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La ignorancia y la economía

En 1556, el poderoso emperador Carlos V decide abdicar y se retira a vivir en el monasterio de Yuste, en Extremadura, España. Está cansado de las continuas guerras, deprimido por la muerte de su esposa –Isabel de Portugal–­ y de su madre –Juana la Loca–, y atormentado por los dolores que le produce la gota, ese trastorno metabólico que, convertido en una terrible punzada, suele alojarse en las articulaciones, preferiblemente en los dedos gordos de los pies, dolencia a la que entonces, por esa razón, llamaban podagra.

Carlos V, sencillamente, quiere huir de la muerte y del dolor.

Pero, una vez instalado en su nueva y austera residencia, razonablemente confortable para los estándares de la época, Carlos V de Alemania, o Primero de España, como prefieran llamarle, guiado por la ignorancia, toma dos decisiones fatales. Bebedor de cerveza, hace sembrar cebada, mientras un par de maestros cerveceros que se había traído de Alemania instalan un alambique para destilarla. Los médicos que lo acompañan intuyen, con cierta razón, que alguna relación tiene la gota con los riñones, y saben que la cerveza estimula las ganas de orinar, así que aprueban con entusiasmo la afición del exemperador por esta forma refrescante del alcohol. Entonces nadie sabía que esa bebida, rica en purina, aumentaba los niveles de ácido úrico de los gotosos, así que el pobre Carlos V incrementaba el problema con cada jarra de cerveza que ingería.

La segunda decisión equivocada tuvo que ver con un criterio estético. Carlos V se hizo construir una alberca para mirarla desde la ventana y acaso darse un chapuzón en los días de calor intenso. Pensaba que esos baños podían calmar el dolor de la gota. Tal vez, pero el agua estancada atraía a los mosquitos. Un mosquito le transmitió la fiebre amarilla y el pobre hombre murió en medio de los temblores y dolores de todo tipo que provoca el paludismo.

¿Cuál es el propósito de comenzar una reflexión sobre el desarrollo con esta curiosa anécdota histórica? Sencillo: demostrar que la ignorancia, generalmente convoyada por percepciones distorsionadas, conduce a la toma de decisiones equivocadas y fatales, incluso por las personas más poderosas.

Primera mentira: la riqueza de las naciones poderosas ha sido el resultado del saqueo de las más débiles

No es cierto. España, Portugal y Turquía han sido tres de los mayores imperios de la Tierra y no comenzaron, realmente, a prosperar hasta que se desembarazaron de sus conquistas. Constituir y defender un imperio suele costar mucho más que la riqueza que éstos suelen producir.

Recuerdo, a principios de los años noventa del siglo pasado, tras el derribo del Muro de Berlín, una consigna entonces en boga en Moscú: "Hay que liberar a Rusia del peso de la Unión Soviética". Los rusos, finalmente, comprendieron que el costo de mantener girando en torno a su país un rosario de satélites, a lo que agregaban costosas y lejanas colonias políticas del Tercer Mundo, como Cuba o Etiopía, desangraba inútilmente la tesorería nacional.

Holanda y Suecia nunca fueron más ricas que cuando se disolvieron sus imperios. La pequeña Suiza nunca lo ha tenido y es una de las naciones más prósperas del planeta. La riqueza de Francia no se derivaba del expolio de sus colonias, sino del comercio, como le sucedió posteriormente a los Estados Unidos.

Es mucho más lo que Inglaterra sembró en sus colonias que lo que extrajo de ellas, como puede comprobarse en Estados Unidos, Canadá, Australia, Irlanda o Nueva Zelanda. La pujanza económica que hoy vemos en un país como India, excolonia británica, se debe a la impronta civilizadora de Inglaterra y no a las milenarias tradiciones hindúes, totalmente alejadas de la mentalidad competitiva del capitalismo moderno.

Es verdad que las naciones imperiales obligaban a sus colonias a consumir productos generados por la metrópolis, dentro de la mentalidad mercantilista de la época, pero ya Adam Smith, a fines del siglo XVIII, advirtió que ésa era una medida mutuamente empobrecedora. Servía para enriquecer a ciertos cortesanos coludidos con la Corona, pero no favorecía al conjunto de la sociedad.

Ése fue uno de los caballos de batalla del pensamiento y las revoluciones liberales: abrirse al comercio internacional y a la competencia.

