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El Estado contra la Sanidad

Jack tenía un tumor cerebral. Después de ser paseado por distintos hospitales, y tras dos meses de espera, finalmente consigue ser diagnosticado. El tumor es maligno, y grande, difícil de operar. A pesar de ser un caso de la mayor prioridad, y de haber pagado el seguro puntualmente durante toda la vida, debe esperar más de un mes para recibir tratamiento por radiación. El médico reconoce que es inaceptable, pero no puede hacer nada. Nuestro paciente, desesperado, sale del país en busca de una solución. Consigue un préstamo de unos 33.000 dólares y logra ser intervenido en un hospital alemán. Todo sale bien, aunque los médicos le dicen que no hubiera sobrevivido otro mes sin cirugía.

Elías tiene cuatro años. Es sordo de nacimiento. Su seguro sólo le ofrece el implante para un oído, pese a que lo necesita en los dos para oír correctamente. Sus padres han pagado al seguro, lo cual ha servido para solucionar los problemas de otros. Aun así, piden pagar por el otro implante, pero, extrañamente, el asegurador se niega. Elías quizá nunca oiga correctamente.

Cualquiera de estas dos historias podría terminar convirtiéndose en una lacrimógena película sobre la maldad del capitalismo y de los seguros privados en Estados Unidos. Intervendría un valiente abogado que desafiaría al sistema y lograría obtener una jugosa indemnización. Pero estamos hablando de la sanidad pública sueca[1], ese país cuya socialdemocracia es poco menos que perfecta. Por lo tanto, no pueden ser más que casos aislados que no afectan a la bondad natural del sistema. ¿O no? En este artículo veremos que son consecuencias inevitables del control estatal sobre la sanidad.

La sanidad es uno de los sectores donde se pueden observar mayor variedad de intervenciones estatales. La sanidad estatal pura sería la realizada en hospitales públicos por médicos funcionarios, que recetarían tratamientos y medicinas pagados por el Estado; no cabe la posibilidad legal de pagar para acudir a un sistema privado alternativo. En la sanidad privada pura, en cambio, no habría intervención alguna de los gobernantes. Pacientes y médicos acordarían los honorarios directamente o a través de seguros, y las medicinas serían pagadas en su totalidad por el paciente.

Mientras que existen casos como el primero, para observar el funcionamiento del segundo tenemos que remontarnos a siglos pasados. No obstante, lo normal en los países desarrollados es que la sanidad sea mixta, como sucede en España, donde existe un mercado para las medicinas, aunque regulado y con precios controlados, y una sanidad estatal que, no obstante, puede ser complementada por un seguro privado, pagado aparte. Cada una de las intervenciones del Estado en nuestra salud tiene repercusiones distintas, por eso deben tratarse por separado.

Consecuencias de la gratuidad

Cuando un tercero nos paga las cosas tendemos a ser un poco más indulgentes con los gastos. Las necesidades de un ser humano son infinitas. Cuando hemos satisfecho las más perentorias buscamos procurarnos las que lo son algo menos. Sin embargo, si somos nosotros los que pagamos habrá un momento en que lo que nos cuesta esa nueva necesidad no nos compense. Tal restricción desaparece cuando es otro quien corre con la cuenta.

Eso también se aplica a los servicios sanitarios. Podría parecer que existe siempre una cantidad más o menos fija de demanda de los mismos. Al fin y al cabo, todos necesitamos ir al médico si nos rompemos la pierna, o si tenemos el codo al doble de su tamaño habitual. Pero no todos acudimos cuando nos duele la barriga. Es sabido que los aprensivos crónicos o los desocupados con molestias menores acuden reiteradamente a los consultorios más para que los escuchen y apoyen que para recibir atención médica. Si la visita nos costara algo más que el tiempo empleado, es más probable que el tiempo de médicos y enfermeras, un bien escaso, se emplease en los problemas más graves. La introducción del pago de un euro por visita en la sanidad estatal alemana ha reducido el número de las mismas de 550 a 500 millones al año[2].

