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PISTAS PARA RAMONEDA

Nuestra extrema derecha

Un nutrido equipo de políticos y formadores de opinión ávidos de emociones fuertes se ha lanzado a explorar el ámbito europeo, en general, y el español, en particular, con el encomiable propósito de desenmascarar a la extrema derecha que nos amenaza.


	Un nutrido equipo de políticos y formadores de opinión ávidos de emociones fuertes se ha lanzado a explorar el ámbito europeo, en general, y el español, en particular, con el encomiable propósito de desenmascarar a la extrema derecha que nos amenaza.

Lamentablemente, sus prejuicios los empujan en una dirección equivocada, y cierran los ojos al hecho de que ellos son los instrumentos predilectos de esa extrema derecha, de la que, a veces, incluso forman parte sin saberlo. O sabiéndolo.

Todo empieza por la confusión, premeditadamente implantada, con fines intimidatorios, acerca de lo que se ha de entender por extrema derecha. Así como el senador estadounidense Joseph MacCarthy podía denunciar a los generales Dwight Eisenhower y George Marshall, acusándolos de comunistas, los macartistas de izquierda pueden asestar a su antojo el rótulo de extremista de derecha o, en plan chabacano, de "facha". Fernando Savater fue categórico: "La ultraderecha no puede ser todo aquello con lo que no estamos de acuerdo." Y agregó que observaba actitudes "claramente ultraderechistas en comportamientos avalados por quienes se dicen avanzados o de izquierdas". Volveré más adelante a esta cuestión, para referirme concretamente a España.

Los matices importan

Un análisis desapasionado de los partidos que componen la derecha europea catalogada como extrema revela marcadas diferencias entre ellos. Sólo una simplificación maniqueísta puede colocar en la misma casilla al Frente Nacional francés, la Liga Norte italiana, el Partido de la Libertad holandés, el Vlaams Belang flamenco y los partidos populistas de los países nórdicos. Incluso los observadores más críticos reconocen que la mayoría de estos partidos no utilizan el discurso racista y agresivo que era típico de la ultraderecha europea de los años 1930, aunque atribuyen esta moderación a una hábil maniobra para atrapar incautos. Pero los matices importan, sobre todo cuando esos mismos observadores confiesan que existen cada vez más similitudes entre los programas de los partidos tradicionales conservadores, liberales y socialistas y los de estos presuntos ultraderechistas. La reacción ante el fundamentalismo islámico y la inmigración ilegal ya no es necesariamente reaccionaria, sino que está relacionada, más bien, con la supervivencia, en condiciones de seguridad, de nuestras sociedades abiertas y democráticas.

Naturalmente, la progresía beligerante que comulga con los dogmas del multiculturalismo y los papeles para todos asiste azorada a esta realidad, y por ello tiende a equiparar a los partidos tradicionales con sus nuevos competidores, agrupándolos todos dentro del Sistema, contra el que se revuelve muy cabreada. El tiempo dirá hasta qué punto Marine Le Pen está dispuesta a modernizar el Frente Nacional, purgándolo de los exabruptos troglodíticos de su padre, pero lo evidente es que si hay un modelo en el que esta nueva derecha debería fijar su atención, para diplomarse de civilizada, es el Partido de la Libertad holandés, de Geert Wilders.

Sentenciada a muerte

En mi artículo "Las verdades no son racistas" intenté explicar que el choque con las ramificaciones yihadistas, salafistas y talibanes, y muchas otras de signo tribal, que nacen del tronco musulmán pertenece al campo de los conflictos entre religiones, y no se lo puede descalificar como producto del racismo o la xenofobia. No es por racismo o xenofobia que los fundamentalistas islámicos matan a coptos o a otros cristianos, o incluso se masacran entre ellos. Lo hacen movidos por el fanatismo religioso. La primera víctima holandesa de este fanatismo fue el político Pim Fortuyn, quien fundó un partido para combatir la intolerancia de los islamistas que lo difamaban por su condición de homosexual y que terminó asesinado en oscuras circunstancias. Es precisamente la defensa que Geert Wilders y el Partido de la Libertad hacen de los derechos de los homosexuales y las mujeres, exigiendo que se prohíban en territorio neerlandés las prácticas represivas y discriminatorias de la sharia, lo que desenmascara a los embaucadores que los tildan de ultraderechistas. "Sólo soy intolerante con los intolerantes", afirma Wilders, quien prepara la segunda parte de Fitna, el cortometraje de 2008 donde calificaba al islam de ideología violenta.

