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Activismo liberal

A Sir Antony Fisher se debe el impulso y establecimiento, durante la segunda mitad del siglo XX, de una red de instituciones liberales encabezadas por el Institute of Economic Affairs y la Atlas Network –a través de la cual ayudó a establecer hasta otras ciento cincuenta instituciones en todo el mundo—. La acción filantrópica de Fisher nació para combatir el empeño político por planificar las necesidades sociales, por limitar las actuaciones libres de las personas mediante regulaciones, cercenando de esta forma su capacidad para expresar claramente al resto de la sociedad cuáles son sus preferencias, intereses, necesidades y anhelos.

La historia nos demuestra como los hitos de nuestro progreso social y económico se han sustanciado cuando el verdadero ámbito de decisiones de la sociedad se realizó en un libre intercambio de bienes, acciones y opiniones, es decir mediante un mercado abierto y competitivo; y ese progreso devino en exponencial allí donde los presupuestos de la democracia formal –1) todos pueden participar en el juego en condiciones de igualdad; 2) el juego se desarrolla en el campo de la sociedad política y 3) las decisiones se toman por votación de mayorías y minorías– hicieron prevalecer la competición de las ideas sobre el amistoso reparto de poder, sobre ese gentleman agreement que tiende a organizar en un círculo cerrado un simulacro de debate, que no es más que un menosprecio a todo espíritu democrático.

La sociedad civil. Un terreno de juego intervenido

Y sin embargo, cada vez más dominios de la vida social, política y económica son llevados hacia la institucionalización de estructuras controladas por las élites, manejadas tecnocráticamente y saturadas por las relaciones de dominación que aspiran al control de un rango cada vez mayor de actividades sociales que previamente estaban protegidas del escrutinio público por la tradición, por una esfera privada rígidamente definida o por garantías metasociales. Como recoge Alain Touraine en su Introduction to the Study of Social Movements:

El espacio público –Öffentlichkeit— rigurosamente limitado en una sociedad burguesa, fue ampliado hasta abarcar los problemas del trabajo de una sociedad industrial y ahora se difunde por todos los campos de la experiencia […] los principales problemas políticos hoy en día tratan directamente con la vida privada: la fecundación y el nacimiento, la reproducción y la sexualidad, la enfermedad y la muerte y, de manera diferente, el consumo de los medios de masas en los hogares […] La distancia entre la sociedad civil y el Estado está aumentando, en tanto que la separación entre la vida privada y la pública está desapareciendo.

Los cambiantes límites entre la vida pública, la privada y la social son terreno abonado para ese supuesto Estado modernizador que impone regulaciones económicas y ese Estado administrativo que, si no se le pone límite, alcanza con sus tentáculos a las organizaciones sociales y culturales –y por extensión a nuestro ámbito privado- tanto como lo hace en el orden económico. Por ello, siguiendo a Touraine, lo que está en juego no es simplemente la defensa y autonomía de la sociedad civil frente al Estado, sino en determinar qué clase de sociedad civil es la que debe defenderse. Circunscribir la causa de la libertad al eje diacrónico de la defensa de la sociedad frente al Estado, la convierte en una simple acción de contención frente a las antiguas y nuevas formas de dominación de los proyectos tecnocráticos y estatistas. Una acción de contención que deja intactas las relaciones de dominación –instauradas por la ausencia de democracia en sus instituciones— dentro de la sociedad civil que, como advierte Habermas, niegan las definiciones del papel del ciudadano.

La imposición de un limitado papel del ciudadano

La definición del ciudadano reposa, históricamente, en la capacidad de pasar del interés particular al interés general. Cada uno de nosotros desea su bien privado; pero todos somos capaces, aunque sea un paso difícil, de querer el bien general o común, ampliando así la visión. Pero esa apertura de miras, más allá de ser moral o normativa, es también natural, porque todo hombre se sabe –o debería saberse— miembro de un conjunto más vasto que sus pequeñas comunidades. Y es aquí donde estriba la gran diferencia, de talla y esencia, de los dos significados cualitativamente distintos de que puede verse investido ese paso de lo particular a lo universal, que pone en juego otra manera muy distinta de enfocar el activismo liberal en el ámbito de la sociedad civil y de las decisiones políticas sobre las que debe influir. Lo señala Chantal Delsol en su reciente libro Populismo. La defensa de lo indefendible:

En el primer caso, el individuo despliega su mirada y busca el bien de su grupo ampliado (por ejemplo vota el aumento de sus propios impuestos), pero su mirada aun haciéndose más vasta, no se vuelve universal, sino que sigue siendo particular en dos sentidos: en primer lugar porque el campo de su interés, aunque haya aumentado, es aún parcial, ya que defiende su patria en vez de defender solamente a su pueblo, porque la patria misma sigue siendo parcial con respecto al mundo. En segundo lugar, es particular porque hay mil formas de defender el interés general (y quizá el aumento de impuestos no sea la mejor idea). En el segundo caso, el individuo accede a una visión a la vez universal y absolutamente cierta, cosa equivalente, lo que defiende es a la vez valioso para la humanidad entera y no soporta contradicción alguna.

Sin embargo, como señala Delsol, limitar la definición del ciudadano a la dicotomía entre aquel que se vuelve capaz de preocuparse del bien común –de reflexionar sobre lo que este significa– y de contribuir a su realización más allá de su interés particular o bien aquél que adopta la ideología universal de la razón; limitarse a ello es navegar entre el populismo y la demagogia. Porque el primero existe si la política se dedica a realizar un bien único, surgido de lo común y concreto; y la segunda aparece si el bien político es plural y siempre discutible. Dicho de otro modo: el político que escucha con complacencia al individuo incapaz de salir su particularidad restringida es un demagogo; y el que escucha con complacencia al individuo incapaz de querer lo universal, y por lo tanto acceder a ellos, es un populista.

Populismo y demagogia. Las dos sombras de la democracia

Populismo y demagogia no son la antítesis de la democracia, sino dos sombras que la siguen continuamente. La sacralización de la razón conduce a separar el populismo de la demagogia, ya que deja perfectamente definida la diferencia entre el idiota (que aún no comprende que su particularidad patriótica vale menos que el mundo) y el egoísta (que reclama a voces su subsidio). Por el contrario, en la democracia liberal siempre existe incertidumbre en cuanto a la rectitud de las decisiones comunes, porque renunciando a toda Verdad política, las diversas opiniones chocan entre sí. Y aunque ello conlleve el riesgo de que puedan confundirse con caprichos privados, debe prevalecer la indefinida capacidad de mejora de la vida humana mediante la razón crítica como rasgo identificable de una sociedad libre, que en ausencia de esa razón crítica está abocada a la manipulación por parte de unos líderes, transformados en figuras casi mesiánicas, para quienes la responsabilidad y la rendición de cuentas no es asunto relevante.

La democracia siempre está expuesta a la amenaza de un reverso, sea populista o demagógico. En la caracterización que propone Claude Lefort en su Renaissance of Democracy, la democracia "se instituye y se mantiene en los puntos de referencia de la certeza" por un proceso de cuestionamiento implícito en la práctica social, y por una representación de la unidad que depende del discurso político y el debate ideológico. Y siendo esto así, es la propia democracia la que, paradójicamente, brinda la posibilidad para el reverso –populista o demagógico—. Este peligro, dice Lefort, surge cuando la exacerbación de los conflictos no puede resolverse simbólicamente en la esfera política o cuando una sensación de fragmentación invade la sociedad. Cuando esto ocurre –propiciado fundamentalmente por el abandono, cuando no el repudio, del debate de las ideas- hay una posibilidad real de que aparezca, en palabras del propio Lefort, "el fantasma […] de un poder encarnador, de un Estado liberador de la división", rasgo propio de los totalitarismos, pero que también está presente en la tentación de confundir el Gobierno con el Estado, que equivale a la perversión de la representación democrática. En la búsqueda de la confianza en la beneficencia del Estado –de la fantasía de la unidad sin fisuras— está la búsqueda de la cesión de un poder incontestable a su favor sobre todo lo que le permita conformar y modelar las percepciones públicas; y que una vez en su poder, jamás renuncia a ello.