Además, al ser el coste independiente de nuestro modo de vida estamos promoviendo las conductas de riesgo. Si cada uno tuviera que pagarse las fracturas y lesiones, seguramente tendríamos menos aficionados al esquí. Actualmente, una monja de clausura se ve obligada a subvencionar a un joven pendonzuelo amante de todos los placeres al que hay que tratar por borracheras, adicción a las drogas, exceso de colesterol o incluso, si tiene mala suerte, sida. Y aunque la monja, sin duda, lo haría de mil amores, le privamos de ejercer su solidaridad con el joven al forzarla a pagar, pues no es virtud lo que se hace obligado.

Introducir diversas formas de copago en la sanidad española ha sido siempre un tema tabú, pues atentaría contra la "equidad del sistema", aunque es difícil hablar de equidad con ejemplos como los que acabamos de ver. Uno de los problemas de ese argumento es que, si no procede a un racionamiento mediante la introducción de precios, se termina cayendo en un racionamiento de otro tipo: un descenso en la calidad de la atención, algo posiblemente más injusto aún.

La más clara muestra de esa baja calidad son las listas de espera, el mayor problema del sistema sanitario estatal para los españoles, a tenor de lo que se recoge en encuestas del CIS. Según el Defensor del Pueblo[3], en algunas comunidades autónomas hay que esperar más de un año para poder someterse a algunas pruebas, aunque la media se sitúa en seis meses, tanto para pruebas diagnósticas como para intervenciones quirúrgicas. Con el agravante de que, en ocasiones, las pruebas deben repetirse porque ha transcurrido demasiado tiempo entre su realización y la operación. Y esto sin contar con la práctica, bastante extendida, de reducir las estadísticas oficiales recurriendo al viejo truco del "ya le llamaremos". Es cuando por fin se llama al paciente para comunicarle la fecha de la cita cuando empieza a contar oficialmente el tiempo que éste ha padecido la lista de espera. Aunque haya esperado durante meses la llamada.

Esto no es un problema que se dé sólo en España. En algunos países, como Gran Bretaña, que tienen un menor porcentaje de gasto privado en sanidad, la situación es aún peor. Uno de cada cuatro pacientes con problemas cardíacos muere mientras espera recibir tratamiento; a uno de cada cinco se le convierte en incurable el cáncer de pulmón durante la espera[4]. En Canadá, algún paciente ha llegado a ofrecer dinero por comprar a otro su puesto en la lista[5].

Las listas de espera, por otro lado, no son más que el síntoma de un exceso de trabajo para los profesionales del sector. Algunos médicos han formado la llamada Plataforma 10 Minutos[6], en la que piden poder disponer de ese tiempo de media en la atención a sus pacientes. Sin embargo, la situación previsiblemente empeorará con el tiempo, según aumente el envejecimiento de la población.

Además de todas las incomodidades y la pérdida de calidad de vida que supone convivir con la enfermedad mientras se espera tratamiento, las listas de espera pueden tener como consecuencia muertes que podrían haberse evitado. Por ejemplo, en la primavera del año 2000 algunos centros catalanes denunciaron que sus pacientes morían esperando una intervención de cirugía cardiaca. El doctor Alejandro Arís, que fue el primero en denunciarlo, aseguró entonces que la situación en su hospital "no es un caso aislado, y no es distinta de la mayoría de los hospitales españoles"[7].

Otra forma de racionamiento es la de desviar pacientes "por debajo de la mesa" a la sanidad privada, especialmente los que tienen aquellas dolencias que más pueden agravarse por el paso del tiempo. No es una práctica muy escrupulosa, moralmente hablando; pero, aunque sujeta a los abusos de médicos que así cobrarán más, en muchos casos es la única manera que tienen los pacientes de ser correcta y rápidamente atendidos. Hasta cierto punto, esta costumbre no es más que una variación particular de la aparición del mercado negro que siempre conlleva el excesivo control del Estado sobre un sector de la economía.

