comandante, los rumores que corrían acerca del terrible acontecimiento. Más tarde, en Karlstadt, desde donde te escribo, recibí el telegrama oficial en el que se me dio cuenta de los detalles del horrible atentado.

En el primer ataque, Boos y Merizzi, que iban en el séquito de Su Alteza, resultaron heridos leves a consecuencia de una bomba, mientras que, en un segundo, el heredero y la archiduquesa fueron asesinados por los disparos de una pistola Browning. A los quince minutos, ambos habían fallecido. Los terroristas han sido arrestados; uno es un cajista de imprenta y el otro, un estudiante.

El atentado tiene un obvio tinte nacionalista serbio y es consecuencia de la agitación política que ha revolucionado las áreas de nuestro territorio pobladas por eslavos del sur. Aparte el aspecto puramente humano, es aquí donde se sitúa el profundo significado político de este repugnante crimen. Si en 1909 hubiéramos adoptado una posición más firme, nada de esto habría ocurrido (así se castigan la indecisión y la negligencia).

He preguntado inmediatamente a Su Majestad si debía continuar mi viaje o si, por el contrario, debía volver a Viena; he recibido un telegrama ordenándoseme esto último. De forma que partiré esta noche y estaré en la ciudad mañana a las nueve de la mañana.

No hay forma de prever cuáles serán las consecuencias del atentado. Es pronto para saber si se trata de una acción aislada o si forma parte de un plan de mayores dimensiones.

Desgraciadamente, tengo la impresión de que nada bueno puede esperarse de este acontecimiento para el futuro de la Monarquía, incluido el más inmediato. Serbia y Rumanía quieren poner los clavos a nuestro ataúd. Rusia les apoyará con ahínco. Será una lucha sin esperanza. Sin embargo, habrá que llevarla a cabo, ya que una vieja monarquía y su glorioso ejército no deben perecer sin gloria.

Entreveo un futuro desesperado y me enfrento a un triste último recodo de mi vida. Te quiero, amada mía. Dios sabe cuánto ansío verme de nuevo junto a ti.

Conrad

Lunes, 29 de junio

Viena

El conde Berchtold pasó aquella tarde en su despacho preparando el Consejo de Ministros previsto para las ocho. Su principal preocupación era que en él no se acordara nada. No quería el Gobierno precipitarse antes de haber él hablado con el emperador y sobre todo con Tisza. Dándole vueltas estaba a ello cuando su secretario le anunció que el jefe del Estado Mayor, el conde Conrad von Hötzendorf, insistía en ser recibido antes de que el Consejo comenzara. Berchtold no pudo evitar un mohín de desagrado y sopesó la posibilidad de negarse a hablar con él. Resolvió que no podía hacerlo porque el archiduque asesinado era el jefe supremo de las fuerzas armadas y, por tanto, Conrad, su subordinado inmediato. Dijo en consecuencia que le hicieran pasar. No obstante su baja estatura, el conde hizo que sus botas militares resonaran en el mármol como si estuviera entrando un oficial prusiano de uno noventa. El rechoncho general se dirigió hacia el ministro con decisión, se cuadró frente a su mesa y le tendió la mano:

–Son éstas unas terribles circunstancias.

El conde Berchtold no estaba dispuesto a dejarse arrastrar por el dramatismo. Mientras se levantaba y estrechaba la mano del militar, quiso quitarle hierro al asunto:

–Lamentablemente, es más frecuente de lo deseable que nos tengamos que enfrentar a circunstancias difíciles.

–Nunca tan difíciles como éstas.

–Sí, bueno –concedió Berchtold mientras volvía a tomar asiento en su butaca y con el brazo tendido invitaba a Conrad a tomarlo igualmente frente a su escritorio–, éstas son algo más difíciles.

–¿Qué piensa hacer? –urgió el general.

–Todavía no lo sé. Tengo que discutir la cuestión con el emperador y con el resto de los miembros del Gobierno. Me han comunicado hace un momento que el káiser Guillermo tiene la intención de asistir al funeral. Será una ocasión propicia para discutir con él la situación.

Conrad no entendía que hubiera que aguardar a ver qué opinaban los alemanes. El pleito era entre Serbia y Austria-Hungría. Así que dijo lo que había ido a decir:

–No tiene sentido esperar. Cualquier respuesta tardía será ineficaz por no ser inmediata. Es obvio que Serbia está detrás del atentado. No podemos hacer como hace dos años, amagar y no dar.

