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ECONOMÍA

No entienden el euro

Los mercados dieron repentinamente la espalda a España. El viejo esbirro que es Pepiño Blanco se ha quitado el disfraz de ministro de Fomento. Con certero instinto político, atribuyó la caída de la deuda pública y los valores españoles en las bolsas del mundo a una "conspiración bien orquestada" contra el euro y contra el presidente Zapatero.

Los mercados dieron repentinamente la espalda a España. El viejo esbirro que es Pepiño Blanco se ha quitado el disfraz de ministro de Fomento. Con certero instinto político, atribuyó la caída de la deuda pública y los valores españoles en las bolsas del mundo a una "conspiración bien orquestada" contra el euro y contra el presidente Zapatero.
¡Qué bálsamo para Zapatero oír que no tiene la culpa de nada y que todo se debe a una conspiración judeo-masónica! ¡Cuánta satisfacción, la de socialistas y sindicalistas, al descubrir que lo malo que se murmura de España en el FMI, la OCDE y los corrillos de Bruselas es un complot capitalista! Bien dijo el Dr. Johnson que el nacionalismo es el último refugio del rufián.

No entienden cómo funciona el euro. Cuando en 2008 España se adhirió a la nueva zona monetaria, todo fueron parabienes. Entrábamos en el club de los países serios. Contribuíamos a la construcción de una Europa mejor trabada. Evitaríamos los peligros de la inflación. Ya no necesitaríamos dolorosas devaluaciones. Ahora, el desconcierto es mayúsculo. Resulta que, para alcanzar la prosperidad y la estabilidad, rigen las mismas reglas de conducta con la peseta que con el euro.

Nada fundamental cambia cuando cambiamos de moneda. En el largo plazo, nunca conviene a la nación que el Estado se endeude en exceso, gaste imprudentemente, imponga pesados impuestos, hinche el número de sus empleados, con pesetas o con euros.

El euro es sobre todo una disciplina. Para entrar en esa zona monetaria los países tenían que cumplir cuatro condiciones estrictas: reducir el déficit público por debajo de una cifra equivalente al 3% del PIB, no endeudarse por encima del 60% del PIB, mantener bajos los tipos de interés y controlar la fluctuación del tipo de cambio durante dos años. Los miembros de la unión monetaria tenían además que firmar el Pacto de Crecimiento y Estabilidad (PCE), que les obligaba a contener el déficit por debajo de ese 3% y la deuda pública por debajo de ese 60%.

El PCE no era caprichoso. Su objeto era evitar que los miembros de la zona, especialmente los pequeños, aprovechasen la buena conducta de los demás para lanzarse a gastar y endeudarse sin control.

La ventaja de estar en el euro, si el banco que lo gobierna se comporta bien, es que la inflación no se desboca y los Estados, las empresas y los individuos pueden conseguir crédito a tipos más favorables que si acudieran solos y desarmados a los mercados financieros internacionales. Cuanto mayor sea la confianza de que un país deficitario vuelva pronto a las buenas prácticas, menor será el diferencial entre los tipos que se le cargan y los de Alemania (que es el serio de verdad). Pero la confianza de los mercados tiene la triste tendencia de quebrarse repentina y catastróficamente.

La falsedad de las estadísticas griegas disimuló durante algún tiempo el pozo sin fondo de la deuda contraída. Cundió la alarma de que Atenas no podría pagar los intereses y el capital debidos y que suspendería pagos. Su diferencial se disparó y los especuladores pusieron los ojos en otros países cuyas políticas auguraban una posible suspensión de pagos. Ya se sabe: los especuladores miran al futuro; los gobiernos manirrotos se consuelan diciendo que todo se arreglará mañana, en cuanto pase la crisis.

La gente olvida la semejanza entre el euro y el patrón oro. Hace dos siglos, las monedas nacionales tenían que mantener fijo su valor en oro. Un déficit prolongado de las cuentas exteriores desataba la especulación contra la moneda claudicante y la ponía en peligro de ser expulsada del sistema. El banco central tenía entonces que elevar los tipos de interés para contener el crédito y la excesiva actividad. Casi lo mismo ocurre con el sistema del euro, sólo que ahora los gobiernos de los países miembro no tienen el recurso de manejar el tipo de interés en su territorio. Tienen que tomar medidas directas en la economía nacional, so pena de ser expulsados de Eurolandia. Por doloroso que sea, tienen que volver al superávit presupuestario, reduciendo los impuestos y aún más el gasto. También tienen que reformar el marco institucional para favorecer la productividad y la capacidad de competir de empresas e individuos. Cuanto mejor aguanten la dureza de la restricción, como lo están haciendo los irlandeses, antes se restablecerá la confianza y volverán las aguas a su cauce.

La política necesaria será más ardua cuanto más fragmentada esté la economía de la nación en apuros. Bajo el patrón oro, la gente emigraba a América en tiempos de crisis. Hoy, las Autonomías protegen sus pequeños mercados y los trabajadores no quieren –o les es difícil– trasladarse en busca de empleo. Como Eurolandia no es una zona monetaria óptima, la disciplina local de adelgazamiento tendrá que ser más severa.

De las medidas que han tomado los gobiernos para combatir la crisis desatada en 2007, estaban justificadas las que buscaban evitar la congelación del sistema de pagos y la evaporación de los depósitos bancarios. En cambio, los estímulos obamescos, al estilo del Plan E, no han tenido efecto perceptible alguno sobre el empleo y la actividad.

Eran Pepiño y Zapatero los que creían que la capacidad de endeudamiento de España era inacabable. ¡Peste de keynesianos!


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