En esto, España no está sola. En países como China o Cuba es normal que los pacientes con más posibles pasen a una suerte de "puerta trasera", un sistema privado que allí es completamente ilegal pero donde los mismos médicos que les maltratan en el sistema estatal y obligatorio, ahora sí, les cuidan.

De ahí que resulte ridículo que, para solucionarlo, nuestros ínclitos comunistas[8] deseen endurecer la ley de incompatibilidades, a fin de que ningún médico de la Seguridad Social pueda tener relación alguna con la sanidad privada y, por tanto, se lucre con el desvío de pacientes hacia ésta. Cuando se ha intentado antes, lo que se ha obtenido ha sido una fuga de los mejores médicos del sistema sanitario estatal, otra merma de calidad debida a una nueva intervención del Estado en la salud. Y sin lograr, por supuesto, que la práctica siga existiendo, aunque se oculte más y se haga más onerosa para el paciente.

Control de precios en las medicinas

Un reciente estudio muestra que los controles de precios sobre las medicinas en los países de la Unión Europea provocan un mínimo de 38 muertes diarias debido tan sólo a una parte de las consecuencias de algo llamado "comercio paralelo"[9] de medicamentos, que en breve veremos qué demonios es. Esto puede resultar chocante a primera vista, pero los economistas saben que los precios no son algo arbitrario, sino señales que expresan multitud de variables, muchas de ellas desconocidas. Vamos a ver cuál es el proceso que lleva a la creación de un nuevo fármaco, para ver si descubrimos algunas.

El descubrimiento de un medicamento conlleva, primero, una enorme cantidad de ensayos, la mayoría de los cuales acaba en el error, hasta lograr dar con una droga efectiva, asequible y que no presente efectos secundarios graves. Un ejecutivo de Pfizer aseguró que de los 5.000 fármacos potenciales que prueban sólo media docena comienza los ensayos clínicos[10]. Es, por lo demás, impredecible saber cuántos pasarán dichas pruebas y ser comercializados.

Parece, por tanto, evidente que los precios de las medicinas deberán reflejar los costes de esos intentos fallidos, además del que ha tenido éxito. Y, puesto que la superación de los ensayos clínicos establecidos por los distintos países es un proceso largo y caro, el importe del mismo también habrá de ser incluido. En 1990, el coste total de llevar al mercado un fármaco significativo era de 500 millones de dólares[11]; sin duda, la factura ha subido desde entonces.

Si se imponen precios máximos a los medicamentos, una parte de esos costes no se reflejará en los precios. A corto plazo no habrá consecuencias negativas aparentes. Al fin y al cabo, dado que los costes ya han tenido lugar, a las compañías les interesa vender todo lo posible y plegarse a las condiciones que les imponen. Pero sí afecta a las estimaciones que se hacen sobre el futuro. Inventar nuevos medicamentos ya no resulta tan rentable, por lo que se invertirá menos, especialmente en los que curen o alivien enfermedades graves, que son los más propicios al recorte.

Así, mientras se empieza a comercializar el Viagra se reduce el número de nuevos antibióticos[12]. Desde que Ian Fleming descubriera la penicilina, estamos en una carrera contra las bacterias consistente en que éstas adquieren resistencia a los antibióticos conocidos mientras nosotros procuramos tener algunos nuevos para atacar a las resistentes a los antiguos. Puede que en unos años perdamos, por primera vez, esa carrera, debido a los incentivos perversos creados por la política de precios máximos. El profesor Hugh McGavock considera que, en ese caso, la mayor parte de las operaciones quirúrgicas tendrían que ser suspendidas[13].

Como ninguno de nosotros está acostumbrado a pensar en todas estas cosas, los políticos aprovechan para bajar el gasto sanitario inmediato de los sistemas públicos imponiendo precios máximos a los medicamentos. Como el coste de fabricar las pastillas suele ser escandalosamente más bajo que el precio que se paga por ellas, existe un gran campo para explotar la demagogia. Sin duda, el caso más exagerado de dicha propaganda es la campaña por eliminar los derechos que las patentes otorgan a algunas compañías farmacéuticas sobre las medicinas que permiten tratar el sida.