Conrad se refería al final de la Primera Guerra Balcánica, cuando, en 1912, Austria-Hungría estuvo a punto de intervenir para proteger la independencia albanesa de la codicia serbia. Albania significaba para Serbia, y por lo tanto también para Rusia, una salida al Adriático, un éxito que Viena no estaba dispuesta a consentir. Al final, el asunto se resolvió diplomáticamente. Serbia se hizo con Kosovo, mítica región irredenta del nacionalismo serbio, aunque en 1912 casi enteramente poblada por albaneses, y Austria-Hungría logró que Albania se constituyera en reino independiente, de manera que Belgrado siguió sin tener una salida al mar. Viena logró un éxito diplomático, pero perdió la ocasión de derrotar a Serbia en el campo de batalla porque Berlín no respaldó una acción militar. A cambio, Rusia contuvo las aspiraciones de Belgrado, que se quedó sin puerto en el Adriático y tuvo que conformarse con Kosovo. Sin embargo, quienes como Conrad creían que la supervivencia de la Doble Monarquía pasaba por la desaparición de Serbia, lamentaron no haber aprovechado aquella oportunidad para barrer del mapa al pequeño y molesto reino balcánico o, al menos, haber puesto a su frente a un monarca amigo. Hötzendorf continuó su belicoso alegato:

–Es posible que para la Monarquía no sea el mejor momento, pero un atentado así no puede quedar sin respuesta, y la única posible es la movilización del ejército contra Serbia. Cuando se cruza una serpiente venenosa en el camino, uno no se queda mirando a esperar que le muerda. Debemos reaccionar. De no hacerlo, seremos el hazmerreír de Europa.

Conrad tomó aire y adoptó el gesto más severo que pudo. Luego, continuó:

–Ha llegado el momento de corregir los errores cometidos por el conde Aehrenthal. Su predecesor, dicho sea con todos los respetos, no supo llevar su propia política hasta sus últimas consecuencias en un momento en que las circunstancias de la Monarquía eran mucho más favorables. Ahora, en peores condiciones, tendremos que hacer de todas formas lo que no quisimos hacer entonces y tendremos que llevarlo a cabo con mayores riesgos. Pero habrá que decidirse.

Al decir las últimas palabras, el general expulsó el aire contenido en sus pulmones como si hubiera sido su último aliento.

El conde Berchtold llevaba un rato negando con la cabeza. Rebatió:

–La movilización contra Serbia no es posible. La Monarquía está convulsa y nadie entendería un gesto de estas dimensiones como respuesta a un asesinato que todavía no sabemos quién ha cometido.

Conrad se puso rojo e interrumpió:

–Da igual quién haya sido físicamente, estudiantes, cajistas de imprenta o uno que pasaba por allí. Son sicarios serbios los que han asesinado al archiduque. Lo sabe todo Viena. No podemos quedarnos de brazos cruzados.

–Eso no es cierto. No sabemos quiénes son los últimos responsables. Pueden haber sido anarquistas que han actuado por su cuenta y puede que no. Y aunque nosotros tuviéramos la certeza de que ha sido el Gobierno serbio quien ha dado la orden, que no la tenemos, nada podríamos hacer mientras la opinión pública no estuviera preparada.

Berchtold notó enseguida que el argumento era recibido por Conrad con un gesto de desprecio que de ninguna manera quiso ocultar:

–¡Me importa un bledo la opinión pública! Cuando digo que toda Viena sabe que es Serbia la que ha apretado el gatillo de esa Browning me refiero a la Viena que importa, no a los repartidores de leche.

Berchtold empezó a irritarse y, con un tono de voz algo elevado, le espetó:

–¿No se da cuenta de que si vamos a la guerra contra Serbia podría estallar una revolución?

Toda la aristocracia vienesa temía a la revolución como la única amenaza que de verdad podía acabar con la Doble Monarquía. A pesar de los muchos años transcurridos, en la memoria de los más viejos estaban todavía vivos los recuerdos de las atrocidades de las que fueron testigos Budapest y Viena en 1848. Por lo tanto, el argumento de la revolución podía ser el más convincente para que Conrad se mostrara más cauto. Sin embargo, el ministro no tuvo éxito:

–¿Una revolución? ¿Dónde? –preguntó Conrad.

–En Bohemia.

Berchtold contestó a bulto. Bohemia no estaba especialmente convulsa durante aquellos días. La escogió porque era en Bohemia donde tenía sus tierras, lo que le hacía ser instintivamente más temeroso de que las revueltas pudieran estallar allí.

