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¿QUÉ HACER CON LOS FALSARIOS?

Negar el Holocausto soviético

El lunes 5 de diciembre The Wall Street Journal publicaba un importante texto firmado por Robert Conquest, decano de los historiadores de la tiranía soviética y, para algunos de nosotros, uno de los mayores ejemplos morales vivos que hay en el mundo. Pocos autores han escrito tanto y tan bien acerca de los horrores del comunismo.

El lunes 5 de diciembre The Wall Street Journal publicaba un importante texto firmado por Robert Conquest, decano de los historiadores de la tiranía soviética y, para algunos de nosotros, uno de los mayores ejemplos morales vivos que hay en el mundo. Pocos autores han escrito tanto y tan bien acerca de los horrores del comunismo.
Lenin y Stalin, en un cartel soviético.
En el artículo 'Stalinofilia', Conquest describía el caso de un poco relevante académico italiano, Luciano Canfora, que ha logrado publicar un relato prosoviético de la política del siglo XX titulado, en su idioma original, Democracia: historia de una ideología. El volumen de Canfora ha salido en Italia, Francia, España e Inglaterra. Está previsto que aparezca en Estados Unidos en enero, con el título más neutral de Democracia en Europa: una historia.
 
Un editor alemán rehusó publicar el libro y ha sido acusado de practicar la "censura", como si el ejercicio del derecho a no publicar o distribuir un texto determinado por parte de una empresa privada fuera de alguna manera una negación de la libertad de prensa. Obviamente, si la contribución de Canfora tuviera algún mérito sería publicada en Alemania por otra firma. Pero un periodista suizo, Joachim Guntner, ha advertido del carácter cuestionable del trabajo, en el que nunca se menciona la palabra "gulag" pero se ataca a Estados Unidos por su presunto apoyo al fascismo en todo el mundo. Un izquierdista alemán denunciaba la "estupidez dogmática" de Canfora.
 
Las credenciales académicas de Canfora pertenecen al ámbito de los estudios grecorromanos, no al de la política moderna. Las desventuras de docentes bobos apenas son noticia. Ni la nostalgia en los campus por la manipulación intelectual de la era estalinista. En aquella época oscura, la democracia, junto con el arte moderno, el psicoanálisis, los avances del siglo XX en física, la cultura popular y los movimientos laboristas y socialistas establecidos, era rutinariamente vilificada por las filas robóticamente condicionadas de los partidos comunistas del mundo.
 
Hitler nunca habría alcanzado el poder sin la aprobación implícita de Moscú, que impidió que sus secuaces alemanes se unieran a las masas socialdemócratas para oponerse a los nazis. Stalin y Hitler se aliaron abiertamente contra las democracias desde agosto de 1939 hasta junio de 1941, lo que permitió a los rusos ocupar territorios como los estados bálticos y Moldavia. Por cierto, el neoestalinista Vladimir Putin se imponía recientemente en la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) –que posee un amplio historial de corrupción política y mala gestión en la Bosnia-Herzegovina de posguerra y en Kosovo, así como de antiamericanismo rampante, aunque EEUU sea uno de sus integrantes– para que se permita que las tropas rusas permanezcan en el empobrecido territorio moldavo, último trofeo del romance de Stalin con Hitler.
 
Se percibe un renovado desprecio a la democracia en la política global desde mediados de los años 70, cuando el fin del autoritarismo en España y Portugal reavivó las fantasías de pequeñas camarillas de intelectuales radicales. Frente al triunfo obvio del capitalismo, la transparencia pública y la soberanía popular en esas antiguas dictaduras, los revolucionarios izquierdistas, que no podían escapar de sus propias prisiones mentales "oposicionales", empezaron a cuestionar el valor intrínseco de la democracia. En Francia, algunos se convirtieron en revisionistas del Holocausto nazi. Por entonces, el idioma antidemocrático era fomentado por el Partido Comunista Soviético, que reintrodujo el tradicional idioma moscovita de violencia contra el judío.
 
Después de que el comunismo se viniera abajo, los restos de la nomenklatura se fusionaron con las tendencias neonazis "nuevas" y con las preexistentes para constituir una "alianza roji-parda" de comunistas y hitlerianos contra el capitalismo, los judíos y Occidente en general. El comunismo y el fascismo, al igual que en 1939-41, parecían una vez más indistinguibles. En Estados Unidos, los llamados "conservadores" aislacionistas defendían sangrientas dictaduras como la de Slobodan Milosevic en Serbia, donde los "marxistas humanistas" adoptaron súbitamente un ultranacionalismo virulento.
 
Esta situación puede cambiar conforme los racistas de países como Gran Bretaña o Francia asuman la iniciativa de atacar a los musulmanes locales, en sustitución de su objetivo histórico, el judío. En contraste, la izquierda decrépita ha salido en defensa de Sadam Husein, incluso ha ofrecido apoyo a los terroristas de Zarqaui, así como al wahabismo en Arabia Saudí.
 