Los activistas intentan crear la imagen de que dichas drogas están ahí como por arte de magia, y que la "Gran Farma" (no hay demagogia más efectiva que unir un montón de empresas en una única, fantasmagórica y malvada megacorporación) estaría condenando a millones de personas a la muerte por hacer beneficios mediante la imposición de precios más altos de los que la mayoría puede pagar. Sin embargo, en África sólo está patentado el 21'6% de los tratamientos antirretrovirales (muy por encima, eso sí, del 1'4% de media de la lista de medicinas imprescindibles de la OMS), por no hablar de que muchas empresas han reducido su precio enormemente; y la OMS reconoce que se dispone de tratamientos que cuestan un dólar al día o menos[14]. Existen otros problemas de mucho mayor calado, como la ausencia de la infraestructura, que damos por sentada en el mundo occidental, para distribuir, almacenar y entregar las medicinas. En Nigeria, por ejemplo, se importaron tratamientos antrirretrovirales desde la India sin pagar patentes de ningún tipo, y sólo un 10% llegó a los pacientes, mientras los demás caducaban en los almacenes[15].

Dentro de los países desarrollados, el problema es sin duda menor, pero también existe. Al fin y al cabo, aun con precios máximos, seguimos pagando parte de los costes de investigación y desarrollo de los fármacos. Sin embargo, el interés en investigar nuevos medicamentos en el continente que descubrió la aspirina se ha reducido ante la menor posibilidad de obtener beneficios. Durante los últimos 25 años, el gasto de la industria farmacéutica europea en investigación y desarrollo de nuevos productos ha pasado del 32 al 22% del total mundial[16].

Por otro lado, las empresas deciden retrasar la venta de nuevos medicamentos en los mercados europeos ante la posibilidad de que el comercio paralelo, la compra de medicamentos en países con precios máximos y su venta en mercados libres o con precios máximos más altos arruine su negocio. Este tipo de comercio ya representa el 5% del mercado europeo total, y se estima que afecta a las ventas por un valor de 4.500 millones de euros al año (al precio de venta al público), según cálculos para 2002[17]. Existen otras consecuencias inmediatas de dicho comercio paralelo, como el uso inadecuado de medicinas con prospectos en otro idioma o, directamente, el fraude derivado de la venta de falsos fármacos.

Aunque el control de precios haya frenado la investigación en gran parte de Europa, no lo ha hecho allí donde aquellos son libres, como Estados Unidos, Suiza y Gran Bretaña. Sin embargo, se da la inmoralidad de que los enfermos de dichos países deben pagar más por sus fármacos para costear la parte de investigación y desarrollo que sus hermanos europeos no apoquinan. Aún está por hacer el estudio que calcule cuántas muertes se producen en esos países debido a nuestro egoísmo.

La necesidad de reducir el gasto farmacéutico en los sistemas públicos de salud ha llevado a tomar otras medidas perniciosas, como la prohibición de la publicidad de las medicinas para las que se precise receta. Aunque aparentemente inocente, ya que no parece necesario que los pacientes estén informados si ya lo están los médicos, entre los objetivos de esta política está mantener en la ignorancia al público general de los últimos avances, para evitar tener que costearlos, como demuestra el que la directiva 2001/83/EC de la Unión Europea indique explícitamente que esa prohibición se aplique a "productos medicinales cuyo coste pudiera ser reembolsado" por los estados miembros[18].

No es una prohibición de importancia menor. Se calcula que alrededor de la mitad de los pacientes con problemas vasculares que podrían salvar la vida con estatinas muere sin acceder a estas medicinas por mero desconocimiento de su existencia. Y eso significa alrededor de 65.000 fallecimientos al año[19].