La primacía moral del individuo

Cualquier sociedad –y los individuos que la componen— pierde su voz cuando se inclina ante los dictados prácticos que desde la política o las leyes se requiere para ser eficaces, o ante las llamadas para proteger la nación. Al servir a estos principios la sociedad entrega su poder y su autoridad moral al Estado; una capitulación que decolora todas las tendencias políticas, y que como señala Irving Howe en su The Age of Conformity "se convierte en un refugio impreciso, que es más un poncho sin tallaje que un programa"; que sustituye la exigencia de tener que creer en algo y defenderlo, por la simple acción de tomar partido. Una sociedad condicionada de ese modo a confiar la interpretación de la realidad –ya sea económica, política o cultural— al especialista, que le suministra supuestos aprobados. Supuestos para formarse, supuestos para vivir y supuestos para decidir en un sistema perfectamente concebido para reproducirse a si mismo, como hacen las amebas por fisión binaria.

"Enseñar a alguien a manejar un torno o a leer y escribir se basa sobre todo en formar habilidades" escribió Charles Wright Mills en La élite del poder:

Llevar a las personas a comprender lo que quieren hacer en la vida o debatir con ellas sobre las formas de vida del estoicismo, el cristianismo y el humanismo son cosas que se basan sobre todo en la formación clara en valores. Pero, para contribuir a que en un grupo de personas nazcan las sensibilidades culturales, políticas y técnicas necesarias para que se conviertan en ciudadanos verdaderamente liberales, es preciso formar las habilidades y también formar en valores.

Por contra, la servidumbre –sea voluntaria o de otro tipo— convierte a la ciudadanía en un cascarón vacío y a la justicia distributiva en un instrumento de dominación. Este debilitamiento de la ciudadanía, a pesar de las garantías retóricas de que ello no es así, es un recordatorio de que el populismo y la demagogia también pueden proyectar una sombra más oscura sobre la democracia, alentando la formación de masas agradecidas, en vez de ciudadanos autónomos, a través de las ideas populistas, intervencionistas y tecnocráticas, que enfatiza aún más la necesidad de hacerles frente en el campo de la academia, la investigación, la divulgación y las comunicación. Pasar del think al act para tratar de lograr una modificación sustancial del acervo cultural que hoy gravita sobre quienes toman las decisiones y participan del quehacer político. En resumen: revertir la dictadura de lo políticamente correcto, del reposado consenso –en sus diferentes variantes como la cohabitation francesa , la pillarisation belga o la concordance suiza— que ha contribuido a desarrollar el populismo.

La democracia postula que los interrogantes políticos no son ‘problemas’ que reclamen cada uno una ‘solución’, sino cuestiones que sugieren soluciones múltiples y reclaman un debate. Ludwig von Mises dedicó en La acción humana un capitulo completo al papel de las ideas en la sociedad civil. Misespartió del concepto de que quienes piensa son única y exclusivamente los individuos, ya que la sociedad no puede pensar, como tampoco puede comer o beber. "La historia del pensamiento y de las ideas es un coloquio mantenido de generación en generación", escribió.

Las instituciones liberales se crearon para mejorar el mundo. Se concibieron para dar voz a los que se ven relegados, maltratados y arrumbados por el conjunto de la sociedad; defendiendo el individualismo, al proclamar la primacía moral del individuo frente a cualquier colectivo; proclamando la igualdad que concede a todos los seres humanos una misma categoría moral fundamental; y destacando su carácter universalista al defender la unidad moral de la especie. Tres rasgos jalonados por la ya citada proclamación de la indefinida capacidad de mejora de la vida humana mediante el recurso de la razón crítica.