Segunda mentira: las naciones poderosas crean unas formas de comercio y producción que condenan a la miseria o a la mediocridad a los pueblos menos desarrollados

No es cierto. Nadie ha impedido a Taiwán convertirse en un país del Primer Mundo especializado en bienes de alta tecnología. Ninguna nación codiciosa ha tratado de evitar que Corea del Sur inunde el mundo con autos y electrodomésticos. Tampoco intentan que Brasil no produzca y venda buenos aviones, pese a que es un Estado notablemente proteccionista, o que México exporte cemento, muebles o petróleo a Estados Unidos.

La Teoría de la Dependencia, que una y otra vez asoma su equivocada cabeza, aunque a veces se disfraza de patriótico nacionalismo, es un total disparate.

Si mañana un laboratorio argentino desarrolla una vacuna contra el cáncer, o una empresa chilena de informática crea un buscador más eficiente que Google, impondrán sus productos en el mercado internacional si cuentan con el talento para comercializarlo. Por el contrario: una y otra vez los organismos financieros internacionales rescatan a los países pobres cuando se encuentran en apuros. En un mundo interdependiente como el nuestro, a ninguna nación le interesa la ruina del vecino.

Tercera mentira: el Estado debe dictar las líneas maestras del desarrollo porque el mercado abierto conduce al desorden

No es cierto. El Estado no debe frenar o limitar la creatividad de la sociedad imponiéndole una planificación ordenada. En gran medida, el desarrollo es producto de los avances tecnológicos, y estos espasmos creativos se dan de manera espontánea e imprevista. En el siglo XVIII, a unos técnicos desconocidos se les ocurrió colocar raíles en las minas para extraer los minerales en vagones de metal. Cuando se perfeccionó la máquina de vapor, otros ingeniosos mineros sustituyeron las mulas con locomotoras. Sin advertirlo, habían inventado el tren.

A fines del siglo XIX, el señor Edison inventó la bombilla incandescente y creó las redes y la empresa para distribuir la electricidad. Al teléfono, a la aviación, a la radio, a la televisión, les ocurrió lo mismo. Nada fue planificado por el Estado. Incluso internet, que surgió como un proyecto del Pentágono para comunicar los puestos de mando en caso de guerra, sólo explica su fenomenal desarrollo porque la iniciativa privada lo sacó de la cuna y lo hizo crecer.

Ésa no es la función del Estado. No puede hacerlo. No sabe hacerlo. Por eso el mundo socialista, dirigido por el Estado, fue prácticamente estéril en el terreno de la creación.

De la chispa genial surge la invención; tras la invención aparece la empresa; tras ella, la competencia y la actividad frenética que cambian el panorama económico. Nada de eso puede ser decidido por unos funcionarios agobiados que sólo pueden planificar sobre la realidad existente –como si viviéramos en una dimensión estática–, pero que no pueden avizorar el futuro... que ya se está cocinando en los laboratorios o en la imaginación de ciertas personas impetuosas y creativas.

Ante esa imposibilidad de prever el futuro, lo que debe hacer el Estado es crear y tutelar las condiciones para que la sociedad civil pueda desenvolverse y crear riqueza con la menor cantidad posible de limitaciones.

No es falso que cada invención también destruye empresas y capital acumulado, como advirtió Schumpeter, pero el daño de tratar de embridar la imaginación y la espontaneidad es mucho mayor.

Planificar el futuro colectivo y decidir arbitrariamente lo que debemos producir o consumir es una manera lamentable de empobrecernos.

Cuarta mentira: la calidad de un Estado se mide por el nivel de gasto social y la solidaridad que ello demuestra

No es cierto. Un Estado ideal es aquel que no requiere gasto social porque todas las personas encuentran la manera de ganarse la vida decentemente con su propio esfuerzo.

Sabemos que eso es imposible, dado que siempre hay un porcentaje de personas incapacitadas por diversas causas; pero cuanto menos gasto social se necesite, mayor será la calidad de un Estado y más clara será la demostración de que esa sociedad ha creado un tejido empresarial vasto y competitivo, en el que todas las personas encuentran su espacio.

Quinta mentira: una de las funciones principales del Estado es redistribuir la riqueza creada para evitar o limitar las desigualdades

No es cierto. O no debería serlo. La desigualdad es una de las consecuencias no buscadas de las sociedades económicamente libres.

Donde se puede crear riquezas, surgen desigualdades.