Proceso de aprobación

Para que un fármaco pueda comprarse en la farmacia, antes el Estado debe certificar que sirve para lo que dice que sirve y que no te mata cuando lo ingieres, así como fijar su precio final. Las competencias en este proceso se las reparten la Unión Europea, el Ministerio de Sanidad y las comunidades autónomas. Algo parecido sucede en los demás países europeos, lo que significa que los medicamentos tardan una media de 18 meses más en llegar a las farmacias que en EEUU.

Eso no significa que en Estados Unidos las cosas sean de color de rosa. Si bien es cierto que cuantos más años necesiten los ensayos clínicos para completarse, y más pacientes formen parte de ellos, más seguro y efectivo será el fármaco, también habrá más personas que sufran más de lo debido, y quizá mueran antes de que concluya el proceso. Por ejemplo, si un fármaco necesita ser probado en un ensayo que compruebe su efectividad contra un placebo en un conjunto de 30.000 pacientes –algo que podría parecer razonable–, dicho medicamento necesitará ocho años para completar la prueba. Mientras tanto, pacientes que podrían ser tratados tienen que emplear fármacos más antiguos y menos eficaces. El 75% de los oncólogos estadounidenses piensa que el proceso es ya demasiado largo[20].

No se trata de decidir si los medicamentos han de ser fiables o no, porque la seguridad y la fiabilidad completas son inalcanzables para la ciencia médica. Se trata de cuánta seguridad estamos dispuestos a conseguir, a cambio de cuánto sufrimiento y vidas humanas. No hay solución a este dilema. Hay que escoger un punto intermedio. Y no parece que los incentivos a que están sometidos los legisladores, los medios de comunicación y la opinión pública estén equilibrados.

Si un millar de niños muere por los efectos secundarios de una medicina que no había sido suficientemente probada, los medios sacarán cientos de noticias y reportajes sobre estos niños y clamarán venganza contra los funcionarios que permitieron que semejante veneno saliera al mercado. Sin embargo, si 10.000 niños mueren mientras el medicamento que podría salvarlos está en el proceso de aprobación, sus muertes difícilmente saldrán en los periódicos y nadie considerará que podrían haber sido evitadas.

Puestos en esa tesitura, no es raro que el proceso de aprobación se haya ido endureciendo durante los años. Una de las consecuencias más absurdas es que medicinas aprobadas y usadas durante años en Estados Unidos no se puedan vender en Europa por no haber pasado por nuestras pruebas. Y viceversa. ¿Cuánto sufrimiento habrá provocado esta burocracia? Seguramente nunca lo sabremos.

Falta de competencia

Estamos acostumbrados a ver de qué manera la falta de competencia en algunos sectores, como la energía o las telecomunicaciones, afecta negativamente al consumidor. Sin embargo, no solemos aplicar la misma observación a muchos monopolios públicos, como sin duda es la sanidad en España. Porque aunque haya seguros privados, como sus usuarios están obligados a pagar además la Seguridad Social, se da un monopolio estatal de facto.

Los monopolios conllevan ciertas consecuencias. Una de ellas es la ineficiencia, es decir, la pérdida de la necesidad constante de dar más por menos si no queremos perder a nuestros clientes. Así, no es extraño que la sanidad sea uno de los campos en que más cuesta introducir sistemas informáticos que ayuden a reducir gastos, sólo superado por monopolios estatales como la justicia. No es algo tan baladí como pudiera parecer. Unos sistemas de información adecuados podrían facilitar el diagnóstico y reducir los gastos corrientes. Esos ahorros se traducen en la posibilidad de destinar mayores recursos a cosas más importantes, como salvar vidas. Técnicamente, es perfectamente posible que los pacientes dispongan de su historia clínica grabada en un CD Rom, en el que se incluyan los resultados de sus análisis y sus radiografías digitalizadas, o que los hospitales puedan intercambiar tal información a través de internet. También podría utilizarse la Red para realizar pequeñas consultas o pedir cita[21], así como para mejorar la atención en los pueblos por medio de la telemedicina. Cosas como éstas se han experimentado, en cambio, en centros privados[22].