Conrad hizo con la mano el gesto de espantar una mosca imaginaria:

–No permita que nadie le convenza de una cosa así –dijo fingiendo creer que el ministro había sido víctima de una intoxicación.

Berchtold, algo incómodo por verse indirectamente acusado de decir tonterías y sin ganas de seguir defendiendo sus inconsistentes argumentos cuando lo único que quería era tiempo, cambió de tema y le contó a Conrad lo que pensaba hacer:

–Estaba barajando la posibilidad de exigirle a Serbia que cesara a su ministro de la Policía y que disolviera todas esas sociedades nacionalistas que infectan nuestras provincias del Sur de propaganda paneslava.

Conrad demostró con un gesto lo poco que creía en la eficacia de lo que el ministro estaba proponiendo. De forma que se opuso:

–Esas cosas son completamente inútiles. Los serbios cesarán sin problemas a su jefe de la Policía y se quedarán tan frescos. Lo único que entienden esos gañanes es la fuerza. Además, podemos contar con que, dentro del imperio, donde hay serbios, hay también musulmanes y croatas que los odian y que se pondrán de nuestra parte. Si lo que le preocupa a Su Excelencia es la reacción de Rusia, bastará que pongamos el acento en que se trata no de una reacción contra Serbia, sino de la respuesta a un acto antimonárquico, que es un argumento al que en San Petersburgo son extraordinariamente sensibles. Lo mismo podemos explicarle al rey Carlos de Rumanía. Planteada la movilización como una reacción a un ataque contra el régimen, no contra la nación, ni Rusia ni Rumanía moverán un dedo.

Rumanía era un potencial enemigo de la Doble Monarquía porque bajo la corona húngara se hallaba Transilvania, región étnicamente rumana. Bucarest no era tan belicosa como Belgrado, pero obviamente no podía razonablemente esperarse que renunciara a la reivindicación territorial de Transilvania si surgía la oportunidad de hacerla. El problema estribaba en que Austria-Hungría, completamente aislada internacionalmente, tan sólo tenía el respaldo de Berlín. Y en Berlín, que estaban dispuestos a apoyar a Viena en sus conflictos con Serbia, no opinaban lo mismo en cuanto a Rumanía, con la que mantenían fluidas relaciones. Un importante memorándum elaborado en el Ministerio de Asuntos Exteriores austro-húngaro por Franz Matscheko el 24 de junio, es decir, cuatro días antes de que el archiduque Francisco Fernando fuera asesinado en Sarajevo, insistía en la necesidad de estrechar lazos con Bulgaria, que había sido humillada por Bucarest en la Segunda Guerra Balcánica del año anterior. El objetivo era estar en mejor posición para hacer frente a cualquier reivindicación rumana. Este acercamiento, sin embargo, era difícil porque Bulgaria estaba ensayando una aproximación a Rumanía y sus relaciones con Berlín no eran demasiado buenas.

Todos estos problemas, que habrían tenido una dimensión ciclópea en cualquier caso, se complicaron extraordinariamente con el asesinato de Francisco Fernando. En realidad, Rumanía representaba un problema más intratable que el de Serbia, no tanto porque Bucarest tuviera una política más agresiva, sino porque quien tenía que hacer las concesiones que los rumanos exigían (básicamente, que los rumanos transilvanos tuvieran mayor representación en el Parlamento húngaro) tenían que ser otorgadas por Budapest y no por Viena. Ésta era una de las innumerables y lacerantes consecuencias del Ausgleich de 1867 que transformó al imperio en doble monarquía. Allí Hungría aceptó tener una política exterior común a cambio de que estuviera dirigida a defender sus intereses, no siempre coincidentes con los del emperador. Eso es precisamente lo que sucedía con Rumanía, que, mientras a Viena convenía el acercamiento, Budapest prefería una política de firmeza.

Pero Berchtold no tenía ganas de discutir todas estas sutilezas con el agreste Conrad von Hötzendorf. Así que decidió quitarse de encima al apremiante militar dándole genéricamente la razón:

–Bueno, lo que está claro es que ha llegado el momento de resolver la cuestión serbia de una vez por todas.

Pero no quiso dejar a Conrad con la impresión de que se había salido con la suya y se propuso ser inequívoco en su idea de que, de momento, no se ordenaría la movilización del ejército:

–En cualquier caso, es una cuestión delicada en la que nada puede emprenderse mientras no la haya discutido con Su Majestad y sepamos cuál es el resultado de la investigación policial.