Es verdad que los gerentes y ejecutivos de las grandes empresas (especialmente en las multinacionales) reciben salarios y bonos que a veces suman hasta cincuenta o cien veces el salario promedio de los trabajadores de esas compañías, pero también es cierto que en ese tipo de empresa los salarios promedio y los beneficios marginales (seguros médicos, fondos de jubilación, asignaciones para estudios, vacaciones pagadas, etcétera) suelen ser más altos que la media. Si los accionistas de una empresa creen que la remuneración de sus ejecutivos debe ser millonaria, es una decisión que sólo les compete a ellos, de la misma manera que son los dueños de los equipos de fútbol o de béisbol los que deben decidir cuánto pagan a sus deportistas.

Por otro lado, no debe olvidarse que una de las características del mundo moderno desarrollado es que los modos de vida de las clases medias no distan demasiado de los de las clases adineradas.

La distancia real entre la posesión de un Rolex y un Mercedes Benz, por una parte, y un Citizen y un Chevrolet, por la otra, es, fundamentalmente, una cuestión de estatus. Una persona muy rica puede comprar un cuadro de Picasso en una subasta e ir a recogerlo en su avión privado. Un empleado medio, en cambio, deberá conformarse con adquirir un grabado del pintor español y volar como pasajero en un avión comercial, pero esas diferencias en el comportamiento social son totalmente adjetivas.

No le corresponde al Estado decidir qué posesiones o conductas legales son admisibles o censurables. Cada ser humano es diferente y tiene sus propias urgencias psicológicas y sus propias necesidades materiales.

En las naciones desarrolladas el puñado de ricos y las inmensas clases medias comerán los mismos alimentos, se atenderán en las mismas clínicas, tomarán medicamentos similares, se divertirán de igual manera y dispondrán de la misma información. No hay ningún estudio que indique que los ricos viven más años, o son más saludables y felices que los miembros de los sectores sociales medios. Es verdad que los ingresos son desiguales, pero ese dato no es tan importante, mientras que dedicarse a corregir esos desniveles en un tono acusador lo que provoca y fomenta es la dañina lucha de clases. Por otra parte, la evidencia indica que los grandes capitalistas, mientras acumulan sus fortunas, crean riquezas que benefician a millones de personas.

Los ejemplos de Bill Gates y Warren Buffet son clarísimos. Están entre las personas más ricas del planeta, pero el capital que han acumulado (y voluntariamente dedicado a ayudar a los necesitados) no ha empobrecido a nadie. Por el contrario, suelen remunerar muy bien a sus trabajadores y han enriquecido a millones de personas por medio de la venta de acciones y, en el caso de Buffet, reflotando empresas.

La riqueza crece por medio del trabajo y el comercio. No es una suma estática y limitada.

Sexta mentira: los países con menos desigualdades son aquellos en los que existe una mayor presión fiscal

No es cierto. Pueden coexistir ambos fenómenos, pero la presión fiscal no es la causa de que exista una menor desigualdad, sino la consecuencia de la calidad del tejido productivo y del volumen de riqueza que la sociedad puede crear.

Es en las naciones que tienen un aparato productivo variado y con gran valor agregado, en las naciones donde las empresas compiten entre sí y se disputan la mano de obra calificada, donde hay una mejor distribución de ingresos.

En un país como Brasil, por ejemplo, donde hay unos desniveles sociales enormes, eso no sucede con los empleados de la fábrica de aviones Embraer o con los trabajadores de Petrobras, porque el valor que agregan a la producción determina que sus salarios sean mucho más altos que los que reciben los recogedores de café o los lustradores de calzado. Para poder pagar veinticinco dólares por hora a un empleado, el bien que éste produce –o el servicio que presta– tiene que valerlos en un mercado competitivo.

Séptima mentira: el Estado debe determinar los salarios y los precios para evitar las injusticias

No es cierto. Los funcionarios públicos no tienen una manera racional de determinar qué es un salario justo. La definición de salario justo como "la cantidad que se requiere para tener una vida digna" es la expresión lírica de un deseo noble más que el producto de una realidad económica. La única forma de contar con salarios altos que respondan a la economía real pasa por disponer de un tejido empresarial denso y competitivo que tienda al pleno empleo, para que los empresarios tengan que pujar por los mejores trabajadores y compensarlos debidamente para retenerlos.