Una requisatoria a los liberales

El peor favor que desde el liberalismo puede hacerse a las instituciones liberales es sucumbir al oportunismo y al miedo, renunciando a la función moral que le es propia. Las instituciones liberales cumplen su función cuando el continuo cuestionamiento y el debate de las ideas son el valladar de su bastión fundamental: la libertad de elegir. Renunciar a ello es abdicar ante la engañosa insistencia de la objetividad y la imparcialidad en el altar de la no ofensa al statu quo. "Nada es más censurable que las costumbres mentales […] que inducen a la evitación, esa típica actitud de apartar la vista de una posición difícil o basada en principios que uno sabe que es la correcta, pero que decide no adoptar" escribió Edward Said. En el camino para influir en los sistemas de poder, los liberales perderemos la batalla si dejamos de lado las verdades desagradables y la moral, para desplazar nuestra lealtad hacia objetivos prácticos de poder.

Cuestionar las pasiones políticas imperantes conlleva ser apartado de las instituciones liberales, o por ser más concretos, del marco liberal democrático en el que vivimos política, social y culturalmente. Formar parte del sistema que se intenta reformar conlleva el riesgo de acabar fagocitado por este. Pero no es menos cierto que sin actuar desde dentro la empresa reformista se convierte en imposible. Ahora bien, articular una alternativa liberal en una época de derrumbe financiero y medioambiental –para combatir la cultura imperante que desdeña la empatía y la compasión y proclama el igualitarismo- conlleva el riesgo del repudio por desafiar el credo ortodoxo del discurso oficial único del pacífico consenso y del redentor igualitarismo. Lo dejó escrito Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos:

El secreto de la excelencia intelectual radica en el espíritu crítico: es la independencia intelectual. Y esto genera dificultades que deberán ser insuperables para cualquier tipo de autoritarismo. En general, el autoritario elige a los que obedecen, a los que creen, a los que responden a su influencia. Pero esa conducta le condena a elegir a mediocres. Porque excluye a los que se rebelan, a los que dudan, los que se atreven a resistirse a su influencia.

En la labor tan prosaica y difícil que supone la tarea de influir en el clima de las ideas, el activismo liberal debe comenzar a hablar desde una renovada humildad. Dar la batalla intelectual y cultural en pos de las próximas generaciones sólo admite, en palabras de Albert Camus, "una de las únicas posturas filosóficas coherentes": la rebelión, que es "un enfrentamiento perpetuo del hombre con su propia oscuridad". La rebelión liberal debe centrarse hoy en dos frentes bien definidos que atenazan el valor de la libertad de las personas para decidir que hacer con su vida y con sus cosas como valor principal; frente al Estado moderno que se declama "social", "benefactor" y "protector", pero que tiende a la eternización de la dependencia con dos instrumentos perversos: el igualitarismo y la democracia proporcional.

Activismo liberal contra el igualitarismo

Cuando las formas de resentimiento teórico que partían de haber encontrado la gran racionalidad de las cosas en la dialéctica lucha de clases, se quedaron sin nada más que el mito del paraíso perdido –que por otro lado jamás explicitan, pero en el que están metidos hasta la médula—, la invención del "igualitarismo" vino para condicionar los sistemas políticos democráticos creando la figura del "desposeído" de lo que por su naturaleza le corresponde, haciendo necesario un Estado que le proteja bajo su ala y le provea de derechos como mecanismo compensatorio por las desigualdades sufridas en el pasado.

Si bien en un comienzo la lucha por la igualdad de derechos se ajustaba al ethos universalista del liberalismo –como lo hizo Movimiento por los Derechos Civiles de Estados Unidos en la década de 1960—, esto comenzó a cambiar a medida que la política de la identidad se hizo prevalente. Con la formulación del derecho a los particularismos se inició una carrera para contrarrestar las dificultades que tienen los grupos subalternos para ejercer la igualdad si sólo gozan del mismo derecho que los demás, destruyendo el principio igualitario y universalista de origen liberal que concede a todo ser humano la misma categoría moral fundamental y la unidad moral de la especie. Desde esa concepción, la política de identidad invoca el discurso de los derechos, pero en lugar de remitirse a la narrativa clásica, según la cual los derechos valen para todos o no son universales, exige derechos especiales para grupos especiales, esto es, derechos suplementarios más allá de los que gozan los individuos. La reivindicación de derechos suplementarios se substancia, de este modo, en la llamada "discriminación positiva", que sirve para impulsar el capital político y social de los particularismos.

