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LIGA NORTE EN CATALUÑA

Madariaga y los mendas

“Tres mendas hay en España: Solyenitsin, Albornoz y Madariaga”. Era el estribillo de una canción de Víctor Manuel que siempre provocaba grandes carcajadas entre todos los idiotas que íbamos a aplaudirle en las primeras fiestas públicas del recién legalizado Partido Comunista.

La semana pasada se cumplieron veinticinco años de la muerte del tercero de aquellos risibles personajes, don Salvador de Madariaga. Allá por 1976, nosotros, los hijos de Marta Harnecker y de Vázquez Montalbán, que entonces acabábamos de estrenar la juventud, no sabíamos quién era. Sólo teníamos constancia de que aquel anciano que volvía a su país tras un exilio de 37 años poseía la desvergüenza inaudita de afirmar que la Unión Soviética era una dictadura; y de decir que “con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936”. Eso fue suficiente. Nosotros, los discípulos de Manuel Sacristán y de Eduardo Haro Tecglen, de los grandes intelectuales que desde el interior del país habían puesto en jaque al fascismo con riesgo de sus vidas, no necesitamos oír más. El preclaro artista estaba en lo cierto: únicamente de la mente enferma de un menda podrían haber surgido tamañas barbaridades.
 
Estos días, el aniversario de la muerte de Madariaga, con la excepción de ABC, ha pasado prácticamente inadvertido para los medios. Aquella generación, la de los telespectadores que ya empiezan a salir de la juventud, sigue sin saber quién fue Salvador de Madariaga y, por tanto, no ha echado de menos su recuerdo. Interesa la actualidad, y la actualidad ahora es la llegada al poder de la Liga Norte en Cataluña. Interesa, tal vez, la serie de artículos en Expansión de ese brillante diputado del partido de Maragall que piensa explicarle a su suegra andaluza cómo el IVA que paga la buena mujer cada vez que compra una bolsa de pan Bimbo en Granada sirve para engrosar el déficit fiscal del Estado español con la Nación catalana. También debe haber cierta curiosidad por saber cómo argumentará ese yerno ante la paisana de Pepe Montilla que el Partido Popular de Cataluña debe ser aislado, y recibir un tratamiento similar al que el Pacto Antiterrorista prevé para el brazo político de ETA en el País Vasco. Seguramente interesaría a todas las audiencias, incluida la suegra del tribuno, tener noticia de que bastante más de la mitad de los apellidos de Cataluña no son de origen autóctono y que, sin embargo, únicamente seis diputados autonómicos han nacido fuera de la comunidad. Pero Madariaga no interesa. Por eso, las muchas páginas que él dedicó en sus libros sobre el ser de España a cómo, por ejemplo, los hidalgos vizcaínos forzaron, en el siglo XVI, la aprobación de los estatutos de limpieza de sangre para poder deshacerse de la competencia de los conversos y así conseguir en exclusiva prebendas y cargos públicos, no pueden ayudan a ningún fan de Víctor Manuel y Ana Belén a comprender tantas realidades de la España contemporánea.
 
El drama de España no es ése que anuncia Maragall. El verdadero drama es que no sabe quién fue Madariaga. Lo auténticamente grave es que aquellos alegres muchachos que se buscaban a sí mismos mientras reían con la letrita de Víctor Manuel, ahora ocupan la mitad de los escaños del Parlamento, pero siguen sin saber quiénes son. Crecieron sin verdaderos maestros, sin ningún pilar sólido sobre el que poder alzarse. La genuina cultura nacional, a la que se habrían tenido que haber aferrado para construir sus señas de identidad colectiva, les es por completo ajena. La Tercera España, la que ignoran, la de Madariaga y Albornoz, la depositaria de la mejor tradición liberal y nacional sin la que aquí sólo es posible el vacío, para ellos sigue siendo la España de los mendas. Por eso, continúan riendo y jugando a levantar las manitas y gritar que los están atracando. Por eso, como aquellos personajes absurdos de las novelas de Kundera, han acabado convirtiéndose en alegres aliados de sus sepultureros. Por eso, no saben que son lo que son. Ése es nuestro verdadero drama, y no el que nos promete Maragall.
 
“Supongamos que las elecciones son libres e imparciales y que los elegidos son racistas, fascistas y separatistas”, dijo en 1990 el embajador de Estados Unidos en Yugoslavia. “Ése es el dilema”.  Los alegres muchachos le responderían de inmediato que entonces habría que sentarse a dialogar. Madariaga, por el contrario, les hubiera replicado que la libertad y la democracia no son sinónimos; que la democracia es una condición para que exista la libertad, pero que por sí sola no es suficiente; que los griegos, tras un largo y  fructífero diálogo, decidieron de forma impecablemente democrática asesinar a Sócrates, y que condenarlo a través del sufragio no legitimó su crimen. Seguramente, se vería impelido a hacer pedagogía con ellos, y a explicarles que en la historia moderna lo que convirtió a Europa en la patria de los hombres libres no fue el plebiscito de las masas, sino la existencia de instituciones legales independientes que garantizaban que ningún poder destruyese la dignidad y la libertad de los individuos. Llegado a ese punto, tendría que recordarles que el constitucionalismo y el nacionalismo liberal español del que debieran estar orgullosos, surgió precisamente para defender esos derechos inalienables de las personas, con independencia de cuál fuera la voluntad del soberano o de la mayoría; y que nació precisamente contra las “leyes viejas” de los seguidores de Don Carlos que luego Sabino Arana convirtió en lema de los que ahora quieren destruir la Constitución, unos para imponer la tiranía de la tribu y otros para quedarse con las migas del pan Bimbo.
 
La España de Madariaga, la olvidada, la de la ilustración liberal, la imprescindible, la de los mendas  que nunca han leído esos progresistas que cuelgan pancartas dentro del Congreso y  aplauden a Víctor Manuel, la mejor, pensaba así. 
  
 
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