Los asalariados no van a ganar más por la bondad de los funcionarios o por la fiereza de los sindicatos, sino por la competencia y el valor que se agregue a la producción. Si el Estado, alentado por los sindicatos, marca unos salarios y unas prestaciones excesivas, acabará por generar desempleo, fuga de capitales, desinversión y destrucción de empresas. Tampoco tiene sentido esperar de los empresarios una actitud benevolente y generosa. La tendencia de la mayor parte de los empresarios será pagar lo menos posible a sus trabajadores. No debe olvidarse que la esclavitud existió hasta hace muy poco (yo conocí en mi niñez cubana a personas que habían nacido esclavas), y fueron escasos los empresarios que hacían ascos a lo que llamaban esa institución peculiar.

Octava mentira: la educación nos sacará de la miseria

No es cierto. La educación es sólo un componente del desarrollo y la prosperidad. Es muy importante, pero sirve de muy poco si no cuenta con una sociedad hospitalaria con la posibilidad de crear riquezas, dotada de las instituciones adecuadas para ello, tanto en el terreno legal como en el financiero.

Los países europeos del bloque socialista probablemente estaban mejor educados que Estados Unidos o Canadá, si lo que se juzgaba era el conocimiento medio de sus bachilleres o licenciados. Cuba, cuyo gobierno persigue con saña a las personas emprendedoras, cuenta con casi un millón de graduados universitarios, pero muchos de ellos prefieren conducir un taxi o vender pizzas porque obtienen mejor remuneración con esas actividades que con sus profesiones.

Lo maravilloso de la historia de Microsoft, Apple o Facebook no es que cuatro muchachos en un garaje puedan crear un imperio económico en poco tiempo, sino que la sociedad en la que viven sea tan porosa, tan flexible, y con una trama de instituciones jurídicas y financieras tan notable, que haga posible el surgimiento de esos milagros empresariales.

Más impresionante que el talento de esos jóvenes creadores es el capital intangible con que contaban para llevar adelante sus proyectos.

Novena mentira: el comercio libre nos sacará de la miseria

No es cierto. Al comercio libre le ocurre lo mismo que a la educación. Es muy importante, sin él el desarrollo es imposible, o al menos es muy difícil, pero hay que tener con qué negociar.

La clave está en la oferta.

Si seguimos vendiendo café, azúcar, leche, cacao o bananos, sólo nos beneficiaremos cuando esos productos suban de precio en el mercado por un aumento inesperado de la demanda. Es desconsolador saber que sólo la Nestlé, tras procesar y envasar convenientemente esos mismos productos, vende más que el conjunto de países centroamericanos, sin necesidad de un Tratado de Libre Comercio que ampare sus actividades.

Las sociedades escasamente productivas no pueden servirse del comercio como las que rebosan creatividad. Siempre se van a beneficiar, pero no de la misma manera ni con igual intensidad .

Hoy, centroamericanos y dominicanos se sienten frustrados porque el Tratado de Libre Comercio suscrito con Estados Unidos no ha cambiado sus vidas perceptiblemente, pero no suelen hacerse la pregunta clave: ¿qué tienen ellos que ofrecer a los 300 millones de consumidores norteamericanos? ¿Dónde están las empresas innovadoras aptas para servir a ese mercado, como hacen las chinos y comienzan a hacer las hindúes, o como hacen las de pequeños países desbordados de creatividad empresarial, como Israel, Dinamarca, Suiza u Holanda?

Décima mentira: la ayuda internacional nos sacará de la miseria

No es cierto. Ningún país puede rescatarnos. Pueden aliviarnos en una mala coyuntura económica, y suelen hacerlo, generalmente sin mucho entusiasmo, pero nadie puede salvarnos de nuestros propios demonios.

Tras el terremoto que destruyó medio Haití se supo que en ese pequeño desastre caribeño operan más ONG que en ninguna otra parte del planeta. Y todo es casi inútil.

Sin embargo, otras zonas desesperadas del mundo, como Corea del Sur en la década de los cincuenta o Singapur en los sesenta, han hecho las cosas de manera diferente y se han colocado en el pelotón de avanzada del mundo.

Colofón

En definitiva, el camino del desarrollo y la prosperidad comienza por desterrar la infinita cantidad de mentiras y errores que circulan en nuestra sociedad y nos precipitan en la dirección del desastre.

Termino por donde comencé. Se cuenta que mientras Carlos V agonizaba por la fiebre amarilla, que suele producir una gran sed, pedía y le daban cerveza para aliviarlo. Eso le incrementaba el dolor de la gota. Cuentan que murió gritando.

No hay nada más peligroso que la ignorancia.

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