Ante el argumento de la necesidad de consultar previamente con el emperador, Conrad, devoto monárquico, nada podía decir. Protocolariamente, se despidió, taconeó y, a grandes zancadas, se retiró. Sin embargo, en la puerta, antes de desaparecer detrás de ella, se dirigió por última vez al ministro y le dijo:

–Recuerde, tan sólo hay una solución: guerra, guerra, guerra.

Volvió a taconear y, sin esperar respuesta, se fue.

Martes, 30 de junio

Viena

El Consejo de Ministros del día anterior no decidió nada, pero Leopold von Berchtold sabía que tarde o temprano algo habría que hacer. Para decidir qué sería ese algo había que tener en cuenta la opinión del emperador y del conde Tisza. No obstante, antes de entrevistarse con ambos, era esencial saber si entre sus opciones estaba la militar. A ésa sólo podrían recurrir si contaban con el respaldo de los alemanes. Berchtold tenía que conocer su posición antes de discutir nada. Por tanto, citó en su despacho de la Ballhausplatz al embajador de Berlín para contrastar con él cuál sería la actitud del Gobierno alemán en el caso de que estallara la guerra entre Austria-Hungría y Serbia.

Heinrich Leonhard von Tschirschky und Bögendorff, un diplomático de vieja escuela, había estado destinado toda su vida en el servicio exterior, hasta culminar su carrera ocupando la Secretaría de Estado durante unos meses. Tras su cese fue enviado al que era considerado el destino estrella para cualquier diplomático alemán, la embajada en Viena, donde a sus 56 años desempeñaba su oficio con prudencia y mesura.

Tras saludar con formalidad al ministro, expresar con un relativamente largo discurso sus condolencias por el fallecimiento del archiduque y haberse sentado en la misma butaca en la que el día anterior lo había hecho Conrad von Hötzendorf, el embajador se dispuso a escuchar lo que Berchtold quería comunicarle:

–Querido embajador, muchas gracias por sus condolencias, que sé que son sinceras, no sólo por lo que atañe a su Gobierno, sino también en cuanto a su persona, pues me consta el aprecio que sentía por el archiduque. Le he pedido que venga a verme porque, como usted puede fácilmente comprender, la situación provocada por el asesinato es extremadamente delicada. A mi Gobierno no le cabe la más mínima duda de que el atentado es fruto de una conspiración urdida en Belgrado. Lo prueba el hecho de que escogieran a jóvenes estudiantes para cometerlo y evitar que los asesinos tengan que enfrentarse a la pena que merecen, la capital.

El conde Leopold decía la verdad cuando se refería a que la legislación austriaca impedía ajusticiar a los criminales menores de 21 años por graves que fueran sus delitos, pero en lo demás mentía. Los austriacos no tenían en esos momentos datos contrastados acerca de la responsabilidad del Gobierno serbio. Ni el que los autores fueran extremadamente jóvenes demostraba nada. Sin embargo, quería aparentar ante el embajador alemán una actitud de inequívoca firmeza para ver si Berlín estaba dispuesta en su caso a respaldarla.

–Serbia –continuó el ministro– es nuestra peor pesadilla. Desde el golpe de Estado de 1909 no han parado de subvertir la Monarquía soliviantando a los súbditos serbios de Su Majestad. Este asesinato ha colmado nuestra paciencia. Tal afrenta no puede quedar sin respuesta.

–¿Tienen ustedes pensada ya una reacción concreta? –preguntó el embajador con timidez.

–Mi idea, aunque todavía no hay nada decidido, es presentar una serie de demandas muy rigurosas que garanticen que los culpables del crimen pertenecientes al Gobierno en Belgrado sean castigados y nada igual ni parecido vuelva a ocurrir. En el caso de que tales demandas no fueran atendidas o lo sean de un modo que nosotros consideráramos insatisfactorio, tomaríamos medidas enérgicas.

El diplomático no preguntó cuáles serían esas medidas, pues entendió perfectamente que Berchtold se estaba refiriendo a las de naturaleza militar. Tschirschky, consciente de que esa guerra podía arrastrar a su país a un conflicto de enorme envergadura con Rusia, un enemigo nada desdeñable, consideró que su obligación era apaciguar el belicoso estado de ánimo de Berchtold.