Por la misma razón, es normal que se produzcan el clásico "vuelva usted mañana" y la elevación a los altares de la burocracia, por encima del paciente. Los ejemplos son habituales, y casi cada familia tiene su historia al respecto. Por poner uno, en una carta al director de un periódico[23] se denunciaba el periplo de una embarazada con contracciones, que era llevada de hospital en hospital, sin ser atendida, hasta que finalmente rompió aguas y la tuvieron que asistir; aunque, eso sí, demasiado tarde para que se le pudiera poner la epidural. En Canadá, un joven de 21 años no llegó a los 22 porque olvidó llevar su tarjeta sanitaria al hospital donde fue a quejarse de un dolor abdominal. Murió de peritonitis[24]. Él y su familia habían pagado sus impuestos toda la vida, y, por supuesto, sus datos estaban en las bases de datos del sistema estatal de salud. Pero era un sistema estatal de salud.

Esa falta de competencia se hace más patente con las desigualdades territoriales. Hablando claro: pese a la celebrada equidad de un sistema estatal de salud, las posibilidades de morir siguen dependiendo mucho del lugar donde el paciente sea atendido. Las tasas más elevadas para varias causas de muerte se dan en el sur de la Península, produciéndose diferencias entre provincias en algunas enfermedades del orden de 12 a 1 (una vez eliminados los menores de 65 años para reducir la influencia de la edad de los pacientes en la estadística)[25]. Quizá conscientes de todo ello, los españoles creen, en un 78%, que aumentar la capacidad de elección de los pacientes sobre médicos y hospitales mejorará la sanidad[26], al introducir más competencia.

Otra consecuencia grave de esta situación monopólica es la arbitrariedad en los servicios cubiertos. En España, por ejemplo, no se cubren los tratamientos de fertilidad, pero sí, en algunas autonomías, los cambios de sexo. Las razones que llevan a tales desigualdades nunca son del todo explicables, pero seguramente respondan a la necesidad política de disponer de buenos titulares.

Posiblemente, el caso más paradigmático de abandono sea la salud mental. Durante las décadas de los 70 y los 80 se impuso la llamada "reforma psiquiátrica", que, en resumen, suponía la consideración de que los enfermos tenían la posibilidad de llevar una vida normal fuera de los manicomios. Sin embargo, el cierre de esos centros, un ahorro considerable, es calificado por Jesús de la Gándara, jefe del Servicio de Psiquiatría del Hospital Divino Vallés (Burgos), como "algo hipócrita", pues siguen existiendo enfermos que necesitan hospitalizaciones prolongadas, ya que no tienen familiares que se hagan cargo de ellos[27].

Esto provoca que surjan constantemente asociaciones privadas que busquen ocupar los huecos que deja la sanidad estatal. Por ejemplo, la Fundación Íñigo Álvarez de Toledo dispone de centros de diálisis[28], asociaciones como Aspace costean tratamientos de logopedia, psicología infantil o estimulación precoz para niños con parálisis cerebral[29], y la Asociación Española Contra el Cáncer atiende a enfermos terminales de dicha enfermedad[30].

El sistema también padece de otro tipo de arbitrariedad, más relacionada aún con el carácter político del servicio. Un buen ejemplo es el uso del único helicóptero de urgencias de un hospital extremeño para atender a una ministra por la picadura de un insecto. Una atención desmesurada que, además, no sirvió de nada, pues cuando llegó el helicóptero ya se había puesto el remedio adecuado. Sin embargo, el mismo helicóptero del mismo hospital no fue considerado necesario cuando un anciano murió de un infarto mientras esperaba una ambulancia[31].