Portada de un libro de Conquest sobre el Gulag.Me interesa destacar, no obstante, que la polémica de Conquest contra Canfora coincidía con una noticia breve, aparecida el 1 de diciembre en el Daily Telegraph de Londres, en la que se informaba de que el Parlamento de la República Checa está considerando si la negación de las atrocidades perpetradas por el comunismo debe ser una ofensa criminal punible con tres años de prisión. Esta cuestión urticante parece responder a una pregunta planteada por Conquest: ¿qué distinción puede hacerse entre el revisionista del Holocausto nazi y el negador del soviético? (La diferencia inmediata es que el segundo puede trabajar en la enseñanza universitaria sin tener que ocultar sus opiniones).
 
Nunca he sido partidario de restricción legal alguna, al margen de las leyes sobre libelo, a los discursos y los escritos, sin importar lo repelentes que puedan ser. Me opongo a la censura de Al Qaeda y de páginas de internet similares, porque como activista opositor al extremismo islamista necesito rastrear y estudiar al enemigo. También me he opuesto a las leyes contra el revisionismo del Holocausto, porque creo que es más importante denunciar la calaña moral de tal postura que fingir, según los cánones de la corrección política, que ese discurso alucinatorio no existe. Y mientras vivía en Bosnia-Herzegovina y en Kosovo me opuse a las leyes contra los discursos que fomentan el odio, porque sé que es mejor airear la ira que suprimirla. Un gran pensador argumentó una vez que la libertad se define por la preservación de aquello a lo que nos oponemos, no de lo que aprobamos. Esto es indiscutible.
 
Sin embargo... también porque viví en la ex Yugoslavia, y porque he visto personalmente los devastadores efectos del estalinismo en Rumanía, Albania y Polonia, la aprobación de una ley checa contra el revisionismo del Holocausto soviético es más que provocativa. Es tentadora. La supresión de la verdad acerca del estalinismo fue la característica principal de la vida intelectual mundial a lo largo de las cuatro décadas y media que van desde 1945 hasta 1990. La izquierda afirmaba falsamente que Rusia quería la paz cuando el imperialismo eslavo planeaba y ejecutaba continuas aventuras de agresión, desde la tentativa de golpe en Grecia en 1944 hasta los experimentos de totalitarismo que persisten en Cuba y en unos cuantos países más. Castro incita hoy a Hugo Chávez, profunda vergüenza para Venezuela, igual que los rusos manipulaban la dictadura militar izquierdista de Guatemala en los años 40.
 
Por su parte, la mayor parte de la derecha estaba tan unida al "realismo" que se hizo parecer inevitable y hasta saludable el acomodo con el expansionismo soviético –contenido más que combatido, por parafrasear la inmortal formulación de James Burnham–. El horror del legado soviético –las fosas comunes, la traición a la República española en la guerra civil de 1936-39, los asesinatos de exiliados (incluido el de Trotsky) y otras atrocidades similares habrían competido con las animaladas de Hitler, Mussolini y los imperialistas japoneses– fue ampliamente olvidado. Apenas unos cuantos individuos de Occidente, entre ellos Robert Conquest, rompieron el consenso sobre el sovietismo.
 
Alger Hiss.Ver expuestos como charlatanes y mentirosos, en los medios de comunicación y las instituciones académicas occidentales, al respetable atajo de mediocridades que aún insisten, por mencionar sólo unos cuantos casos, en que las denominadas Brigadas Internacionales que participaron en la guerra civil española eran héroes en lugar de asesinos pertenecientes a la policía secreta; en que el vulgar espía ruso Alger Hiss era inocente; en que los perversos Rosenberg, que ayudaron a Stalin con la bomba atómica, fueron víctimas del prejuicio; en que la denominada "lista negra" de Hollywood, por la que unas cuantas personas perdieron posibilidades de empleo, era comparable a las purgas soviéticas, en las que millones de personas fueron masacrados; todo eso, cuando menos, sería algo. Ver a esta casta de reptiles (como Trotsky describió una vez a los redactores de la revista The Nation) llamada a dar cuenta de la traición a la historia durante una generación, de la prostitución de las esperanzas, del manejo de los ideales como pretexto para la abierta propaganda, es tentador. Quizá demasiado.
 
El caso Hiss es especialmente pertinente en esta discusión, dado que gran parte de las pruebas concluyentes se descubrieron mucho después de que tuviera lugar el caso Hiss propiamente dicho, en los años 40. Se demostró que Hiss y su círculo eran traidores entusiastas y cómplices del terror. Las pruebas surgieron de los archivos del Partido Comunista Checo y de las declaraciones del colega espía de Hiss, Noel Field, que en tiempos fue muy conocido pero ahora ha caído en el olvido.
 
Me propongo, al menos, averiguar –en el caso de que la ley checa obtenga el visto bueno de la Cámara Alta– si los extranjeros podrán presentar denuncias contra otros extranjeros en el marco de la "Ley de Negación del Holocausto Soviético". Tan detractor como soy, repito, de cualquier restricción a la argumentación oral o escrita, ver a tipos como Noam Chomsky o Victor Navasky ante un tribunal checo en calidad de acusados sería, por decir algo, memorable.
 
Incluso mientras protegemos los derechos de quienes despreciamos, algunas personas necesitan aprender que, indudablemente, los argumentos tienen consecuencias. Al menos en los tribunales checos de hoy, es de esperar que los acusados reciban una audiencia justa, al contrario que en los de Stalin.
 
 
Stephen Schwartz, fundador y presidente del Centro por el Pluralismo Islámico.
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