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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Más gente a la que leo

"(...) el prestigio pone al ser humano en el camino de la gloria pero con frecuencia lo aleja de la puerta del restaurante, es decir, le alimenta el espíritu en la misma medida en que le empobrece la despensa". Quien esto escribe, retratando mi propia vida, se llama José Luis Alvite.

"(...) el prestigio pone al ser humano en el camino de la gloria pero con frecuencia lo aleja de la puerta del restaurante, es decir, le alimenta el espíritu en la misma medida en que le empobrece la despensa". Quien esto escribe, retratando mi propia vida, se llama José Luis Alvite.
Es un prosista genial, de los que ayudan a vivir cada día con unas brillantes columnas a mitad de camino entre el Mailer de Los hombres duros no bailan y los momentos más fatalistas de Cunqueiro. Es uno de los que se me quedó en la panza del ordenador cuando, no hace mucho, escribí un artículo titulado "Gente a la que leo" en este mismo periódico. La lista era bastante larga: Albiac, Juaristi, Ángela Vallvey, José María Marco, Pérez Reverte, Benigno Pendás, Serafín Fanjul y el inefable Ruiz Quintano.

Pues hoy, empezando con Alvite, quiero hablar de algunos más.

César Alonso de los Ríos me acompaña desde cuando los dos éramos de izquierdas, en los tiempos al parecer remotos de lo que dimos en llamar "transición", cuando dirigía la revista La Calle, de la que guardo una colección casi completa. Ahora está en ABC y allí lo sigo. Pocos han defendido mejor la idea de la nación española, que es una expresión absolutamente precisa a pesar del presidente. Además, es un sabio generoso que posee una memoria prodigiosa, de la que no escapa casi nadie. Empezando por Tierno Galván, de quien escribió una brillante biografía que cambió su vida (la de César) y en buena medida la mía.

Iñaki Ezquerra va por la misma senda. Escribe en La Razón: "¿No hemos convertido en un tabú, en una mención escatológica que no debe pronunciarse en la mesa, la sencilla expresión unidad de España?". Hay que tener coraje para decirlo, y guardaespaldas si además se vive en el País Vasco.

En realidad, la idea de escribir este segundo artículo sobre la gente a la que leo se hizo imperiosa hace unos días, cuando vi en la portada de La Razón que se acababa de incorporar al diario José Luis Martín Prieto. Hace muchos años que nos conocemos, de cuando sus "excesos informativos" sobre el 23-F hicieron aconsejable su alejamiento temporal de España y fue enviado como corresponsal de El País a Buenos Aires. Como todo exilio, aquél produjo para el protagonista una segunda patria, y le otorgó un nuevo y definitivo amor. No dejen de leerlo nunca, siempre aprenderán algo nuevo e inteligente.

No sé bien por qué, aunque la amistad esté de por medio en algunos casos (no conozco personalmente a todos los mencionados, ni siquiera a la mayoría, empezando por Alvite), estoy hablando de señores mayores como yo, cuando hay figuras jóvenes –es el caso de Ángela Vallvey– que suplantan muy bien la falta de memoria personal con el talento y la información exquisita. Lo digo pensando en ese extraordinario escritor que se llama David Gistau, que igual que Martín Prieto comparte conmigo el tener dos patrias, las mismas, en su caso no por exilio sino por puro amor. Gistau es brillante, lo que le permitiría obviar los contenidos: escriba de lo que escriba, siempre suena bien. Pero es que, además, no recuerdo haber leído una sola línea suya que no esté llena de ideas.

La expresión "mis dos patrias", y también para el caso las mismas dos, se la debo a mi muy admirado Carlos Rodríguez Braun, el único tipo al que entiendo cuando habla de economía, que no reserva su enorme saber para los de la secta, sino que lo hace llegar hasta sujetos como yo, de lo más palurdos, ante los cuales, de repente, se hace la luz. Cada artículo suyo es un antídoto contra cualquier tentación colectivista que uno pudiera albergar.

Por supuesto, felizmente, la lista no se acaba aquí.

He dicho más arriba que la reaparición de Martín Prieto había hecho imperiosa la escritura de esta nota. Pero en el curso de su redacción recibí una de esas malas noticias a los que uno se va acostumbrando con la edad: ha muerto Pedro Altares, no sólo uno de los mejores periodistas que he conocido, sino uno de los seres humanos más generosos y llenos de bondad con que me he cruzado en la vida. Nos deja un legado impresionante: alguien habrá de estudiarlo, y en ese estudio no es el dato menor su papel descollante en Cuadernos para el Diálogo, parte esencial de la buena transición y de la factura de la Constitución, que tuvo más padres de los que se suelen reconocerle. Pedro Altares nos enseñó buena parte de lo que sabemos del oficio a unos cuantos de los que seguimos escribiendo. También a su hijo Guillermo, que cultiva con amor la tarea. Sea éste mi homenaje.


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