El precio de la sanidad estatal

Muchos piensan que el sistema sanitario estatal sale barato porque de sus nóminas se les extrae bien poco para este gasto, compartido además con otros servicios, como las pensiones o el seguro de desempleo. Pero esto es debido a que no se muestra la mayor parte del pago (un 83%), que, en un artificio legal, se decide que lo paga "la empresa", por lo que no aparece detallado en la nómina. Hay que recordar que, del mismo modo que cuando compramos gasolina no evaluamos qué parte de nuestro dinero paga la gasolina en sí y qué parte son impuestos, el empresario evalúa el coste completo de un trabajador a la hora de decidir si lo contrata o no. Y en ese coste está incluida la Seguridad Social, las retenciones del IRPF y el sueldo neto que finalmente llegue al bolsillo del empleado.

La suma de las dos partes en que se divide el pago a la Seguridad Social supone un 28'3% de lo que cobramos. Así pues, un trabajador que gane 600 euros netos en 14 pagas al año le cuesta a la empresa unos 1.000 euros mensuales, de los que 290 van a la Seguridad Social. Si examinamos los precios de los seguros privados vemos que podemos obtener una buena cobertura por entre 32 y 90 euros mensuales, dependiendo de nuestra edad y nuestro sexo. No hace falta, por tanto, ser un potentado para que salga a cuenta prescindir de la sanidad pública y cambiarla por una privada. Sobre todo si tenemos en cuenta que el sueldo medio en España duplica el ejemplo que hemos puesto.

El problema es que se nos obliga a pagar por el seguro privado y por el público, por lo que la mayoría de los españoles prefiere no destinar sus recursos a tal fin. En cambio, los funcionarios están asegurados por la Mutualidad General de Funcionarios Civiles del Estado (Muface), que les da la opción de escoger entre el estatal Sistema Nacional de Salud y una serie de seguros privados. El 85% prefiere un seguro privado, lo que además supone un gran ahorro al Estado, pues tan sólo paga a los aseguradores un 65% de lo que aportan los funcionarios para su seguro médico[32]. La sanidad estatal resulta, pues, de peor calidad y más cara, lo que se demuestra en cuanto nos dejan elegir.

Conclusiones

La mayor virtud de un sistema estatal de salud es que todos somos atendidos igual, con independencia de nuestros ingresos. Sin embargo, esta igualdad es siempre teórica. Si estuviese prohibida la sanidad privada, los más ricos tomarían un avión para ir a curarse a Suiza o a Estados Unidos. Con una sanidad privada complementaria, los funcionarios y parte de la clase media y media-alta no sufre las listas de espera ni la aglomeración de los hospitales. Además, esa igualdad que se reclama es la de la lotería. No hay dos médicos iguales ni dos hospitales idénticos, de modo que la suerte de cada paciente depende mucho de la suerte.

Si lo que se desea es que los más pobres no se vean desamparados, se les puede pagar, exclusivamente a ellos, los cuidados médicos. Contrariamente a lo que piensa la sabiduría popular, ayudada por los medios de comunicación, en Estados Unidos los menos pudientes están cubiertos por el sistema estatal Medicaid, y la mayoría de las personas sin seguro médico son jóvenes que consideran que no lo necesitan y que, en el peor de los casos, ya pagarán directamente los gastos médicos[33].

La sanidad estatal sufre algunos problemas que parecen ineludiblemente unidos a su mera existencia. Todos los países donde existe padecen de listas de espera, gastos innecesarios y arbitrariedad en los servicios que cubre. El intervencionismo en los medicamentos produce unas consecuencias indeseables que son independientes de la existencia de un sistema estatal de salud, pero partes de dicho intervencionismo, como el control de precios, son más probables en aquellos países donde la minuta se pague a través de los impuestos.

El sistema debe reformarse y estar más orientado al mercado, es decir, a las decisiones descentralizadas de los individuos y a la información real que sobre los costes de los tratamientos dan los precios libres. Se puede aducir que no todo se puede dejar al mercado, so pena de dejar sin cobertura sanitaria de ningún tipo a los que menos tienen. Pero, como ya hemos visto, cubrir ese riesgo no obliga en ningún caso a un sistema estatal y universal de salud.