Los derechos suplementarios, planteados como la herramienta para la consecución de la igualdad, no sólo rompe con el universalismo proclamado por el liberalismo y la Ilustración, sino que también debilitan su visión de los derechos como herramientas legales y políticas para defender a la sociedad y al individuo del arbitrio de las autoridades públicas, y lejos de limitar este lo amplifica. Hay quien dirá que los particularismo identitarios –sustanciados en la discriminación positiva— participan de manera entusiasta en el tira y afloja habitual de la política de intereses y convierte su rebeldía inicial en un impulso estratégico para acentuar el pluralismo y la tolerancia desde dentro del escenario liberal democrático existente. Lejos de ser así, la reivindicación de los derechos suplementarios como vía de la igualdad es la negación de la primacía moral del individuo frente a cualquier colectivo. Aquí el sujeto de derechos ya no es el individuo posesivo, soberano y solitario, sino los grupos identitarios; extremo que difícilmente casa con escenario liberal democrático, ni pretérito, ni presente ni futuro.

Activismo liberal contra la democracia proporcional

Desde el punto de vista liberal se persigue que los espacios de influencia estatal y administrativa se reduzcan y que los de la autonomía personal aumenten. Por ello, bajo la representatividad política, la sociedad pierde las referencias necesarias para autoconstruirse y pasa a desarrollarse de forma deficiente en base a los criterios del poder constituido. Si además esa representatividad se basa en un sistema de distribución de mandatos y cargos entre los partidos políticos, nos encontramos ante un Estado llamado "proporcional", que bajo el disfraz del sistema parlamentario, trata de ignorar el argumento dualista fundamental sobre la política normal: el propio Pueblo se ha retirado de la vida pública. Lo señala Bruce Ackermanen sus Fundamentos de la Historia Constitucional Estadounidense:

En vez de subrayar la forma problemática en que los políticos/estadistas representan normalmente a una ciudadanía predominantemente privada, el sistema parlamentario permite que el partido gobernante proyecte una imagen de compromiso nacional movilizado que, en realidad, no existe. Cada día, el portavoz del partido pastorea a la mayoría de parlamentarios al despacho ganador del Primer Ministro para que le muestro su apoyo por enésima vez. Este enfático y repetitivo espectáculo en el Parlamento contrasta extrañamente con la apatía de las masas y la convicción fraccional que impera en el país.

Ni que decir tiene que en España resulta innecesario practicar este engorroso procedimiento. Aquí llamamos legislativas a las burocráticas elecciones administrativas para cubrir puestos de relieve en el Estado; llamamos representantes del pueblo a simples delegados de partidos; llamamos separación de poderes a la simple separación de funciones públicas entre personas de una misma obediencia de partido; y llamamos democracia representativa a unos sucedáneos del Pueblo, que no lo representan. Y una vez definido así nuestro sistema, vulneramos un día sí y otro también la prohibición del mandato imperativo recogido en nuestra Constitución. Los apoyos al presidente del gobierno ya están preestablecidos desde el momento en que el parlamentario es designado para concurrir en una lista por el propio presidente, y toda su actividad representativa está condicionada por esta designación. A todos los elegidos en estas circunstancias les gusta decir que el propio Pueblo les ha dado a ellos y sólo a ellos, un mandato por cada punto y cada coma de su programa electoral.

Como señala Ackerman, sean cuales sean los defectos del sistema publiano estadounidense, este lleva la problemática de la representación a la superficie de la política normal. Y es que sólo la Constitución estadounidense da un paso decisivo para acabar con la palabrería populista y demagógica al rechazar garantizar a ningún gobernante el monopolio efectivo de la legislación a la manera de un victorioso primer ministro o presidente del gobierno. Dentro del sistema dualista ninguna ley puede aspirar a triunfar mientras sea el producto de una sola mente, aunque sea la mente del presidente –y de sus asesores áulicos-. Cada iniciativa tiene que apelar a los intereses y a las ideologías de una serie de políticos/estadistas independientes, que se hayan ganado ellos mismos el apoyo blando de unas mayorías populares.

