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DRAGONES Y MAZMORRAS

Literatura pura y dura

El otro día leí en un suplemento dominical una entrevista a la célebre copista Ana Rosa Quintana y me quedé de una pieza cuando la periodista le pidió su testimonio, como “víctima de un escándalo de plagio editorial” (el subrayado es mío). No recuerdo la respuesta de la presentadora, pero creo que aludió al sufrimiento, al dolor y a la impunidad televisiva.

Se abstuvo, felizmente, de referirse a la intertextualidad, al acervo cultural, ni a nada por el estilo, tal vez porque no sepa cómo se comen tales conceptos, tal vez porque, sabiéndolo, lo esconda, y en eso resida su éxito de superviviente.

La intertexualidad, o las muchas lecturas son un freno sin duda para la creatividad; por eso decía Julio Camba que él no leía nada, para no verse en la tesitura de copiar involuntariamente a los demás, fuesen o no grandes genios. Una vez leí, o me contaron, que Pablo Neruda, como García Lorca, le quería recitar unos versos, exclamó: “No me leas, que me influyes”. A la pobre Ana Rosa la influyeron demasiado las malas compañías y las pésimas lecturas que éstas hacían.

Muchos escritores de reconocido prestigio han sido acusados de plagio, y no sólo Camilo José Cela, hoy desmontado por Tomás García Yebra (¡qué estarán tramando contar él, la viuda y mi admirada Carmen Balcells!), sino, en el pasado, poetas como Campoamor quien, a pesar de que fue patente que copió a Victor Hugo y sus contemporáneos le daban por perdido, mantiene su fama inalterada. La gran doña Emilia Pardo Bazán fue mancillada por la sospecha de haber plagiado un cuento a un escritor de tercerilla que firmaba Emilio Ferrari y ella se despachó con un desdeñoso: “¡Cuándo se convencerán los bobos, o mejor dicho, los pillos, de que los asuntos históricos y tradicionales pertenecen a todo el mundo!” Las que no son de todos son las traducciones, trabajo tan particular que nunca hay dos iguales, por eso Vázquez Montalbán, que se había beneficiado del esfuerzo ajeno en su supuesta versión al castellano de Julio César, de Shakespeare, fue declarado culpable por los tribunales.

Del plagio a las influencias y de éstas a las coincidencias hay un paso, y largo, pero muchos no lo ven o no lo quieren ver, por bobos o por pillos, Hay quien se empeña erre que erre en encontrar el eco de tal autor en tal otro, cuya obra este último quizás ni siquiera intuyó. Dicen que una vez preguntaron a Faulkner por su deuda con James Joyce y que, tras un breve silencio, contestó con una frase que me parece perfecta: “A veces pienso que hay una especie de polen de ideas flotando en el aire, que fertiliza de modo similar a mentes de diferentes lugares, mentes que no tienen ningún contacto entre sí”. A este polen son, en particular, alérgicos los profesores universitarios, atenazados por el terror académico, y dedicados de manera obsesiva a rastrear influencias donde no hay más fecundo aprendizaje o genial coincidencia, como genial fue la salida de cierto doctorando que, acusado de plagio por uno de los asistentes a la lectura exclamó ante las abrumadoras pruebas: “¡Fíjese qué casualidad, tenemos las mismas fuentes!”

José Jiménez Lozano, que ha estado tres días en Madrid hablando de literatura pura y dura en la Residencia de Estudiantes, puso un ejemplo muy ilustrativo de esto que digo de las influencias y de las lecturas, al referirse a una profesora muy culta, especialista en San Juan de la Cruz que vio en el pájaro solitario del místico la influencia muy concreta de un remoto poeta persa, sin caer en la cuenta de que el pájaro estaba en la Biblia sin ir más lejos y, aún más cerca, de cualquier rama colgado. Yo sé en que categoría habría clasificado doña Emilia a tan perspicaz lectora pero Jiménez Lozano fue más piadoso.

Esas tres lecciones en la Residencia, que se anunciaban como “El narrador y sus historias”, fueron una gozada y una especie de anti taller, o contra taller literario. En la primera, titulada “El escritor y sus demonios”, Jiménez Lozano no se mordió la lengua al enumerarlos: la losa política, el público, los editores y los críticos. A cual peor. En la segunda, “Escribir historias cuando no es tiempo de ellas”, abordó el tema, más mollar, de la creatividad, del escritor enfrentado a la ardua tarea de “nombrar el mundo”, de inventarlo a cada narración. A todos se les suelen ocurrir las mismas cosas, por eso la literatura es una forma de especulación, y hay que “sacar de sus casillas” al lector, arrebatarlo. En la tercera y última, pasó a los ejemplos prácticos, “Dos outsiders: Cervantes y Dostoievski (Coda sobre unas cuantas pejigueras), en los que quedó claro la coherencia de su planteamiento anterior, pues en ambos pesó, y de qué modo, “la losa del momento”, ambos nombraron el mundo, arrebataron al lector, contrariaron la pragmática de la estructura y practicaron, en cierto modo, la estética del desdén. Y es que la literatura pura y dura nunca es causa, sino efecto.


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