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Enseñanza y libertad

Desde hace más de un siglo, probablemente desde los tiempos turbulentos de la revolución de 1868 y la Primera República, la enseñanza en España ha sido el centro de la lucha política. No es sólo que haya sido una cuestión relevante, incluso de primer orden. Es que la educación ha venido siendo desde entonces uno de los grandes asuntos en los que se han ventilado y dirimido actitudes y propuestas políticas de índole general.

En el fondo, se estaba planteando la naturaleza misma del estado y su función en el conjunto de la sociedad. Frente a una abstención relativa por parte del estado liberal decimonónico, respetuoso con tradiciones de libertad (como la libertad de cátedra), pero también modesto en sus ambiciones y nada proclive a un intervencionismo excesivo, surgen nuevas posiciones que dan al estado una importancia central en la difusión y la creación del saber. Encarnación de la racionalidad, el estado habrá de ser el máximo educador, el gran responsable del acceso de los individuos a la condición de ciudadanos.

No siempre están claros los límites de esta función de gran educador. Al contrario, una vez aceptada la idea de que el estado ha de encargarse de formar a la ciudadanía, ¿por qué no empezar a formar amigos y secuaces? Del estado educador al estado adoctrinador, y corruptor, no hay más que un paso que se da con facilidad y buena conciencia. Ocurrió con la enseñanza religiosa, tras su desmantelamiento en el siglo XIX, y con la Institución Libre de Enseñanza, fundada por Giner de los Ríos como la primera trinchera de una ofensiva contra la enseñanza clerical, en los primeros años de la Restauración. La Institución se dedicará luego a parasitar el estado para formar una élite a su medida (con instituciones tan sesgadas como la Junta para la Ampliación de Estudios) y termina preconizando, por boca de Fernando de los Ríos, el monopolio estatal de la enseñanza. Todo en nombre de la libertad...

Sin duda que hay muchas formas y muchos modos de defender la libertad de enseñanza. Hay una posición radical, de actualidad creciente en vista de la velocidad y diversidad de los canales de difusión de la información, que aboga por la supresión de la enseñanza pública. Cada uno, vienen a decir los partidarios de esta posición, aprende lo que quiere, como y cuando quiere. Nadie tiene derecho a imponerle una forma de educación a nadie. Más aún, cualquier intento en este sentido es inútil porque hoy en día la circulación de la información desborda todos los canales tradiciones de difusión del saber. La escuela pública se ha quedado pequeña, y lo mejor sería desmontar la red de enseñanza estatal, derrochadora y partidista.

Otras posiciones buscan la libertad por vías distintas. La enseñanza pública, según esto, es un instrumento insustituible para garantizar un mínimo de igualdad de oportunidades, requisito básico de cualquier sociedad libre. Pero para eso, habrá de cumplir unas exigencias mínimas que sólo se alcanzarán de aceptarse algunas de las normas que rigen el mercado: controles de calidad, capacidad de los padres para elegir escuela, formas de financiación que primen a los establecimientos que ofrecen mejor servicio, ayudas destinadas de verdad a quienes las necesitan y no orientadas a la compra de voluntades y votos.

Entre la supresión de la enseñanza pública y la defensa de ésta en nombre de la igualdad de oportunidades cabe un abanico muy amplio de posibilidades para una política educativa. Lo que resulta inadmisible es, en cambio, la situación actual de la enseñanza pública en España. El sistema que se ha venido construyendo desde la instauración de la democracia tiene dos características fundamentales. Por un lado, su completa ineficacia, como reconocen todos los implicados en el proceso educativo. El problema no atañe sólo a las asignaturas de humanidades, como puso de relieve la polémica sobre este asunto, sino al dominio de las ciencias o, más simplemente, al de la expresión verbal y escrita. Qué se puede esperar de un sistema educativo que en EGB (Educación General Básica) ofrece a los alumnos una asignatura optativa que se llama "Cultura general", o que da a los padres la oportunidad de hacer aprobar a sus hijos asignaturas que estos no dominan mediante la fórmula de la opción parental...

