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CONOCER ES CUANTIFICAR

"No a la matemáticas"

El primer gobierno socialista estaría prácticamente empatado con el de Suárez para la obtención del título honorífico de Peor Actuación Económica del Posfranquismo. Siempre con la cantinela de la única política económica posible, los socialistas estuvieron a punto de conseguirlo al principio y lo lograron al final.

Ya sea porque nunca puede haber dos sin tres o, simplemente, porque el número de los necios es infinito, ha tenido que coincidir estos días el revuelo de los maestros ciruela de la progresía parisina ante la “Carta a todos los que aman la escuela” —un alegato del ministro del ramo, Luc Ferry, para que los jóvenes vuelvan a salir de los colegios dominando las cuatro reglas— con una mini revuelta de los estudiantes de Economía franceses contra el distanciamiento de sus materias de estudio con respecto a “la realidad” y el predominio en ellas de las matemáticas y los números. Y las peregrinas nuevas que me llegan sobre ese asunto no me invitan precisamente a solidarizarme con su causa. No sólo porque tema que la, por lo general, nefasta influencia que siempre tienen las ideas fabricadas en la Sorbona entre la legión de papanatas que las siguen al pie de la letra a este lado de los Pirineos vuelva a convertir una mala ópera en un sainete grotesco, gracias a la labor de los traductores; no, es por una cuestión más de fondo: por su alegato antimatemático. Al ser la Economía, esa ciencia de las cosas de comer, un invento básicamente anglosajón, su desarrollo formal ha venido marcado por el rechazo instintivo de esas gentes hacia la retórica, el esencialismo y la metafísica, tan caros por otro lado a nuestros vecinos del norte. Ingleses y austriacos fueron los que obligaron a la nueva ciencia a hablar en el idioma de las matemáticas. Y a esa sensata normalización lingüística de sus precursores debemos que la disciplina no haya caído en manos de los charlatanes, gurús e iluminados que siempre revolotean extramuros de sus ecuaciones.

Además, sobre el supuesto exceso del uso académico de las matemáticas, convendría que alguien explicara a esos estudiantes que a la gran facilidad con que Roma derrotó y sometió a sus toscos antepasados Astérix y Obélix (no sólo aquí se reescribe la historia en los manuales para confusión de alumnos y adocenamiento de adultos) no fue ajena la técnica de adiestramiento de sus cadetes en las escuelas militares; utilizaban en ellas, para el aprendizaje de la lucha, espadas que tenían el doble del peso que las que usarían más tarde en los combates reales.

Por otro lado, la realidad nunca es evidente; por eso hay que alejarse de ella para poder comprenderla. Aquel emperador del cuento de Borges que ordenó elaborar un mapa de China que representase exactamente cómo eran sus reinos, tiene muchos seguidores en Francia, y más en España. Pero sus entusiastas olvidan que cuando los cartógrafos lo desplegaron, ni el emperador ni sus súbditos volvieron a ver el Sol; reproducía tan perfectamente la realidad que, extendido, cubría toda la superficie del Imperio.

Y es que el verdadero conocimiento siempre es anti intuitivo. Por eso, para comprender la realidad, hay que ignorar mucho de lo que está presente en ella, hay que taparse los oídos para no dejarse aturdir por el ruido de la superficie; sólo así se pueden ingeniar mapas útiles, mapas que no representan la realidad, que son simples caricaturas esquemáticas y que, justo por eso, nos permiten orientarnos cuando nos perdemos en ella.

Conocer es cuantificar. Y uno de los mejores cartógrafos con que cuenta la teoría económica contemporánea, Xavier Sala i Martín —un académico que pese a convivir con el muy afrancesado ambiente universitario de Barcelona participa de las tendencias más innovadoras dentro de las ciencias sociales a nivel mundial— ha recurrido hace poco a la matemáticas para poder clasificar a todos los gobiernos que ha tenido España desde la transición. Sala, que es de los que todavía domina las cuatro reglas, ha calculado el índice de miseria de nuestra economía. Se trata de una forma simple de combatir el ruido con números que puso en marcha por primera vez Arthur Okun, el que fuera principal asesor económico de Kennedy. Explicado de forma sintética, el índice de miseria de un país es un porcentaje que se forma, en lo sustancial, a partir de sumar la tasa de paro, la de inflación y el tipo de interés, para después restar a todo eso la tasa de crecimiento. Y cuanto más alto sea ese número más importante habrá sido la contribución del gobierno de turno a aumentar la miseria de la economía. Pues bien, los números y las matemáticas le han revelado a Sala que José María Aznar López, con un resultado negativo del 11 por ciento en el índice, ostenta el liderazgo absoluto, al suponer esa puntuación el mayor éxito alcanzado por un gobierno en toda la historia de la democracia española. Lejos del ruido, los guarismos que iban saliendo de la hoja de cálculo de su ordenador también le informaron sobre cuáles habían sido los gobernantes que más habrían contribuido a pauperizar el país. Y las cifras fueron elocuentes. La última legislatura del PSOE, con un resultado positivo del 5,2 por ciento, casi obtuvo el peor valor en la contribución a la miseria desde la aprobación de la Constitución. Sólo fue superada en una décima por el Suárez de los tiempos de la voladura controlada de UCD. Pero, revela Sala, “si decidimos ignorar los aspectos monetarios (aspectos que, más o menos, estaban en manos del Banco de España), el primer gobierno socialista estaría prácticamente empatado con el de Suárez para la obtención del título honorífico de Peor Actuación Económica del Posfranquismo. Siempre con la cantinela de la única política económica posible, los socialistas estuvieron a punto de conseguirlo al principio y lo lograron al final.

Eso es todo lo que tienen que decir las matemáticas y los números sobre la cuestión. Porque conocer es cuantificar. Es hacer números en lugar de montar números, como algunos nietos y todos los abuelos del 68. Esos que ahora quiere jubilar Luc Ferry en Francia. Esos que nunca comprenderán que, a veces, no hay nada más revolucionario que saber utilizar una calculadora.


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