Otra víctima holandesa de los yihadistas fue el director de cine Theo van Gogh, apuñalado hasta la muerte por haber filmado una película que denunciaba la opresión de la mujer bajo el islam. La autora del guión fue la somalí Ayaan Hirsi Ali, asilada en Holanda, donde llegó a ser parlamentaria –pero después, tras ser amenazada de muerte por sus ex correligionarios y sentirse desamparada por sus nuevos compatriotas, tuvo que refugiarse en Estados Unidos–. Cuando le comentan a Ali que algunos políticos la critican por haberse desplazado hacia postulados propios de la derecha, ella responde:

La izquierda, salvo honrosas excepciones, se ha convertido en un sector reaccionario (...) ¿Es progresista defender una religión que es contraria a la vida, que trata a las mujeres peor que a animales domésticos, amenaza la vida de los homosexuales y no separa Iglesia y Estado? ¿Eso es progresista? ¡No, eso es reaccionario!

Un país mítico

Y ya estamos de vuelta en España. En franca oposición a lo dicho por Savater ("La ultraderecha no puede ser todo aquello con lo que no estamos de acuerdo"), Josep Ramoneda es categórico en El País: "Si en España no hay un partido explícitamente de extrema derecha es porque no hace falta: ya existe el PP para cobijarla".

En una sociedad plural y abierta, no hay nada más normal que la confrontación de ideas y el empleo de todos los recursos dialécticos para imponer las propias por encima de las del adversario. Pero la realidad es dura, y desbarata los argumentos que chocan con ella y descansan sobre quimeras. "Estas nuevas derechas extremas –escribe Lluís Bassets en el mismo periódico el mismo día tienen todas ellas un curioso punto en común: son muy nacionales y nacionalistas". Todas ellas, sí, pero sobre todo las dos más virulentas, agresivas y excluyentes: el protonazi Vlaams Belang flamenco y la Liga Norte del esperpéntico Umberto Bossi, que tienen otro curioso punto en común con los nacionalismos vasco y catalán: los cuatro son secesionistas. Bossi ha inventado un país mítico, la Padania, y recoge el agua del río Po como si fuera milagrosa. El PNV ostenta el lema "Dios y la Ley Vieja" y sus lendakaris, cuando los tiene, recitan: "Ante Dios humillado, en pie sobre la tierra vasca, en recuerdo de los antepasados, bajo el árbol de Guernica, ante vosotros, representantes del pueblo, juro desempeñar fielmente mi cargo". Muy parecido al juramento que Jean-Marie Le Pen prestaba todos los años frente a la estatua ecuestre de Juana de Arco en París. Y a las arcaicas peregrinaciones ceremoniales de los separatistas catalanes al Canigó, a la Pica d'Estats, al pino de las tres ramas y a Montserrat, adonde Heinrich Himmler fue en busca del Santo Grial.

Convertido al secesionismo

Esta es una buena pista para que el cazador de derechas extremas, Josep Ramoneda, no se deje encandilar por el PP y se atreva a hurgar en su entorno más próximo. Aunque si lo hiciera tampoco descubriría nada nuevo para él, porque en sus tiempos de crítico riguroso del nacionalismo pujolista, o sea antes de su conversión al secesionismo, tenía muy buena vista para detectar las entrañas reaccionarias de aquel régimen, y también tenía valor para sacarlas a relucir. Por ejemplo, denunciaba en La Vanguardia (6/11/1990):

El manual de recatalanización para uso convergente que ha pasado de los despachos del partido gobernante a los medios de comunicación es un episodio más del uso político de ideas abstractas para lanzarse con toda impunidad a la conquista de la sociedad civil (...) La realidad es que bajo el palio sonrosado de la luz nacionalista aparece una estrategia fundada en la discriminación, el control y la vigilancia, mucho más allá de lo que son los ámbitos naturales de la acción democrática. Se recluta un ejército de gente nacionalista al que se encargan tareas tan diversas como controlar instituciones financieras, copar puestos de responsabilidad en universidades y medios de comunicación, velar por la composición de los tribunales de oposición, en fin, educar al país conforme al trabajo bien hecho, a los valores cristianos, a las raíces y, por supuesto, a sentirse más europeos, lo que de acuerdo con el repetitivo discurso convergente constituye el espíritu catalán. Cuando a los pueblos se les descubre espíritu, ya se sabe que todo está permitido en su nombre.

