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Los cubano-americanos y la identidad compleja

Conferencia pronunciada por el autor en la Universidad de Princeton, ante miembros de la asociación Raíces de Esperanza, el 22 de abril de 2006.

A Paola, atrapada en esta madeja genético-cultural

En 1975 la Academia de Hollywood otorgó el Oscar a la mejor película extranjera a un film de Akira Kurosawa titulado Dersu Uzala. La película, cuya trama transcurre a principios del siglo XX, antes de la revolución bolchevique, contaba la historia de la amistad surgida entre el capitán del ejército ruso Vladimir Arsiniev y Dersu Uzala, un cazador nómada de la tribu goldi.

Ambos se conocen inesperadamente en los confines de la estepa siberiana. El militar era un cartógrafo enviado al frente de una expedición dedicada a explorar esa remota región de Asia para levantar mapas y fijar límites. Los dos personajes coinciden casualmente en medio de los bosques, y el capitán, sorprendido ante aquel hombre extraño y primitivo, por medio de un intérprete consigue hacerle una inquietante pregunta: "¿De dónde es usted?". El cazador lo mira con estupor, sin saber exactamente qué contestar, dado que los nómadas no son de ninguna parte y, por supuesto, no tienen la menor idea de lo que es una nación, y finalmente, tras vacilar, le responde: "Yo soy una persona". Su verdadera patria era su condición de ser humano. A partir de ese momento comienza a desarrollarse una relación crecientemente afectuosa entre un ruso educado, consciente del Estado y la institución a los que servía, y un cazador primitivo, astuto y bondadoso que no reconocía otra identidad que la de ser una persona que vivía en total comunicación con la naturaleza.

El problema de la identidad

Inicio estas reflexiones con esa anécdota porque se acerca inteligentemente a la esencia del problema de la identidad, un fenómeno al que inevitablemente deben enfrentarse los emigrantes y sus familiares. Yo soy un cubano viejo que ha vivido en España más de la mitad de su vida adulta, y ustedes, en su gran mayoría, mujeres y hombres muy jóvenes, han nacido en Estados Unidos y son hijos o nietos de cubanos que se exiliaron para escapar de la dictadura comunista. Mi cubanidad no tiene el menor mérito o demérito porque yo no la escogí. Nací en La Habana, en un barrio muy antiguo, en el seno de una familia cubana, y absorbí de una manera espontánea los rasgos de la identidad de la tribu a la que inexorablemente pertenezco.

La manera en que hablo el español, la comida que me gusta, la música que escucho, mis referencias históricas y culturales, los paisajes urbanos y rurales que impregnaron mi memoria y me acompañan desde niño, el paisanaje que me enseñó gesticulaciones y ritos, me fueron gratuitamente entregados por el medio en que crecí y evolucioné hasta que tenía 18 años, edad a la que tuve que marcharme de Cuba tras escapar de la cárcel y conseguir asilo político en una embajada latinoamericana. En otras palabras, de una forma orgánica, absolutamente natural, con una total continuidad entre mi hogar y la sociedad en que vivía, se fue construyendo una cierta identidad trenzada en torno a la criatura esencial que mi madre había traído al mundo en el remoto año de 1943. Esa identidad, la mía, era simple y monocultural.

La experiencia de ustedes es diferente, y mucho más rica. Ustedes pertenecen a dos mundos. O, mejor aún, pertenecen al mundo estadounidense, pero con una adición que los hace parcialmente distintos a la inmensa mayoría de sus compatriotas. Abrieron los ojos en un hogar distinto a la sociedad donde se desarrollaron. En la casa, los padres o los abuelos hablaban español, aprendieron o conservaron con mayor o peor fortuna esa lengua, la comida solía tener un penetrante sabor a ajo que les domó el paladar, y hasta las canciones de cuna que escucharon eran distintas a las de los amiguitos y amiguitas norteamericanos que comenzaron a conocer en el vecindario o en los tempranos días del kindergarten.

