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EL ARTE DE (SOBRE)VIVIR

Lectura y humor para leer la crisis

Reconozco mis dificultades para hallar los genuinos vínculos entre los hombres, o mejor, entre la radical subjetividad y lo común, entre la vida privada, e incluso íntima e intransferible de cada individuo, y la ciudadana.

Reconozco mis dificultades para hallar los genuinos vínculos entre los hombres, o mejor, entre la radical subjetividad y lo común, entre la vida privada, e incluso íntima e intransferible de cada individuo, y la ciudadana.
Lejos de resultarme sencillo descubrir esos lazos, a veces me resulta imposible no dejar de repetir el pensamiento de Nietzsche: "Si es común, por supuesto, no puede ser bueno". La verdad, la bondad y, seguramente, la belleza no pueden ser, según el pesimista alemán, compartidas. Esas cualidades pertenecen al ámbito extraordinario e irrepetible de lo privado e íntimo. Son cualidades tan sagradas como sus portadores.
 
El hombre, el individuo privado tiene que ser redimido del terrible represor público. Es menester devolverle al individuo privado todo aquello que le ha sustraído el hombre público en nombre de la razón. Nadie puede aspirar a esos bienes, por lo tanto, en el terreno de las instituciones y vivencias compartidas, o sea comunes. En otras palabras, nadie alcanzará la verdad, la bondad y la belleza, por expresarlo en términos clásicos, en el ámbito de la política. Nada excelso podrá desprenderse de una concepción política de la existencia humana. Más aún, según Nietzsche, las instituciones políticas, culturales y religiosas existentes en su época, así como las filosofías académicas que prestaban su servicio para que las sofocantes costumbres políticas del siglo XIX tuvieran algo de respetabilidad, eran la condena del individuo. Éste jamás sería sincero, bueno y bello en lo público.
 
Tengo, sin embargo, cientos de razones, y muchos más motivos, para disentir de esta concepción perversa del poder en general, y de los vínculos políticos entre los hombres en particular, pero debo confesarles que esta sensación apolítica y, en cierto sentido, inhumana de la existencia recorre mi pensamiento cada vez que leo un informe, una columna, o un libro sobre la actual crisis económica. Excuso decirle cuáles son mis sentimientos, cuando cruzo, comparo y opto entre unas y otras interpretaciones. La bajeza de algunos gobernantes, por ejemplo, la del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, compite en estulticia y maldad con hombres multimillonarios, por ejemplo, el señor George Soros, en su último engendro titulado Para entender la crisis económica actual, pues que los dos se dan la mano, ya que es imposible hablar de darse razones, a la hora de culpar de la crisis económica a Bush y al Fondo Monetario Internacional.
 
Aparte de los diferentes matices de estos dos juicios sobre la crisis, es obvio que comparte una maldad, una mala fe, que sólo es comparable con la de quienes afirman que todos los males vienen del exceso de intervencionismo del Estado o, por el contrario, de no haber sido controlado con la debida diligencia el funcionamiento del famoso libre mercado. Tampoco están fuera de crítica quienes consideran, entre los cuales me cuento, que buena parte de los males, si no todos, reside en esos jóvenes tiburones sin escrúpulos capaces de cualquier cosa por su enriquecimiento. El cine de las últimas dos décadas nos los han presentado como unos demonios bellos, tipos de guante blanco y corazón de roca, capaces de cometer todos los crímenes del mundo. No seré yo, naturalmente, quien tape las barbaridades cometidas en "los felices 90", en la terminología de Stiglitz, que son "la semilla de la destrucción", pero, desde luego, sí que me atrevo a cuestionar que todos los aspectos de la crisis se deban centrar en estos forajidos de las altas finanzas de Wall Street.
 