Y en marzo de 2001 Ramoneda escribía, en el contexto de unos desplantes xenófobos de Marta Ferrusola y Heribert Barrera:

El discurso xenófobo se siente amparado por una cultura política que ha hecho de los lugares comunes indiscutibles e indiscutidos del nacionalismo sus pilares. Y que ha hecho de la paranoia del enemigo exterior un referente ideológico reiterado. Todavía a estas alturas, a la señora Ferrusola el que habla castellano le sigue pareciendo sospechoso. Y que un inmigrante lo balbucee, un motivo de desconfianza. En el fondo lo que delata este episodio es la enorme pereza de este país de enfrentarse con la realidad. De momento, la inmigración ya ha provocado un beneficio no esperado: que algunas miserias de este país se pusieran de manifiesto.

Una verdad como un pino, pero incompleta. Uno de los fenómenos que más me desconcertaron al tomar contacto con la sociedad catalana fue la naturalidad con que se utilizaba la palabra inmigrante para designar al conciudadano español llegado de Murcia, Galicia, Extremadura o Andalucía. En el lenguaje corriente era siempre el otro, el extranjero, el intruso. Con la salvedad de que cuando se discrimina de esa manera al connacional, trocándolo en foráneo, se practica la endofobia, la fobia al de dentro, mucho peor, si cabe, que la xenofobia, la fobia al de fuera. ¿Cómo reaccionaría un catalán si a Josep Maria Flotats, a Angels Barceló, a Mercedes Milá, a Albert Boadella, a Carles Francino y a la multitud de catalanes que sobresalen en Madrid como científicos, catedráticos, empresarios, artistas, deportistas o profesionales los catalogaran como inmigrantes? Semejante despropósito es inimaginable.

La Arcadia austracista

El secesionismo está anclado en la mitificación e idealización de tiempos pretéritos, casi siempre imaginarios: otro rasgo distintivo de la extrema derecha, que el cazador de peperos debería desenmascarar en su propio bando antes de ir a buscar la paja en el ojo ajeno. Cuando La Vanguardia pidió a Artur Mas, lo mismo que a otros políticos catalanes, que se fotografiara, durante los Carnavales de 2001, con el disfraz que mejor reflejara su personalidad, el resultado fue un estrambótico y ensoberbecido Sant Jordi, enfundado en una cota de malla de 25 kilos, lanza en ristre, pisoteando a un ridículo híbrido de lagartija y dragón de utilería (v. suplemento "Vivir" del 25 de febrero de ese año). Mas explicó que había elegido a aquel héroe porque tenía "gran voluntad y coraje para superar dificultades, era persona conocida por su generosidad hacia los demás, un hombre, vaya, un santo, que además repartía riqueza. Y porque es un símbolo de catalanidad". Lástima que la Iglesia Católica borró al tal Jordi del santoral porque nunca existió.

El retorno al pasado adquirió contornos épicos en el cenit de la fiebre secesionista. Pilar Rahola se jacta un día sí y otro también de hablar una lengua milenaria, cuando los griegos canjearían, sin hacer tantos aspavientos, la de su Estado en bancarrota, mucho más milenaria, por la cancelación de su deuda; Enric Juliana vive sin vivir entre el Imperio Carolingio y la Liga Hanseática; y todo el entramado nacionalista añora la Arcadia autracista anterior a 1714. Todo muy moderno, en el mejor estilo de Umberto Bossi y sus liguistas. Entre todas las extremas derechas posibles, nos ha tocado en suerte la más anacrónica.

Sólo cabe esperar que un PP consolidado en el centroderecha liberal, una socialdemocracia depurada de las toxinas zapateristas y un autonomismo civilizado y dirigido por su corriente democristiana compitan entre ellos para devolvernos al mundo occidental del siglo XXI.

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