Ustedes fueron adquiriendo una identidad compleja y bicultural. Por una parte adoptaban los rasgos del mainstream norteamericano y por la otra les llegaba la fuerte influencia familiar, que aportaba elementos que de forma automática acabaron por incorporarse a vuestra forma de comparecer ante los demás e incluso de entender la realidad. Esa dualidad, naturalmente, no era fácil de asumir, especialmente en la etapa infantil y en la adolescencia, cuando uno no cuenta con una buena base intelectual que le permita entender cómo funciona la sociedad o cómo funcionamos nosotros dentro de la sociedad. Tengamos presente que los seres humanos son las únicas criaturas capaces de tener una identidad compleja. Los tigres o las palomas son sólo eso; las personas, en cambio, pueden agregar muchos matices diferenciadores a su identidad esencial.

Identidad y biología

En este punto, permítanme compartir con ustedes varias observaciones muy especulativas que, sin embargo, acaso puedan resultarles útiles:

  • La identidad tiene una función fundamental para mantener unidas a las tribus. Cuando reconocemos a otras personas que exhiben ciertos rasgos que nosotros tenemos, eso nos vincula. Es un factor de cohesión social que se fundamenta en mecanismos biológicos hasta ahora poco explorados. La razonable hipótesis del pensador y antropólogo José Antonio Jáuregui (Las reglas del juego: las tribus, 1979) es que ese reconocimiento y afinidad se controla mediante la actividad de los neurotransmisores, perfeccionada a lo largo de milenios de selección natural.
  • Por otra parte, la identidad común sirve para articular la defensa frente al enemigo, que es siempre el diferente. Tiene (o se le supone) una función primordial para proteger la integridad del grupo.
  • No hay nada especial en este mecanismo biológico. Existe en casi todas las especies y está muy presente entre los grandes primates, familia zoológica a la que pertenecemos, o estamos estrecha y humildemente vinculados. Los neurotransmisores recompensan con sensaciones agradables o castigan con sensaciones desagradables. Cuando uno se siente parte del grupo experimenta una sensación grata. Cuando uno es un extraño percibe una sensación incómoda, molesta. La tesis de Jáuregui es que nosotros, sin saberlo, somos esclavos de las actividades incesantes de los neurotransmisores. Son ellos los que gobiernan nuestras afinidades y nuestras aversiones con el propósito de que el grupo prevalezca.
  • Intuitivamente, las personas, cuando cobran conciencia de su individualidad, también advierten que pertenecen a ciertos grupos, y tratan de acentuar los rasgos que los unen a ellos. Esto les permite maximizar las recompensas psicológicas agradables. Pongamos un ejemplo muy claro: cuando estamos con un grupo de amigos partidarios de algún equipo deportivo, en medio de una competición, y nuestro equipo anota algún tanto, inmediatamente sentimos una explosión común de alegría. Ésa es la recompensa fisiológica que nos brindan los neurotransmisores. Nos están premiando como una forma de mantenernos unidos en torno a un objetivo común, en este caso la adhesión a un equipo deportivo.
  • Por la otra punta del fenómeno, eso explica la angustia de los niños y, especialmente, de los adolescentes cuando descubren que tienen rasgos que los diferencian del grupo que define la apariencia y el comportamiento general del mainstream. La no pertenencia molesta. Duele. Los neurotransmisores nos castigan por ser distintos. Por eso tratamos de pertenecer: para no sufrir.
  • La identidad compleja y la biculturalidad conllevan también un cierto costo. Recuerdo una anécdota que me contó mi hermano más joven, Roberto Álex. Mi hermano, que hoy es un brillante médico, llegó de Cuba a los 10 años, aprendió el inglés sin acento, es rubio y tiene los ojos verdes, es decir, responde milimétricamente al estereotipo gringo. Vivía en West Palm Beach, cuando allí no había cubanos, y muy pronto se convirtió en un americano más. Así lo percibían sus compañeros de escuela, hasta que lo visitaron en la casa. Entonces descubrieron que, además del rock, le gustaba la música cubana y alternaba el hamburger con los frijoles negros, y todo ello ocurría en un hogar en el que, sospechosamente, freían los plátanos.
  • La consecuencia de ese descubrimiento por parte de sus compañeros fue la de clasificarlo como una persona distinta. Súbitamente se convirtió en un hispano. Me cuenta que jamás lo discriminaron por eso, pero a los ojos de sus compañeros se había transformado en un ser humano lateralmente diferente. Noten lo que quiero decir: lo que lo hacía distinto al mainstream no era lo que le faltaba sino lo que tenía en exceso, esos otros elementos que agregaba a la identidad fundamental americana, hecha, como todas, de ciertos factores comunes.
  • Supongo que algo parecido les sucede a los judíos norteamericanos. Cumplen con todos y cada uno de los requisitos de la identidad norteamericana, pero a ella agregan un elemento religioso o cultural extra que los marca y diferencia, como no se cansa de señalar Woody Allen en sus ingeniosas películas.

