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ANÁLISIS

Manifestaciones, broncas y manifiestos: no entrar en el juego

La estrategia agitadora e insurrecta basada en la manifestación, la bronca y el manifiesto tiene más de activismo que de acción política, y no oculta, junto a otras tácticas, el propósito último de debilitar la estructura de la democracia representativa para imponer la denominada “democracia participativa”.

Urge desenmascarar este juego y no imitarlo. La última moda, el gran descubrimiento, el último grito, en suma, que ha ilusionado y vitaminado a la nueva/vieja izquierda, que la ha sacado de su sopor, que ha electrizado el rigor mortis, modelo Frankenstein, al que había sido condenado por la Historia y la voluntad libre de los ciudadanos, adquiere la forma de una larga marcha orquestada por la acción directa y la “bronca ciudadana”, entendidas como formas de lucha que aspiran a la imposición de la voluntad general del pueblo y el gobierno de las masas, siempre dirigidos, claro está, por la vanguardia de los jóvenes guerreros y la vieja guardia. La articulación de esta “operación neo-revolucionaria”en el momento presente ha sido posible por la confluencia de dos trayectos teórico-prácticos paralelos, de distinto signo pero similar destino: 1) la vertebración de lo que se ha dado en llamar “movimiento antiglobalización”, cuyos orígenes y estímulos provienen de agrupaciones de inspiración anarquista, alternativa, marginal, tercermundista, indigenista y radical, y 2) el discurso posmarxista de la nomenclatura de intelectuales de izquierda de toda la vida que, a falta de referentes fenecidos o simplemente desprestigiados, promueven un ideario renovado y progresista nominal de emancipación que se identifica con etiquetas como “republicanismo” o “humanismo cívico”, y cada vez menos como “nueva izquierda” o “tercera vía”.

El primer conglomerado es muy heterogéneo, aunque se reconoce porque sienta sus raíces, su sensibilidad, en espacios populares, en movimientos vecinales y ocupas; cristianos de base y teólogos de la liberación; pacifistas e insumisos; vegetarianos y ecologistas; agricultores de hoz y guadaña sin tierra y sin ganas de trabajar el campo; altruistas y humanitaristas; agrupaciones “sin fronteras”; movimientos guerrilleros de liberación nacional, zapatistas y castristas; ONG de todo pelaje; situacionistas y sesentayochistas canosos; rebeldes sin causa; artistas de variedades, de ayuno y peregrinación esporádicos a los países necesitados (de todo menos de ellos); plataformas y foros múltiples en favor de 0,7 por ciento o la condonación de la deuda externa (póntela, pónsela); los parias de la tierra, en fin. Entre sus principales dirigentes destacan Rigoberta Menchú, José Bové, Bono (el cantante de U2, no el presidente autonómico de Castilla-La Mancha), Bob Geldof, Marina Rosell, Dalai Lama, el subcomandante Marcos, Leonardo Boff, José Saramago y sobre todo mucha gente anónima y muy, muy, sencilla. Para muchos, el acta inaugural que aglutinó este espíritu del pueblo remite a la conferencia celebrada en Porto Alegre en 1998, y en sucesivas sesiones, que dieron lugar, entre otros, a movimientos como el Foro Social Mundial, que ha oficiado de comité central en la reciente movilización global contra la guerra de Irak, o el Observatorio Internacional de Democracia Participativa (OIDP), que conforma una red de ciudades y colectivos de todo el planeta, promotora del impulso y fomento de la participación directa de los ciudadanos en las tareas de la gobernación de la comunidad; una red dirigida por enterados y dirigentes que denuncian que la administración actual esté en manos de expertos y directivos…, o sea, de otros.

El segundo concentrado tiene instalados sus cuarteles generales en despachos de profesores universitarios, de profesionales y de periodistas, cuya tarea principal consiste en dotar de base argumental al guión que se representa en la calle, y un poco también en las instituciones. Estos intelectuales reflexionan mucho sobre los beneficios que comporta para la población, las naciones y su salud democrática el hecho de solapar (ellos dicen “complementar”) la función de las instituciones y la calle, la política representativa y la acción participativa, al objeto de restar protagonismo y legitimidad a los organismos públicos y a los gestores y mandatarios que ejecutan la tarea delegada, a los “políticos”, en suma, en beneficio de los “colectivos sociales” y la ciudadanía. El Parlamento de la Nación, según este argumento, debería transformarse, de modo que pueda acoger lo más vivamente posible el sentir de la gente, del pueblo, y se dejen sus señorías de tanto parlamentarismo, de debates sobre el estado de la Nación, de votaciones en las que siempre ganan los mismos, de equilibrio presupuestario, de reformas políticas y demás monsergas. Hay que tirar del Parlamento todo lo que pueda dar de sí hasta reventarlo, hacer mucho ruido para recoger las nueces, armar bronca para convertir la Cámara de Representantes en caja de resonancias populares y de músicas celestiales.

