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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Los nuevos partidos políticos

La aparición de un nuevo partido político en el panorama español, esta vez lanzado desde el País Vasco y con el padrinazgo de Fernando Savater, me obliga a una reflexión personal sobre Ciudadanos de Cataluña y la experiencia de los intelectuales en política.

La aparición de un nuevo partido político en el panorama español, esta vez lanzado desde el País Vasco y con el padrinazgo de Fernando Savater, me obliga a una reflexión personal sobre Ciudadanos de Cataluña y la experiencia de los intelectuales en política.
Fernando Savater.
Sobre todo ahora, pasadas las elecciones del 27 de mayo, en las que Ciutadans, que ya nada tiene que ver con el proyecto original y que ha llegado a ser un partido más, una alternativa de izquierda más en una parte del mundo en que hay alternativas de izquierda para dar y regalar (todas, al final, confluyen en el enepartito del poder), ha sido borrado del mapa electoral. Justo cuando habían empezado a hablar con Savater de unidad de acción en España.
 
Pero vamos a la historia.
 
Los quince firmantes del primer manifiesto, entre los cuales me cuento, teníamos clara una cosa: no había en Cataluña un partido que no fuese nacionalista. Ni siquiera, desde luego, el PP de Piqué, tan diferente del de Vidal-Quadras. Ése fue el sentido del texto: el reclamo de la creación de un partido no nacionalista. En el grupo había personas de muy variado origen ideológico, todos coincidentes en ese punto y dispuestos a impulsar una organización política de nuevo cuño, de cuyas listas en ningún caso íbamos a formar parte. La participación militante no era nuestro objetivo. Como intelectuales, considerábamos (creo que ninguno de mis compañeros discutirá esto) que hacer política no estaba entre nuestras funciones.
 
Por otra parte, si bien todos discutimos, y en no pocos casos con acaloramiento, las líneas ideológicas del proyecto, entendimos que, aun cuando unos tuviésemos más razón que otros, nuestro papel se acababa exactamente un minuto antes del primer congreso del partido, del que saldrían el programa, los criterios de propaganda y, en definitiva, la línea identitaria del conjunto.
 
No me parece del caso exponer aquí mis desacuerdos con el Ciutadans actual, que son considerables, aunque, no sé bien por qué, me mantengan en su página web como parte del grupo promotor, del que varios han sido eliminados (quedan, quedamos, once, probablemente porque, como en mi caso, algunos de mis compañeros no pidieron ser dados de baja con armas y bagajes, es decir, con foto y artículos, por pura pereza, o por creer que los Ciutadans de hoy se habrían dado cuenta de que nuestra presencia allí, con cierto carácter de respaldo a su política, no sólo era inadecuada, sino moralmente inaceptable: no se puede utilizar eternamente el nombre del que puso un huevo cuando el huevo ya se ha diluido en una tortilla que puede ser del gusto de unos y del disgusto de otros). Lo que sí me importa es señalar la diferencia de circunstancias y de objetivos entre el partido de Savater, que aún no tiene nombre, y Ciutadans.
 
Una cosa es venir al mundo en la acera opuesta a la de todos los demás porque no hay a la vista nadie que represente la voluntad no nacionalista, y otra, muy diferente, hacerlo cuando está claro que sí hay una opción disponible, la del PP del País Vasco, que no registra deriva alguna hacia posiciones nacionalistas y cuyos militantes ponen el pellejo cada mañana y cada noche. En Cataluña, nadie nos buscó para matarnos, ni buscó a ningún militante del PP pistola en mano: a lo sumo, sufrimos agresiones de segundo nivel. Las cosas no habían llegado a tanto. Pero en el País Vasco sí: los asesinos, entre charla y charla con el Gobierno, hacen listas en las que los militantes del PP siempre ocupan un lugar de honor. El mismo que le ha tocado ocupar a Fernando Savater, a Rosa Díez o a Gotzone Mora. ¡Pero qué respuestas tan diferentes las de los dos primeros y la de la tercera!
 
Las razones que han llevado a Savater (y a Rosa Díez, según parece, aunque ella no se ha pronunciado públicamente al respecto) a proponer la fundación de un nuevo partido las ha expresado el filósofo en la prensa en forma muy sintética y clara: "Yo nunca votaré a la derecha". Después explicó que no se trataba de un simple mantra, sino que había diferencias bien fundadas, por ejemplo (y creo que no dio ningún ejemplo más), en el terreno de la educación.
 
¿Acaso defiende Savater el modelo educativo del Gobierno, derivado de la antigua Logse y enemigo de cualquier valor trascendente, como le ha señalado en este mismo periódico Alicia Delibes hace pocos días? ¿O es que él, hombre inteligente donde los haya, aún cree en todas las fantasías anticlericales con las que se ha implementado la lucha propagandística contra la enseñanza de calidad? Probablemente sí. Pero lo que hay en el fondo es la decisión de afirmarse como hombre de izquierdas, de asegurar que siempre lo será.
 
Lo mismo que les pasa a sus compañeros. Lo mismo que les pasaba a los rusos que iban al paredón para ser ejecutados por orden de Stalin y morían convencidos de que debía de haber un error, de que si Stalin se enterara de lo que les estaba pasando intervendría para salvarlos. Unos se dieron cuenta de lo que realmente ocurría en 1937, otros en 1945, o en 1956, o en 1968.
 