Traigo a colación estas reflexiones porque estoy seguro de que ustedes, en mayor o menor medida, han pasado por experiencias parecidas. La conclusión final es que la identidad compleja y el biculturalismo tienen cierto costo e implican algún desgaste emocional. Es importante, pues, aprender a vivir con esas características y lograr obtener de ellas las ventajas y placeres que pueden proporcionarnos. Vamos a eso.

La cara positiva de la identidad compleja

Si la mala noticia era que la identidad compleja tiene un costo, la buena es que los beneficios pueden ser muy amplios. En realidad, la expresión biculturalidad es inexacta. Ustedes no tienen dos culturas. Para tener dos culturas habría que tener dos cerebros. Ustedes tienen una cultura más rica, con más matices y diversas fuentes de información. Pueden leer a Faulkner y a Vargas Llosa. Pueden disfrutar del rap -(al que le guste-) y del guaguancó o la salsa. Si muchos de ustedes observan cómo hablan con otras personas bilingües comprenderán lo que les digo. Ustedes comienzan con una frase en español, por ejemplo "Fulano es un tramposo que nos quiere engañar", pero inmediatamente continúan con una frase en inglés: "He thinks he can get away with murder".

¿Qué ha ocurrido? Que de una manera casi automática el cerebro ha elegido la expresión que con mayor precisión y economía se ajusta a lo que quieren expresar. Un purista pensará que están destrozando los dos idiomas. Un neurolingüista opinará que se comunicaron de la forma más eficiente de que disponen. Obviamente, no estoy recomendando el uso del spanglish, sino explicando por qué sucede esta yuxtaposición de lenguas para poder desplazarme a la siguiente afirmación: el biculturalismo opera como el bilingüismo. Nuestra experiencia dual nos proporciona modos muy ricos de entender la realidad, nos da una mayor distancia crítica y, en cierta forma, refina nuestros juicios éticos y estéticos. Cuando ustedes juzgan unos hechos o examinan una situación, lo hacen provistos de una mirada más densa y delicada. Naturalmente, se puede ser un tonto en tres idiomas, como afirman que Ortega y Gasset decía (injustamente) de Salvador de Madariaga, pero lo probable es que el dominio de dos lenguas y la información que nos llega de dos mundos enriquezcan notablemente nuestro intelecto, especialmente si detrás de eso existe una inteligencia poderosa y una adecuada estructura moral.

Otra buena noticia es que el mundo se mueve en la dirección en la que ya ustedes marchan. Internet, CNN, Fox y el resto de los síntomas de eso a lo que llamamos globalización apuntan a un universo interrelacionado en el que el inglés es la lengua franca, pero en el que se transmiten, conservan y magnifican el resto de las manifestaciones culturales particulares. Un simple paseo por el dial de la televisión en Estados Unidos les permitirá contemplar canales en español, chino, coreano y otra media docena de lenguas. Si hasta hace unas décadas, para mantener el contacto con sus raíces originales, el inmigrante y sus descendientes debían conformarse con retrasados recortes de periódico llegados por correo o costosas llamadas telefónicas, ahora internet, la televisión internacional, el videoteléfono y el fax nos permiten vivir en cualquier parte del mundo como si no nos hubiéramos movido de nuestra casa originaria. Eso logra que las identidades complejas sean cada vez más frecuentes y duraderas.