Para la filosofía política que emana de esta ilusión trascendental, la democracia representativa está poco menos que superada por el escalón dialéctico de la democracia participativa, que pasa por la intervención directa de los ciudadanos, por la publicidad total de las deliberaciones y decisiones públicas y por el control y la gestión directos de las administraciones y las instituciones. El programa participacionista quedaría de la manera siguiente: frente a las elecciones regulares y la legitimidad de las urnas, al papel principal en la política de representantes, los profesionales y las elites, y frente a las prácticas espaciosas y moderadas de la negociación, el encuentro, la votación, la lealtad y el compromiso basado en el pacto y la palabra, la democracia participativa favorece, en cambio, el consenso bajo presión, la aglomeración, la aclamación y el compromiso basado en la fuerza y el griterío. Es decir, hacer de la vida democrática una bronca ciudadana.

Algunos rasgos son nítidamente identificadores de estas “políticas impolíticas”: su vocabulario elemental y su recurso a la coacción como estímulo de la acción participativa. Es fácil reconocer esta filosofía básica, pues se ciñe a un muestrario de términos de lenguaje ordinario (muy próximos al vulgo) que se repite hasta la saciedad; por ejemplo: ciudadanía, gente, masas, opinión pública, participación, colectivos, movilización, lucha y, por encima de todos, cívico. Ocurre con el término “cívico” un hecho extraordinario, y es que todo lo que toca lo convierte en progresista, como por arte de magia: empresa cívica, trabajo cívico, dinero cívico, consumo cívico, política cívica, ciudadano cívico… ya es lo más. ¿En qué artilugios concretos se encarna la democracia participativa? En los Jurados Populares; en la colegiación obligatoria de los profesionales; en la movilización forzosa para actividades administrativas; en el asociacionismo y el asambleismo vinculantes; en los movimientos de ¡Salvad al tigre! o Salvemos esto y aquello; etcétera. Instituciones y colectivos que sirven para cualquier causa interesada, o mismamente causada, y que tienen tanto de coacción e intimidación como de falta de representatividad.

La consigna que vibra, entonces, en la nueva/vieja izquierda se resume en el triunvirato manifestación, bronca y manifiesto. El centro-derecha, las personas de convicciones liberales, los demócratas, no harán bien si apuestan por la emulación, la provocación y la competición en esta carrera del siglo. El entusiasmo de algunos constitucionalistas en el País Vasco por ganar la calle al radicalismo abertzale (dinámica manifestación/contramanifestación; contraposición “libertad obligatoria”/“nacionalismo obligatorio”); la llamada a los actores y artistas, al submundo de la cultura, a las izquierdas, para que también se manifiesten contra ETA o contra Fidel Castro y las convocatorias de masas concebidas principalmente para contrarrestar otras (manifestaciones en contra y a favor del Plan Hidrológico Nacional en Zaragoza y en Valencia, respectivamente); la confección de manifiestos reivindicativos o de repulsa para compensar los de otros, pero a menudo firmados por los de siempre y los de más allá, son ejemplos, de actitudes bien intencionadas y aun necesarias en muchos casos, pero que no deberían, a mi juicio, convertirse en modelos principales de la acción política. Los que apelan como norma a la calle, al griterío y a la proclama, aun cuando llenen avenidas y recojan miles de adhesiones, no representan a la mayoría, ni son más ni mejores por ello, ni llevan necesariamente razón, ni deben dar envidia. La fascinación, el desaliento y la turbación ante su contemplación, su burda réplica, los celos y la rivalidad que concitan, no son más que muestra de inseguridad y de complejo de inferioridad.

Durante la crisis de Irak, resultaba cuando menos bochornoso advertir cómo el Partido Popular —que dispone de mayoría absoluta en el Parlamento, que gobierna con el apoyo de más de 10 millones de votos, que cuenta con casi 600.000 afiliados— se sentía en muchas ocasiones retraído y hasta avergonzado ante el acoso y la furia de los insurrectos pacifistas nominales, y cómo muchos de sus militantes estaban desaparecidos ante el combate y no pocos dirigentes decían desconocer lo que estaba pasando en Irak, o sencillamente no hablaban de ello, y no dejaban de rezar con fervor para que todo acabara cuanto antes. No niego ni olvido la infame persecución que han tenido que sufrir, así como que sólo unos pocos han abandonado la nave en momentos de tormenta, pero sí atestiguo que si a escala nacional se practica la moda ventajista de dejar solo al PP, a nivel interno no se ha roto la costumbre, dejando prácticamente solo al presidente Aznar para que capeara el temporal, por más que su compromiso personal haya sido firme y haya mostrado gran generosidad esforzándose por proteger, por ejemplo, a sus delfines y evitarles un desgaste feroz antes de estrenarse.

La nueva/vieja izquierda se ha embarcado en una travesía de democracia participativa, manifestación, indignación y politización de alto voltaje más suicida que victoriosa. No hay que seguir ese patrón. Un ejemplo muy claro de este desvarío se pudo comprobar en las pasadas elecciones presidenciales francesas en las que muchos electores de izquierda sencillamente no fueron a votar en la primera vuelta (¿votar, para qué?); consecuencia: el candidato izquierdista Jospin es superado por el nacional-populista Le Pen; efecto: se enfadan muchísimo por el triunfo electoral de la derecha que ellos en parte han provocado; reacción: asisten a miles de manifestaciones para denunciar la miseria del Sistema, y acaban votando en la segunda vuelta al gaullista Chirac, con las consecuencias que estamos comprobando en el momento presente.


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