George W. Bush.Tampoco creo que el asunto, visto desde el punto de vista moral, se termine acusando a Bush y a los gobiernos occidentales de aplicar un "socialismo para banqueros", según la expresión de James S. Henry, para salvar a esos tiburones y reservando las medidas duras para los de abajo. No digo que no haya algo de verdad en todo eso. Lo que digo es que hay miles de ocurrencias, miles de vagas ideas, y una carencia absoluta de un par de creencias sólidas en las que aguantar nuestros diagnósticos de la crisis, especialmente a la hora de buscar culpables. Acaso por eso aconsejo un libro extraordinario de un clásico del pensamiento norteamericano, que tuvo el valor de analizar unas cuantas crisis económicas, seguramente muy diferentes de la actual en términos financieros, pero muy parecida en materia moral. Me refiero a la obra de Henry Adams La educación de Henry Adams (Alba).
 
Esta obra de otra época, quizá muy ajena a la nuestra, me ha enseñado que sin autolimitación moral tampoco funciona el capitalismo. Y, además, sugiere que sin humor aún se entenderá menos una crisis financiera. Creo que no es bueno frivolizar sobre la crisis financiera, aunque a veces venga bien un poco humor e ironía. El otro día, según me contaba un viejo periodista, un famoso locutor, con el riñón bien cubierto, decía con tono grave: "No se alarmen, queridos oyentes, sobre el destino de sus ahorros que tienen depositados en sus bancos, pero tenemos que hablar de los riesgos que corre el sistema bancario nacional e internacional". Siguió justificando la importancia del asunto con los tópicos de siempre: no nos gustaría hablar de este tema tan escabroso, pero la actualidad manda. Esto es un servicio público y nosotros tenemos la obligación de informar, etcétera… Estoy convencido de que muchos de los oyentes, sin esperar más información y sin encomendarse a nadie, corrieron a sacar sus fondos. No es justo este alarmismo, decía mi viejo amigo, en señal de desaprobación del programa de radio. Aunque no estaba muy convencido de mis palabras, le di la razón y seguí abundando en lugares comunes: es innecesario alarmar a la población con este tipo de soflamas radiofónicas. Es mejor informar de modo preciso sobre lo que está pasando, etcétera.
 
Sin embargo, vista la cosa desde el lugar del sufriente ahorrador, tampoco creo que sea tan malo este tipo de programa. Al contrario, no está mal meterle un poquito de miedo en el cuerpo al personal para recordarle sus irresponsabilidades. La carencia de educación financiera entre los españoles, por desgracia, no es contemplada ni siquiera como falta. La gente alardea de su analfabetismo financiero tanto como de su analfabetismo musical. El analfabetismo se vende como un valor. Terrible. Pero, mira por dónde, viene Paco con la rebaja y la gente se pone tan nerviosa que culpa al otro de sus propios errores. El personal pedía créditos hasta para irse de vacaciones, pero ahora estigmatizan a los bancos y se llevan la pasta a su casa. Vale.
 
El sistema funcionaba, y sospecho que seguirá funcionando, con absoluta carencia de principios morales, pero eso no significa que el personal de a pie eluda sus propias responsabilidades. Creo que aquí no se salva nadie. El Gobierno nos ha engañado sin informarnos de lo que pasaba. De acuerdo. Pero no estaría mal recordar cuántos años hace que oímos lo de la burbuja inmobiliaria. Las empresas se han enriquecido a base de especular. Por supuesto. Pero los particulares, naturalmente, hemos tragado; pocos, muy pocos, han puesto en pie pared y se ha tomado en serio que no se puede ganar 100 y gastar 120, ni tampoco hemos renunciado a comprar un piso que, excepto los imbéciles, sabíamos que estaba muy por encima de su precio real si lo comparábamos con el coste de otro país de Europa.
 
En fin, el sistema se tambalea. Lloramos amargamente y, por supuesto, nadie se priva de culpabilizar a los tiburones de Wall Street. Cuesta defender a esa gentuza. El problema terrible es que el propio sistema no puede castigar a esos tiburones sin llevarse de paso a millones de ciudadanos normales. Esta es la tragedia. He ahí el gran tema que debería impartirse en las clases de la famosa asignatura de Educación para la Ciudadanía. El capitalismo también necesita autolimitación moral.
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