Obviamente, esta realidad tenía que generar consecuencias legales. La tendencia en todo el planeta, incluido Estados Unidos, es a reconocer la identidad compleja en el terreno jurídico. Cada vez son más los países que permiten y reconocen la nacionalidad múltiple. Mi nieta mayor, Paola, nació en Estados Unidos, vivió parte de su infancia en Miami y es americana. Pero como su padre es mexicano, y Paola tiene, lógicamente, familia radicada en esa nación, a la que visita con frecuencia, también posee una dimensión mexicana y un segundo pasaporte. Pero como, además, residió en España, donde estudió la segunda enseñanza, y su madre es ciudadana española nacida en Cuba, posee un tercer pasaporte, el español, y derecho a un cuarto, el cubano, al que tal vez acceda si Cuba algún día es un país libre. Si le preguntáramos a Paola, como a Derso Uzala, de dónde es usted, tendría que responder que es una mujer américo-mexicana-española-cubana, complejidad que la hace, como a todos ustedes, una persona más interesante por la enorme cantidad de matices que le aporta su complicada biografía.

¿Provoca la identidad compleja algún problema de lealtades? Por supuesto que no. La lealtad que mantienen las personas civilizadas y demócratas en el mundo contemporáneo no es a las naciones sino a los principios y a las formas de vida. Los cubanos exiliados y los opositores dentro de la Isla no son enemigos de Cuba, sino amigos de la libertad: por eso nos oponemos al Gobierno de Castro. Es una perniciosa imbecilidad repetir la frase "Mi patria con razón o sin ella", como nos proponen los nacionalistas irreflexivos. Si mi patria cae en manos de una pandilla totalitaria, lo patriótico es enfrentarse a esa pandilla. No hay ninguna contradicción entre amar a Estados Unidos, a Cuba y a cualquier otro sitio, porque, en realidad, esa frase es una licencia poética: lo que uno ama, repito, es cierta forma de vida y los principios que rigen esa manera de convivir. Si un día los enemigos de la libertad se apoderaran del Gobierno norteamericano, lo decente y lo patriótico sería oponerse a ellos fieramente.

Cuando Cuba sea libre

Creo que ya es el momento de examinar el caso concreto de ustedes y Cuba. Al fin y al cabo, eso es lo que nos ha traído a Princeton en esta primavera del 2006. Todos ustedes, más de un centenar de jóvenes cubano-americanos, se han reunido en una notable organización llamada Raíces de Esperanza. Los une el ancestro común y las ganas de ser útil a una sociedad a la que sólo conocen por referencia.

A mí me parece que hacen muy bien en congregarse. Contribuir a la libertad de los cubanos es una causa noble. Denunciar los atropellos que sufren es una tarea decente y digna. Todo ser humano debe dedicar cierto esfuerzo a la filantropía, y esa palabra, como todos sabemos, quiere decir amor al prójimo. Prójimo, a su vez, proviene de próximo, del que está cerca, ¿y quién está más cerca de ustedes que los miembros de la tribu de donde provienen sus padres y abuelos? Juntarse para hacer el bien es una de las más nobles tareas a las que pueden y deben dedicarse las personas. El altruismo, además, provoca unas gratas recompensas emocionales. Servir a los que sufren genera una dulce satisfacción interior, acaso, como señalé, debido a la secreta actividad de los neurotransmisores.

Por supuesto, cuando Cuba sea libre, el aporte que ustedes pueden hacer será de otra naturaleza. La formación norteamericana les ha enseñado algunas lecciones fundamentales que seguramente han asumido sin siquiera advertirlo: el valor de la tolerancia, la importancia de saber forjar consensos, las virtudes de la flexibilidad, el carácter indispensable del fair-play, el rol de las instituciones y la necesidad de someterse todos a the rule of law. Esa es parte de la carga positiva que les ha traído a ustedes la cultura norteamericana. Habría que agregar el espíritu de competencia, la meritocracia como método de reconocer las jerarquías, la búsqueda de la excelencia como objetivo en las tareas que se acometen, por humildes que sean, un fuerte compromiso con las actividades cívicas y un claro sentido de la responsabilidad individual. En Estados Unidos, felizmente, se aprenden simultáneamente los derechos y los deberes. No crean que ese difícil balance está presente en todas las latitudes.