–Comprendo la irritación que a usted y a su Gobierno les producen las constantes provocaciones serbias y que el criminal asesinato del archiduque exige alguna clase de respuesta que ha de ser necesariamente firme. Pero es mi obligación prevenirle contra cualquier decisión apresurada que se tome sin medir las terribles consecuencias que podría tener. Por otra parte, me es muy difícil dar una opinión concreta sobre lo que se proponen hacer cuando todavía no está decidido con exactitud qué va a ser.

–Ya –interrumpió Berchtold con gesto contrariado–, pero usted comprenderá que es pronto para una decisión concreta. Lo que yo quiero saber, antes de tomarla, es si puedo contar con el respaldo de nuestro fiel aliado o si, por el contrario, he de prescindir de él.

–Alemania respaldará siempre las justas reivindicaciones que ante Serbia tenga a bien hacer Su Majestad –contestó Tschirschky adoptando el tono más severo que pudo encontrar en los registros de su voz–. Pero Austria-Hungría no puede actuar, ni en éste ni en ningún otro asunto, como si fuera la única potencia en el mundo. Y es su deber sopesar las consecuencias que sus actos puedan tener para sus aliados y para otros países. Pienso especialmente en Italia y en Rumanía.

Tschirschky estaba expresando las preocupaciones que cualquier diplomático cauto habría manifestado. Alemania deseaba tener buenas relaciones con Rumanía e Italia, el tercer integrante de la Triple Alianza. Un conflicto austro-serbio en el que Berlín tuviera que ponerse del lado austriaco complicaría las relaciones con Bucarest y enojaría a Roma. No tenía mucho sentido para Berlín respaldar una acción militar donde no estaba en juego ningún interés vital propio a sabiendas de que irritaría a dos naciones con las que le convenía llevarse bien.

La cauta reacción del embajador alemán confirmó a Berchtold que había que ir con pies de plomo para evitar que el asesinato acabara obligando a la Doble Monarquía a luchar sola contra Rusia una guerra que de ninguna manera podía ganar y que sería el fin de Austria-Hungría como gran potencia.

* * *

Después de su reunión con el embajador alemán, Berchtold fue al Hofburg, el palacio residencial del emperador, al que Francisco José había vuelto apresuradamente desde su residencia de Bad Ischl al conocer la muerte de su sobrino. Francisco José tenía 83 años y estaba a punto de cumplir los 84. El asesinato de su sobrino había producido en él una doble sensación. Por un lado, estaba profundamente enfadado con los serbios y su instinto le decía, como a Conrad von Hötzendorf, que había llegado el momento de ajustar cuentas con Belgrado. Por otro, la muerte del sobrino con el que tan distanciado estaba y que había llegado a ser el heredero del trono por una combinación de casualidades y desgracias le producía un alivio imposible de evitar.

El suicidio de Rodolfo, el único hijo varón y heredero de Francisco José, en Mayerling, en 1889, convirtió en heredero al hermano de Francisco José, el archiduque Carlos Luis, quien, sin embargo, renunció a sus derechos a los pocos días en favor de su hijo Francisco Fernando. Era éste un tipo huraño y serio con el que simpatizaban pocos en la corte, y tampoco gozaba del aprecio de su tío, el emperador. Su popularidad cayó por los suelos cuando, siendo ya el heredero del trono, decidió casarse con la mujer de la que se había enamorado, Sofía Chotek, una noble checa venida a menos. En la rigurosa corte vienesa, este matrimonio supuso una afrenta para la mayoría, pero muy especialmente para Francisco José, quien primero intentó evitar la celebración del mismo y luego trató sin éxito de obligar al sobrino a renunciar a sus derechos sucesorios para evitar que acabara siendo emperatriz una mujer sin alcurnia suficiente. Las relaciones entre emperador y heredero se agriaron inevitablemente, y Francisco Fernando apenas pisaba los salones cortesanos por los muchos desplantes que en ellos había sufrido su esposa. Ahora que la pareja estaba muerta, era inevitable que los sentimientos del anciano emperador fueran encontrados.

Leopold von Berchtold fue recibido con una calidez impropia de las rigurosas formas que se imponían en la corte vienesa. El emperador le ofreció la mano a su ministro de Exteriores y le pidió que se sentara junto a él, en una butaca idéntica a la suya:

–Por favor, señor ministro, siéntese aquí, a mi lado. Qué días tan terribles nos ha tocado vivir. Qué razón hay en eso de que la vejez es el purgatorio que Dios reserva a quienes regala una larga vida. Vista la muerte de mi hijo y de mi mujer, no creí nunca que tuviera también que asistir a la de mi heredero. ¿Tenemos noticias de Sarajevo acerca de si han descubierto ya el complot urdido en Belgrado?