[1] Göteborgs-Posten, ‘Operation i Tyskland räddade Jack’ (16-VI-2004); Expresen, ‘Vi kan inte släppa på den viktiga principen’ (11-III-2004).
[2] Pedro Schwartz, ‘El esfuerzo de Alemania’, 20-VII-2004 (http://www.schwartzmadrid.com).
[3] Oficina del Defensor del Pueblo, Informe de Listas de Espera en el Sistema Nacional de Salud (2002), página 219.
[4] Anthony Browne y Matthew Young, NHS reform: toward consensus. A report from the partnership for better health project, Adam Smith Institute, 2002.
[5] The Daily Courier, ‘Penticton man tries to buy better spot on waiting list’, 15-IX-2004.
[6] V. http://www.diezminutos.org.
[7] La Vanguardia, ‘Médicos de Bellvitge denuncian también la muerte de tres enfermos en lista de espera’, 19-V-2000.
[8] Programa electoral de Izquierda Unida para las elecciones generales de 2004, página 24.
[9] Stephen Pollard, Dr. Sean Gabb, Alberto Mingardi, The human cost of pharmaceutical price controls in Europe: a case for reform (http://www.cne.org/pub_pdf/2004_07_01_humancost.pdf).
[10] John Simmons, ‘The 10$ billion pill’, Fortune, 6-I-2003.
[11] Ian Senior, Paying for Medicines. Overseas models for Uk re-think, Adam Smith Institute.
[12] Roger Bate, ‘Antibiotics to fail in 10 years?’, Tech Central Station, 16-X-2003.
[13] BBC, ‘Antibiotics crisis looming’, 28-IX-2003.
[14] Dr. J.W. Lee, director general de la OMS, ‘Press conference on AIDS treatment global health emergency’, 22-IX-2003.
[15] United Nations Office for Humanitarian Affairs, Integrated Regional Information Network, Antiretroviral scheme Draws poor response, 6-VI-2002.
[16] Stephen Pollard, Dr. Sean Gabb, Alberto Mingardi, op. cit.
[17] European Federation of Pharmaceutical Industries and Associations, ‘Parallel trade of medicines’.
[18] Directiva 2001/83/EC, artículo 88.
[19] Per Wold-Olsen, ‘The customer revolution: The pharmaceutical industry and direct communication to patients and the public’, Eurohealth, invierno de 2002/2003, página 12.
[20] Roger Bate, ‘Risky Business’, Tech Central Station, 22-I-2002.
[21] Alejandra Rodríguez, ‘España no está preparada para afrontar los retos de la telemedicina’, El Mundo (Suplemento de Salud), 9-X-1999.
[22] El Mundo, ‘Barcelona estrena el primer hospital virtual avanzado de Europa’, 16-V-2003.
[23] Jesús Serrano Serrano, ‘De hospital en hospital’, ABC, 3-IX-2004, página 36.
[24] Mark Steyn, ‘Government health care is for sissies’, The Western Standard, 11-X-2004.
[25] Sespas, Informe 2004, página 79.
[26] Stockholm Network, ‘Impatient for change. European attitudes to healthcare reform’, página 157.
[27] Gema Reimúndez, ‘Las víctimas de una reforma inacabada’, Revista Economía de la Salud, nº 8 (sep-oct 2003).
[28] http://www.friat.es/cendia/cendia.htm.
[29] http://usuarios.lycos.es/fegoman/paralisis.htm.
[30] http://www.elmundo.es/elmundosalud/suplemento/1994/130/00522.html.
[31] Libertad Digital, ‘El PP extremeño pregunta quién ordenó que un helicóptero asistiera la picadura de Trujillo’, 1-IX-2004.
[32] Diario Médico, ‘Muface precisa incrementar sus fondos, según López Casasnovas’, 1-X-2001.
[33] El 55'4% de los jóvenes de entre 18 y 24 años disponen de algún tipo de seguro, por el 98'1% de los mayores de 65. Heather Boushey y Joseph Wright, ‘Health insurance data briefs #2: Health insurance coverage in the United States’, Center for Economic and Policy Research, 13-IV-2004.

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