En el momento en que sea factible, es importante que lleven a Cuba esa buena nueva, como les llamaban a los Evangelios los primeros cristianos. Las sociedades exitosas logran triunfar por los valores y principios que proliferan en ellas, y no por las riquezas naturales o por la habilidad de sus gobernantes. Churchill no hubiera sido Churchill en Paraguay o en Burundi. Necesitaba a la virtuosa sociedad inglesa para poder desplegar su inmenso talento de gobernante. Hay formas de transmitir valores, y esa es una gran tarea que tienen por delante en la Cuba futura.

Pero no deben contemplar a Cuba únicamente como un sitio por el que sólo deben sacrificarse sin esperar nada a cambio. Martí, que era un hombre extraordinario, pero que entendía la vida exclusivamente como un perpetuo sacerdocio en ayuda de sus semejantes, dejó dicho que "la patria es ara, no pedestal", subrayando con ello que Cuba debía ser el permanente objeto de nuestros sacrificios, sin aguardar recompensa alguna, pero creo que el Apóstol se equivocaba. La metáfora era muy clara: el ara es el altar sagrado donde oficia el sacerdote. El pedestal es la base sobre la que las personas se colocan para resaltar más. En realidad, la patria debe ser ara y pedestal. Es fundamental saber servir, pero no hay nada censurable en buscar legítimamente el beneficio propio. Eso es muy conveniente para el conjunto de la sociedad.

Cuando en Cuba haya libertades políticas y económicas, cuando no se persiga a los creadores de riqueza, como hoy sucede estúpidamente, quienes de ustedes tengan inquietudes empresariales y deseos de destacar en el orden económico deben pensar en la Isla como un territorio fértil para desarrollar todas las destrezas económicas y profesionales que han aprendido en los Estados Unidos. También es razonable que exploten convenientemente los lazos potencialmente riquísimos que surgirán entre Cuba y su gran vecino. Eso beneficiará a los cubanos, a los norteamericanos y a aquellos de ustedes que hagan bien su trabajo.

Es bueno que se entienda: como consecuencia de la dictadura de Castro y del éxodo que ha provocado con su crueldad y torpeza, a la Isla le ha salido una enorme y riquísima provincia en el exterior que tiene su principal territorio en el sur de la Florida, pero también abarca Union City, New York, Dallas, Los Ángeles, San Juan de Puerto Rico y otra media docena de ciudades donde hay notables comunidades cubanas. El mismo fenómeno, a otra escala, se repite fuera de Estados Unidos, en Madrid, Ciudad de México y Caracas, donde los cubanos se cuentan por decenas de millares. Esta masiva presencia, que en sus orígenes fue una desgarradora tragedia personal, será una bendición para la Cuba futura, tal vez como la dolorosa diáspora del pueblo judío y su exitosa implantación en medio planeta acabó siendo una inesperada ventaja para el Israel contemporáneo, fuertemente conectado a las vibrantes juderías radicadas en numerosas ciudades del mundo.

Fomentar esos lazos, cuando llegue el momento, será una vía extraordinaria para ayudar a Cuba. Es bueno, pues, que participen ahora en la lucha por la libertad de los cubanos. Será bueno cuando presten su hombro a la tarea de la reconstrucción. Será bueno cuando se empeñen en conquistar la prosperidad personal y colectiva. Ustedes, tienen, legítimamente, si lo desean ocupar, un lugar destacado en la sociedad cubana. Cuba los espera con los brazos abiertos. Gracias por cuanto hacen por los cubanos. Gracias por lo que podrán hacer en el futuro.

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