–Las noticias son todavía confusas, Majestad –contestó Berchtold sin atreverse a dejar descansar la espalda, sentado todavía a media anqueta, con un pie escondido debajo de la butaca y jugueteando con el reloj del bolsillo del chaleco, pero sin extraerlo–. Creo que casi todos los terroristas han sido detenidos, pero todavía no he recibido información del resultado de los interrogatorios.

–Lástima –dijo el emperador con un gesto de contrariedad–. No es la mejor forma de consuelo para un cristiano, pero es indudable el alivio que proporciona imponer al criminal su justo castigo. Y es obvio que esta afrenta serbia colma el vaso del soberano más paciente. Estará usted de acuerdo conmigo en que la reacción no puede ser de otra naturaleza que la más enérgica.

–Desde luego, Majestad. Mi idea es exigir a Serbia las condiciones más humillantes que imaginarse pueda y, si no las aceptaran, imponerlas por la fuerza, aunque son todavía muchos los detalles a los que hay que atender.

–Por supuesto, querido conde. La energía y la resolución no tienen por qué ser sinónimos de precipitación.

–Desde mi punto de vista, Majestad, no hay cuestión acerca de la necesidad de responder enérgicamente al atentado. Pero, antes de poder reaccionar, es necesario contar con el apoyo del primer ministro húngaro.

–¿Ha hablado ya con el conde Tisza?

–No. Todavía no lo hecho. No quería hacerlo sin haber contrastado mi punto de vista con el suyo.

–Por supuesto. Continúe –ordenó el emperador.

–Bueno, aunque el conde Tisza estuviera de acuerdo con nosotros, no debe olvidarse que humillar a Serbia podría provocar que el zar saliera en su defensa. Y, si lo hiciera, habría el riesgo de una guerra contra Rusia que, muy a nuestro pesar, no podemos ganar.

–¿Tenemos noticias de Berlín?

–Hoy mismo me he entrevistado con su embajador.

–¿Y cómo lo ha encontrado?

–Lamento decir que sus palabras han sido muy decepcionantes. Por otra parte, no ha dicho nada que no hayamos oído en anteriores crisis con Serbia.

El emperador se enfurruñó y agarró con fuerza los brazos de su butaca como si fuera a levantarse y dijo:

–Pero en esta ocasión las cosas son muy diferentes. Han asesinado al heredero al trono. ¿Qué harían ellos si les hubiera ocurrido algo remotamente parecido? No pueden pretender que envainemos la espada por enésima vez ante estos bandidos.

–No sé, Majestad. No es que el embajador se haya negado a respaldar lo que decidamos hacer, pero sus peticiones de que seamos cautos y de que midamos las consecuencias me ha parecido que iban en la línea de siempre, la de abandonarnos en el momento en que se impongan decisiones de orden militar.

–¿Sabe si Tschirschky había consultado con Berlín antes de hablar con usted?

–No lo sé, pero no creo que haya tenido tiempo. En cualquier caso, dado que el emperador Guillermo asistirá sin duda a las honras fúnebres por el alma del archiduque, podría Su Majestad, si lo considera oportuno, plantearle si el Gobierno alemán nos respaldaría en el caso de que, para lavar la afrenta, nos viéramos obligados a entrar en guerra con Serbia o en su caso con Rusia.

–No le quepa duda, querido ministro, de que se lo preguntaré del modo más claro que me sea posible. Ocurre, sin embargo, que todavía tengo que pensar cuál es el modo más correcto de organizar el funeral y si es apropiado que asistan a él los monarcas europeos. Ya veremos. En cualquier caso, lo de Serbia es del todo intolerable. Su Majestad Imperial, Guillermo II, lo comprenderá perfectamente.

–Bien, entonces, si le parece trataré de comunicarme con el conde Tisza y convencerle de la necesidad de adoptar una postura enérgica, pero, mientras no tengamos seguridad de hasta dónde están dispuestos los alemanes a respaldarnos, no tomaremos ninguna decisión de la que podamos arrepentirnos.

–Me parece muy bien.

El emperador hizo ademán de levantarse para dar a entender que la reunión había terminado. Berchtold comprendió a la perfección el gesto y con rápidos reflejos se levantó antes de que hubiera terminado de hacerlo el emperador. Hizo una inclinación y abandonó el gabinete y luego el Hofburg con destino a la cercana Ballhausplatz.

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