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ASUNTOS EXTERIORES

Lecciones de un suicidio

El suicidio de David Kelly ha puesto sobre el tapete varios asuntos, relacionados todos con la información. El primero es uno del que ya se ha hablado en Libertad Digital en varias ocasiones, aunque entonces, hace algunas semanas, no se podía pensar que fuera a traer consecuencias tan trágicas.

Es la relación entre los políticos y los servicios de inteligencia, y la nueva visibilidad que estos han cobrado a raíz del debate acerca de las pruebas que justificaban, o no, la intervención en Irak. En este asunto, quienes se opusieron a la intervención en Irak —la prensa progresista y en general la europea, así como los socialistas en España, los laboristas rebeldes en Gran Bretaña y algunos demócratas en Estados Unidos— están sacando a la luz los fallos en la argumentación mediante la cual los aliados justificaron la guerra. Hubo exageraciones, fuentes poco contrastadas, informes antiguos… De ahí a decir que los aliados mintieron hay un paso que algunos no han dudado en dar. Sería recomendable la prudencia, porque quienes hacen tales acusaciones deberían saber que la información que proporcionan los servicios de información no es casi nunca una prueba judicial: son indicios, datos dispersos, informaciones parciales que constituyen, como dice un veterano funcionario de la inteligencia inglesa, el 5 por ciento de la información (The Financial Times, 23.07.03). Es un 5 por ciento “crucial”, porque sirve para completar el 95 por ciento restante. Pero no lo sustituye. No vale por tanto argumentar que los fallos en ese 5 por ciento, por seguir con el símil, anulan todo lo demás.

Claro que el argumento se puede volver del revés. Si ahora la oposición —mediática y política— se está cebando en ese 5 por ciento, cabe también preguntarse si no será porque los gobiernos partidarios de intervenir en Irak hicieron de esa parte de la información el núcleo mismo de la argumentación a favor de la intervención. En vez de concentrarse en los argumentos ideológicos y de intereses (la naturaleza neonazi del régimen de Sadam, la necesidad de evitar que un gobierno terrorista tuviera el grifo del petróleo, etc.: los había de sobra), los gobiernos aceptaron un terreno de juego distinto, como es el de los datos proporcionados por los servicios de inteligencia. Los políticos no han confiado en la opinión pública ni en su propia capacidad de liderazgo. Por lo menos en parte, delegaron las responsabilidades en este caso en los servicios de inteligencia. Es un error gigantesco, que acabará deteriorando a los servicios de inteligencia, la relación de los políticos con un elemento clave en la seguridad de la gente, y a los propios políticos. El suicidio de Kelly parece ser el primer acto de un drama que acaba de empezar.

La segunda lección de este suicidio se refiere a los medios de comunicación públicos. En mi opinión, la BBC ha mentido y manipulado la información sobre la intervención en Irak antes, durante y después del conflicto. Ha sido una información sesgada, sistemáticamente antigubernamental y antinorteamericana. Lo que todavía no sabemos, y tal vez no lleguemos a saber nunca, es hasta dónde exageró (o contribuyó a hacer “más atractivos”) los datos proporcionados por David Kelly. En cambio, está fuera de duda que el Consejo regulador de la BBC no cumplió con su función y amparó una información que transgredía las reglas de la propia BBC (no hubo más fuente que el propio Kelly). También está claro que el formato del propio programa, con un actor leyendo una supuesta trascripción de lo que dijo Kelly, lo acercan más a la televisión basura (y esta vez peligrosa de verdad, como luego se ha visto) que a un intento honrado de contrastar y dar a conocer la verdad.

Todos sabemos que la BBC es una televisión pública, financiada con los casi 200 euros que paga al año cada británico que tenga televisión, vea o no vea el panfleto que le ofrece la BBC (ver el editorial de The Wall Street Journal, 21.07.03). Como tal televisión pública responde a un designio ideológico que data de los tiempos, no tan remotos como parece, en que Gran Bretaña era un país prácticamente socialista.

La lección para los gobiernos europeos que quieran emprender o seguir haciendo una política distinta está clara. Al frente de la BBC está un amigo personal de Blair. Pero en contra de lo que Blair tal vez creyó alguna vez, los medios de comunicación públicos no le han servido para transmitir sus argumentos y las razones de sus opciones. Eso puede ocurrir en regímenes sin libertad de expresión. En democracia, los medios de comunicación pública son inevitablemente “progresistas”, es decir socialistas y antinorteamericanos, poco amantes de la libertad y, como se ha visto, de la verdad.

En el fondo, volvemos a la misma reflexión de antes. Continuar imponiendo a los contribuyentes el pago forzoso de una televisión pública evidencia voluntad de manipular a la gente, y por tanto una escasa confianza en esta. Como en el caso del recurso a los datos proporcionados por los servicios de inteligencia, esa falta de confianza acaba perjudicando a los propios gobiernos, que no quieren darse cuenta de que están ante una opinión mucho más formada, más independiente y más plural de lo que lo era hace unos años.

Un último argumento. Se suele escuchar que la BBC tiene un gran éxito de audiencia. Razón de más para privatizarla.


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