La representación es una institución sociopolítica que involucra muchos elementos, y los representantes forman parte de un sistema en el que la soberanía del pueblo queda garantizada merced a mecanismos y estrategias plurales. Entre los extremos de una representación de corte carismático, cesarista y afín al organicismo comunitarista u otra remisible al mero mercado de facciones e intereses en liza, el liberalismo debe renunciar a todo sueño de representación perfecta. Ahora bien, ¿por qué debe tener un primer ministro o un presidente de gobierno el poder de llevar a cabo una acción decisiva sobre la base de un apoyo popular blando? ¿Acaso no es más democrático –siguiendo a Ackermanexigirle que convenza a unos políticos/estadistas independientes de que, pese a la blandura del apoyo por parte de la ciudadanía privada, su propuesta sirve mejor a los intereses del individuo; este sea con su voto o censura al político/estadista independiente quien ejecute el sistema de controles y equilibrios frente a las enfermedades básicas de la irresponsabilidad, la opacidad y la indecisión del sistema representativo proporcional?. En todo caso, cuando mediación y representación quedan anuladas porque, en la práctica, el ciudadano carece de la capacidad real de elegir o remover a sus representantes, por mor del sistema proporcional, no puede hablarse en rigor de democracia. Si la democracia es el procedimiento través del cual los ciudadanos tiene la posibilidad de expulsar del poder a los gobernantes que no les gustan, el único método electoral para conseguirlo es el sistema mayoritario de distritos uninominales. Habría conflictos y confrontación, pero no debe olvidarse que es la esencia misma de la democracia, muy alejada del pacífico y serio consenso, que no es más que un bochornoso y expreso reconocimiento de que el sujeto político de nuestro sistema democrático son los propios partidos políticos, y no el ciudadano.

La separación de poderes, enfocada de este modo, hace más difícil que un presidente del gobierno adopte medidas para resolver un problema antes de que adquiera proporciones críticas. Pero no es menos cierto, que sustituyendo la fuerte dependencia del presidente del gobierno, se permite a los representantes desempeñar el papel de iniciadores de la política y poder llegar a un mayor número de problemas que resolver. Como señalan los profesores Alfonso Galindo Hervás y Enrique Ujaldón Benítez en La cultura política liberal "lo que el liberal reclama es que justamente el ámbito de acción libre de intervención estatal sea el mayor posible, que se amplíen los espacios no sometidos a la lógica del arkhé policial-gubernamental". En definitiva: si la voluntad del gobernado es un rasgo esencial de la legitimidad democrática, el ciudadano debe actuar como un mandante libre del sistema todo el tiempo. En ello estriba la diferencia entre el electoralismo como "ideología" que sostiene el poder absoluto, y la democracia formal como una real soberanía del ciudadano, hayan ganado sus opiniones a la hora de votar o no.

Requisatoria final a los liberales

Los actos de rebelión nos permiten ser personas libres e independientes. Aunque sea de un modo imperceptible mantiene viva la capacidad de ser humano. Rebelión no es lo mismo que revolución. Esta pretende el establecimiento de una nueva estructura de poder, en tanto que aquella una revuelta perpetua y un alejamiento permanente respecto al poder. Y sólo en un estado de rebelión puede mantenerse la fidelidad a los imperativos morales que impiden caer en la tiranía. Quienes, como el hombre del subsuelo de Dostoievskicaen en el cinismo y en la desesperación, mueren espiritual y moralmente. Debemos resistirnos a la tentación de replegarnos. En nuestra condición de seres singulares y morales, solo perduraremos gracias a esos pequeños, muchas veces imperceptibles actos de desafío. Este desafío, esta capacidad para decir no, es lo que la cultura y la propaganda de la corrección política pretende erradicar. Mientras estemos dispuestos a desafiar esas fuerzas, tendremos una oportunidad, si no para nosotros mismos, al menos para los que vengan detrás. Desafiar a esas fuerzas es la única forma de mantener vivas las ideas liberales.

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