Si al menos la chapuza no saliera muy cara… pero el gasto educativo no ha dejado de crecer, como crece la autocomplacencia de unos responsables políticos dispuestos a derrochar cada vez más dinero público, detraído de los bolsillos de los contribuyentes, en una educación más y más degradada. Se gastan miles de millones en material inutilizable, se costean cursos y cursillos imposibles de rentabilizar y se emplean profesores para necesidades marginales.

La ineficacia conjugada con el derroche de recursos escasos merece una explicación. Siguiendo la tradición española que hace de la enseñanza uno de los ejes principales de la lucha política, en los últimos veinte años la escuela se ha convertido en un gigantesco dispositivo de adoctrinamiento. Lejos de cualquier aspiración a la neutralidad ideológica, lejos de cumplir una función universalizadora, el estado ha sido puesto al servicio de grupos que han hecho de él, en particular del sistema de enseñanza estatal, la fuente última de su legitimidad política.

El estado cedió a las Comunidades Autónomas (históricas o no, da igual) competencias en cuanto a los programas de enseñanza. Cuando el Ministerio de Educación, es decir el estado español, intentó recuperar lo que le correspondía de esas competencias, los socialistas, que habían redactado la ley que luego incumplieron, votaron en contra de restablecer la legalidad que ellos mismos habían promulgado. Esta abdicación revela que el sistema de enseñanza elaborado por los gobiernos del PSOE no es menos ideológico que el de los nacionalistas, aunque de otro modo. Lo que aquí es invención de una historia, una cultura y una nación, es en el sistema estatal transmisión de un difuso pero muy firme progresismo igualitario, que lo inunda todo, incluso las asignaturas de Ciencias, y se corresponde muy bien con las actitudes propiciadas por el sistema: irresponsabilidad, ausencia de emulación, autoindulgencia y descabezamiento de toda iniciativa individual.

El resultado, al fin y al cabo, ha sido la puesta en marcha de un doble sistema. Está la enseñanza pública, que adoctrina en la ignorancia, el igualitarismo y la irresponsabilidad a los hijos de quienes no pueden pagar una enseñanza privada... y la escuela privada, de calidad, a la que asisten, claro está, los hijos de los mismos que han puesto en marcha el sistema educativo (¿cuántos altos cargos de la etapa socialista llevan o han llevado a sus hijos a la escuela pública?). La coartada de la igualdad y la solidaridad oculta, como suele suceder, una voluntad de control férreo de la sociedad y el establecimiento de mecanismos feroces de injusticia. Al tiempo, se impregna todo de ideología mientras se hurtan a los individuos los instrumentos para pensar la realidad que es la suya.

Probablemente por eso ha acabado por encontrar tan buena acogida entre quienes, en un primer momento, parecían los más perjudicados. Y es que los responsables de las escuelas privadas, y en particular los más fuertes en España, que son los responsables de la enseñanza religiosa, no tienen por qué oponerse a un sistema que ha desmantelado una escuela pública de calidad y le proporciona, sin coste por su parte, una clientela amplísima. Y es que por grande que sea el sacrificio -doble, en rigor, por los impuestos y por el precio directo-, son muchos los padres dispuestos a costear una enseñanza un poco mejor que la compensatoria en la que ha acabado por convertirse la pública.

Una política educativa que siga la línea menos conflictiva elegirá sin duda el respeto por este consenso previo. ¿A qué meterse en más problemas, sobre todo cuando el único intento de empezar a desmontar el tinglado acabó en un muy sonado fracaso? El ejemplo ha cundido, y ya las voces críticas son una minoría marginal, temeraria. Ahora bien, en contra de lo que parecen pensar los nuevos centristas (pero como lo saben los de siempre) el sistema funciona irremediablemente a favor de quienes lo crearon. Es difícil clasificar en el espectro político valores como la responsabilidad y la libertad individual, pero está claro que no hay igualitarismos no socialistas, como no hay progresismos que no sean de izquierdas. Por eso, el empobrecimiento moral de la sociedad española y el anquilosamiento de su capacidad de crecer y generar riqueza serán también responsabilidad de quienes no han querido cambiar, aunque sea un poco, el guión. Sin contar con que a la hora de votar, los españoles, muy bien adoctrinados en una escuela que pagamos todos, no se creerán jamás que los nuevos centristas han dejado de ser de derechas.

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