Nicolás Redondo Terreros, arrollado por su propio partido (por el presidente de la sonrisa boba y con el aval de Felipe González), dice ahora que él morirá en el PSOE, no por Zapatero, sino por Pablo Iglesias e Indalecio Prieto, y porque su padre y su abuelo fueron socialistas toda la vida. Una soberana estupidez. Uno es lo que es por sí mismo o no es nada. Las ideas no se heredan, felizmente. En cambio, Gotzone Mora, quien sostiene idénticas motivaciones ancestrales para seguir siendo socialista, ha atendido al llamado de la realidad y pide el voto para el Partido Popular. Mañana debatirá sobre estatalismo o liberalismo, enseñanza laica o enseñanza confesional, sanidad pública o privada, pero hoy reconoce a quienes ponen el cuerpo y plantan cara a la política oficial de cesiones constantes al terrorismo.
 
Ciutadans fue para varios de nosotros una consecuencia de las concesiones de Piqué a unos enemigos políticos que no se las agradecerían nunca. Para otros, una consecuencia del paso (anunciadísimo) de Maragall al campo nacionalista. Savater lo sabe bien, porque estuvo en el acto fundacional, en el Teatro Tívoli de Barcelona. Lo nuestro era el rechazo frontal al nacionalismo. El nuevo partido vasco, en cambio, cuajará como rama disidente del PSOE: no pueden soportar más la convivencia con tipos como Eguiguren o el Pachi, pero tampoco pueden atravesar la calle y reunirse con el PP, que en sus circunstancias es la verdadera garantía ante el nacionalismo opresivo de los paramilitares de ETA y de los seudodialogantes del PNV, con Plan Ibarreche y todo.
 
Por mucho que se empeñen los que se reclaman herederos de Pablo Iglesias, o de Indalecio Prieto, o de Julián Besteiro, o de Juan Negrín, que de todo ha habido en el viejo socialismo español, y señalan con el dedo (ellos no saben que es de mala educación) al Partido Popular como heredero del franquismo y hasta de la Inquisición, resulta que uno de los grandes méritos de esta formación política es su absoluta desvinculación con el pasado.
 
Eso lo convierte en una entidad bastante más flexible que el PSOE, que siempre parece desfilar por un corredor lleno de momias, en cuyos vendajes anida la superioridad moral de la izquierda. Esa superioridad que Savater y sus compañeros dan por sentada, como es costumbre, inclusive entre gentes de derechas, que actúan como con culpa. (Baste un dato al respecto: en mayo recibí en mi buzón propaganda electoral de IU, PSOE y PP: los dos primeros la enviaban en sobres con el logotipo correspondiente en rojo brillante; el PP, en sobres sin identificación. Se entendería en el País Vasco, pero no en Madrid).
 
La única razón por la que parte de los promotores de Ciutadans no nos veíamos en condiciones de votar al PP de Cataluña era la postura filonacionalista de Piqué. No el pasado del PP, no el liberalismo conservador, que, precisamente, bien lejos está de todo nacionalismo, estatalista por definición. ¿Discusiones sobre la educación? Pues claro. ¿Sobre la sanidad? Pues claro. Es lo normal. Lo explica como nadie la siempre brillante Ana Nuño, en un blog:
No logro comprender el [argumento] tan repetido por la izquierda, ayer ufana y hoy de capa caída. Dice ese argumento que no se puede votar al PP porque este partido, a pesar de defender cosas tan fundamentales y básicas como la libertad y el rechazo de los nacionalismos identitarios, sigue oponiéndose al laicismo o tiene una concepción limitada de la familia, por ejemplo.
 
Vamos a ver: ¿conocen ustedes en todo el planeta algún votante de carne y hueso de alguna democracia establecida que dé su voto a un partido porque apoya al 100 % el 100 % de sus ideas y de su programa? Sólo en los regímenes totalitarios, donde sí que se organiza de vez en cuando algún tipo de comicios, es moneda corriente este tipo de razonamiento, perfectamente antidemocrático.
 
Yo no soy creyente y estoy convencida (en fin, la Historia me ha convencido) de que es más cónsono con las libertades un Estado que instituya la separación absoluta entre la esfera de los poderes públicos y las instancias religiosas. Sé, además, que familia no sólo hay una (aunque también sé que modelo de familia sí que lo hay, sujeto, eso sí, a cambios históricos). Pero nada de esto me impediría votar a un partido, el PP, que en estos puntos sobre todo defiende posturas distintas e incluso contrarias a las mías.
Y el broche de oro:
La más reveladora muestra del bajo nivel de la izquierda española y de su incapacidad de renovarse no es que los izquierdistas y los progres sigan cultivando nostalgias totalitarias, sino que quienes fueron izquierda y progresía ayer, y hoy han abierto los ojos, no se atrevan a dar el salto ideológico definitivo. Que no consiste en pasar de la izquierda a la derecha, sino en caer de pie en el territorio de la democracia. En el que los ciudadanos son libres no sólo porque pueden escoger entre varias opciones para votar a sus gobernantes, sino porque comprenden que en democracia, ningún partido político está obligado a encarnar el ideal de la pureza ideológica. Esta es la libertad más preciada de la democracia: en ella, el poder no puede imponer un modelo ideal a todos los ciudadanos, y ningún ciudadano está obligado a identificarse plenamente con el poder.
Pues eso.
 
 
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